sábado, 31 de enero de 2015

El uno por ciento más rico

Según Oxfam, “en sólo dos años el 1% más rico de la población acaparará más riqueza que el 99 % restante”. Actualmente, este porcentaje (70 millones de personas, en números redondos) ya posee el 48 % de la riqueza mundial.

Los autores sostienen que buena parte del enriquecimiento de esa minoría se debe a la influencia de grupos de presión financieros y farmacéuticos sobre los gobiernos, a costa del interés general. Por todo ello, proponen una serie de medidas que, en resumen, implican aumentar el gasto público y las regulaciones sobre el sector privado.

La noticia de que una exigua minoría controla casi la mitad de la riqueza mundial, y que en breve tiempo disfrutará de más del cincuenta por ciento, ha saltado a los medios de comunicación como la revelación de una obscenidad. La idea popular de que los ricos cada vez son más ricos –insultantemente ricos– y los pobres más pobres se ha visto reforzada con cifras concretas y poderosamente intuitivas. Pero no por ello deja de ser una idea falsa.

Como ha señalado el economista Juan Ramón Rallo, con los datos en la mano, y pese a todos los problemas coyunturales, “el mundo nunca ha sido un lugar mejor”. Desde 1980, la población que sufre extrema pobreza ha pasado del 43 % al 17 %, la desnutrición del 21 al 11,3 %, la mortalidad de los menores de cinco años del 11,5 al 4,6. Han aumentado también notablemente, a nivel global, la esperanza de vida, el acceso al agua potable y al alcantarillado, la alfabetización y la escolarización...

Es verdad que cada vez hay más ricos, y que la riqueza de algunos de ellos se ha incrementado. Pero es falso que cada día haya más pobreza en el mundo. Sencillamente, la tesis de que la opulencia de los unos se origina en la miseria de los otros carece de confirmación empírica. Y bien mirado, esto no debería sorprendernos. La riqueza no es una magnitud estanca ni estática. Las personas adineradas consumen e invierten, crean innumerables empleos directos e indirectos, destinan ingentes sumas a obras filantrópicas. El dinero no se limita a fluir hacia ellas, sino que circula también en sentido contrario, y con profusión.

Sin duda es cierto que algunos ricos se ven beneficiados por los gobiernos, gracias a sus actividades de lobby. (Y no olvidemos a otras minorías, como los agricultores, los ecologistas, los gays y un larguísimo etcétera.) Pero si políticos y burócratas no controlaran un porcentaje tan alto de la economía, su capacidad de favorecer caprichosamente a intereses particulares sería menor.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los estados han venido desplazando al mercado como proveedores de ciertos servicios públicos, hasta el punto de que se ha generalizado la impresión de que no existe otro medio de universalizar la sanidad, la educación o las pensiones. Pero transferir la riqueza desde la sociedad hacia los burócratas no equivale a que aquella se redistribuya; simplemente convierte a una gran parte de la población en dependiente, cuando no en rehén, de la arbitrariedad política, que decide sobre el número de camas de hospital, los contenidos educativos, la edad de jubilación o el monto de esta, en función de criterios ideológicos y ajenos a cualquier lógica sostenible.

Se dirá que sigue siendo escandaloso que un 1 % de la población “acapare” (según el tendencioso término de Oxfam) casi la mitad de la riqueza mundial. Pero, ¿qué debería preocuparnos más, la pobreza en sentido absoluto –que haya gente que no tiene suficiente para comer, para medicinas, etc.–  o la desigualdad? Porque se trata de dos cosas distintas. Si A posee una riqueza mil veces superior a B, y la de ambos se multiplica por dos, la desigualdad seguirá siendo relativamente la misma, pero es evidente que la situación de B habrá mejorado radicalmente. ¿Debería molestarle a B que a A también le vaya mejor?

Las desigualdades no se dan solamente en la economía. Se observan en multitud de campos, tanto sociales como naturales. Ello no demuestra que la desigualdad económica sea una necesidad cósmica ineludible, pero sí que tal vez debería sorprendernos mucho menos.

El 1 % más rico de la población tampoco es un club cerrado ni homogéneo. El propio informe Oxfam admite que sólo el 34 % de milmillonarios de la lista Forbes ha heredado una parte o la totalidad de su fortuna. Y entre los setenta millones de individuos que suman el 48 % de la riqueza mundial existen abismales diferencias, desde los 80.000 millones de dólares de Bill Gates hasta menos de un millón. (El número de personas con más de un millón de dólares asciende a 35 millones, según Credit Suisse.)

¿Es un escándalo que haya seres humanos mucho más opulentos que otros? Puede que lo sea, pero a poco que reflexionemos, veremos que se trata de una realidad cotidiana; habitual, sin ir más lejos, en la mayoría de las familias. Los padres suelen ser cien o mil veces más ricos que sus hijos, cuyo patrimonio se reduce a una bicicleta y a una hucha. Se dirá que el ejemplo no vale, pero lo que reflejan propiamente las estadísticas esgrimidas por Oxfam es la riqueza nominal, que no siempre se corresponde exactamente con el nivel de vida.

Solamente por motivos prácticos, deberíamos centrarnos mucho más en la pobreza absoluta que en la desigualdad, un concepto estadístico que se presta demasiado a la manipulación emocional. Aunque sea una tautología, por lo visto hay que decirlo: la pobreza sólo se reduce realmente facilitando la creación de riqueza. Ese 1 % de seres humanos más ricos debería ser visto no con resentimiento, sino como un estímulo, como un motor de progreso.

lunes, 12 de enero de 2015

La cruel paradoja de París

Permítanme distinguir dos reacciones típicas (desgraciadamente típicas) a los atentados islamistas de París. Tenemos, por un lado, a quienes sugieren una equivalencia moral entre el terrorismo y las intervenciones militares de gobiernos como Estados Unidos, sus aliados e Israel. Un perfecto imbécil (actor, por más señas) afirmó en las primeras horas que "Occidente asesina diariamente". Y un dirigente del entorno etarra ha declarado que "Europa y Occidente han hecho mucho daño al resto del mundo históricamente." Quienes elevan los crímenes terroristas contra personas desarmadas e inocentes a la categoría de acciones de combate (incluso cuando estas últimas puedan ser en ocasiones éticamente dudosas) no sólo distorsionan la realidad, sino que han perdido por completo su capacidad de discernimiento moral. Entre un bombardeo contra objetivos militares que causa víctimas civiles y el asesinato premeditado de estos existe una diferencia esencial que sólo los prejuicios ideológicos pueden difuminar.

Tenemos, por otro lado, a quienes condenan el terrorismo islamista, pero lo desvinculan del islam o bien lo incluyen dentro de un conjunto de fenómenos más amplio o de otra naturaleza. En alguna tertulia he escuchado incluso que los atentados de París no tienen nada que ver con el islam. Por lo que sabemos, quienes no han tenido nada que ver con los asesinatos han sido los católicos, los budistas y los boy-scouts. Esta actitud puede obedecer a distintas motivaciones: algunos aprovechan para cargar contra todas las religiones, y en especial contra el cristianismo. Existen también personas a las cuales les cuesta encajar el yijadismo en su particular cosmovisión "progresista", para la que el Mal siempre procede de unas entidades difusas que llaman "fascismo" o "neoliberalismo", si es que se avienen a distinguirlas. En este subgrupo encontramos habitualmente a aquellos que parecen poner en el mismo plano la indignación por unos asesinatos tan reales como viles y la preocupación por un nebuloso ascenso de la islamofobia, hasta ahora menos tangible que la judeofobia (que afecta desde hace tiempo a Francia) e incluso que el sectarismo anticristiano que suele pasar por laicismo. A menudo, son los mismos que culpan al racismo, la xenofobia o a la marginación económica de que algunos individuos se conviertan en asesinos.

Lo cierto es que las sociedades occidentales son probablemente las que ofrecen una mayor igualdad de oportunidades a todos los individuos, sea cual sea su sexo, raza o religión. Cualquier niño francés, español, alemán o estadounidense que aproveche la escolarización obligatoria puede gracias a ello, en el futuro, acceder a casi cualquier profesión o empleo cualificado. Es evidente que un chaval de clase alta lo tendrá más fácil que otro cuyos padres se encuentren en el paro y que resida en un barrio donde proliferen las drogas y las bandas. Pero en principio, de su esfuerzo, reflejado en sus calificaciones académicas, depende en gran medida que un día pueda escapar de ese ambiente. No sin cierta frecuencia, es a veces el individuo de origen más humilde quien saca más partido de las oportunidades ofrecidas por el sistema educativo, lo cual demuestra que son más decisivas que las circunstancias, e incluso que las cualidades intelectuales innatas.

Sin embargo, desde hace mucho tiempo, en Occidente, y particularmente desde los propios centros de enseñanza, se viene inculcando una ideología que niega radicalmente lo anterior. Desde la más tierna infancia se adoctrina a los ciudadanos en la idea de que la sociedad (aunque quieren decir el Estado) tiene la obligación de garantizar la máxima igualdad material posible de todos. La escuela, desde este punto de vista, no es ya vista como una oportunidad de prosperar, sino como parte de esa realización de la igualdad. Esto lleva a que aquellos que no aprovechan los estudios, en lugar de culparse a sí mismos por ello, desarrollen un resentimiento perfectamente estéril, en el mejor de los casos, hacia una sociedad a la cual culpan de su automarginación.

No es anecdótica la relación entre el radicalismo de la juventud musulmana en Francia y el rap, una forma de expresión cultural surgida en contextos análogos de rechazo de la responsabilidad sobre la propia vida, alimentados por pedagogos y periodistas imbuidos de concepciones izquierdistas. Los mensajes de "crítica social" que supuestamente transmiten los raperos tienen mucho más de cierta clase de protesta onanista, que encuentra una satisfacción narcótica en culpar siempre a otros de los problemas.

Esta concepción, generalizada a las relaciones internacionales, es por cierto la que lleva a criminalizar a Occidente, convertido en el principal culpable del subdesarrollo e incluso de los conflictos que afectan a otras culturas. El cóctel explosivo se completa denigrando todos los días la herencia judeocristiana, desde las cátedras, las redacciones y los parlamentos. Herencia que es precisamente la que está en la base de los valores que hacen de la persona, y no el colectivo, el centro de la existencia.

Así las cosas, es endiabladamente fácil que la juventud francesa de origen magrebí encuentre en la identidad cultural de sus padres y abuelos una forma de profundizar en ese complejo de externalización de toda culpa, y termine en numerosos casos en la radicalización islamista. Y por si esto no fuera suficiente, no faltarán los periodistas y demagogos que vendrán a darles la razón, confirmándoles que se trata de un problema de racismo o de políticas "neoliberales" que les han condenado al desempleo.

Se cierra así un círculo que conduce a las posiciones apuntadas en primer lugar, las cuales relativizan y a la postre justifican el terrorismo. La lucha contra el yijadismo está indisolublemente ligada, por lo dicho, con la recuperación de nuestra propia identidad occidental, que es tanto como decir liberal y judeocristiana. Una identidad (y no deja de resultar una cruel paradoja) que los propios dibujantes de Charlie Hebdo se esforzaron denodadamente por denigrar. Pese a sus errores, descansen en paz.