jueves, 21 de agosto de 2014

Nuestro provincianismo suicida

España se enfrenta a varias amenazas graves. La más inmediata, los intentos de ruptura de la unidad territorial y de la Constitución que proceden del gobierno autónomo de Cataluña. No menos preocupante es que haya surgido con fuerza un nuevo partido político que pretende instaurar entre nosotros un régimen chavista, lo que supondría la destrucción de la clase media y de la democracia. Más lejana por ahora, a 4.800 kilómetros, tenemos el avance brutal del Estado Islámico, que podría desestabilizar Oriente Medio y exportar cientos de yijadistas a Europa, decididos a implantar un Califato de España a Afganistán. Por último, como la mayoría de países europeos, hemos entrado en una recesión demográfica provocada por el descenso de la natalidad (y no simplemente porque "vivimos más", como dicen quienes se niegan a ver la realidad) que nos conducirá a una dramática escasez de población activa en poco más de una generación.

Por si cada una de estas amenazas no fuera lo bastante grave por separado, su simultaneidad las favorece. Una España fragmentada y en barrena demográfica es más vulnerable al avance del yijadismo. No digamos si además se hundiera económicamente por culpa de un régimen como el que ha arruinado Venezuela en quince años. Esto sin hablar de sinergias perversas, como, por poner sólo un ejemplo, el necio ofrecimiento de Artur Mas de permitir la construcción de una gran mezquita en la plaza de toros Monumental de Barcelona, a cambio del apoyo musulmán al separatismo catalán. (¿Recuerdan las palabras de Lenin, "los burgueses nos venderán la soga con la que los ahorcaremos"? Cambien Lenin y burgueses por lo que están pensando.)

Aunque se trata de fenómenos que vienen gestándose desde hace décadas, la culpabilidad de los gobiernos de los últimos diez años, desde los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, es incuestionable. Las concesiones de Zapatero al terrorismo vasco y al nacionalismo catalán; su política exterior, retirándose unilateralmente de Irak y relativizando el terrorismo islámico, al que llegó a comparar con el cambio climático (sic); su empeño en atizar la división social reivindicando el frentepopulismo de los años treinta y promulgando leyes anticatólicas; su desmesura con el gasto público, que agravó los efectos de las crisis financiera e inmobiliaria, legándonos unas administraciones económicamente inviables y corruptas... Todo ello, en esencia prorrogado y hasta agravado fiscalmente por Mariano Rajoy, ha arrojado a la nación a los pies de los caballos del totalitarismo izquierdista incubado en la Complutense y en Caracas, del separatismo filoterrorista, los antisistemas catalanes de la CUP en el parlamento catalán, y al fondo la torva mirada de los carroñeros islamistas, aguardando sin prisas nuestra descomposición final.

Mientras todo esto está sucediendo ante cualquiera que tenga ojos para ver, ¿qué es lo que preocupa al grueso de nuestros políticos y periodistas? La inanidad y frivolidad de buena parte de los asuntos que llenan los informativos y los periódicos son pasmosas. La falta de proporción en el tratamiento de los temas es sencillamente hiriente. Mientras en Irak se está perpetrando un auténtico genocidio de cristianos y otras minorías religiosas, y se esclaviza, mutila genitalmente y viola a las mujeres supervivientes, aquí montamos imbéciles debates sobre el "machismo" que supuestamente padecen las mujeres españolas, salvo que sean de derechas, pues de estas al parecer está bien decir que son tontas.

La falta de perspectiva se llama provincianismo. Si el nacionalismo catalán es un buen ejemplo de tal defecto elevado a niveles de tragicomedia, a nivel de toda España no tenemos motivos para estar orgullosos. Nuestra incapacidad para contemplar la realidad con un radio superior a los setecientos kilómetros (salvo para condenar a Israel por combatir a Hamás), y con una escala de tiempo mayor de cuatro años (salvo para derrocar a Franco retrospectivamente), puede acabar teniendo las consecuencias más desgraciadas, si no reaccionamos a tiempo.

martes, 19 de agosto de 2014

Cómo funciona el pensamiento progresista

El Ministerio del Interior ha publicado en su web unos consejos dirigidos a mujeres para prevenir violaciones. Entre ellos, algunos tan elementales como no hacer auto-stop, no recoger a desconocidos, no transitar por lugares solitarios o echar las cortinas al anochecer. (También alguno que se presta al chiste paleto, pese a su sensatez práctica, como tener a mano un silbato para una llamada de auxilio.) Cualquier persona con un mínimo sentido común puede comprender que los paseos nocturnos por descampados son una conducta de riesgo, o que tener las persianas subidas con las luces encendidas supone exponerse al voyeurismo.

El feminismo histérico no ha tardado en mostrar su indignación en las redes sociales. Por citar sólo un ejemplo, la socialista Carmen Montón acusa al gobierno, en su cuenta de Twitter, de "meter miedo, culpabilizar a las mujeres y eludir responsabilidades". No sabemos si doña Carmen también cree que el gobierno trata de asustar y de culpabilizar a los ciudadanos cuando les aconseja no hacer ostentación de riqueza o no abrir a desconocidos, con el fin de prevenir robos. En cualquier caso, lo interesante de este tipo de reacciones es que ilustran claramente cómo funciona el pensamiento progresista, del cual forma parte el feminismo.


Para el progresismo, todo mal es siempre de naturaleza social, y por tanto, no hay remedio que no sea colectivo. Si hay mujeres violadas o maltratadas, no bastaría con juzgar y castigar a los culpables, ni con medidas de autodefensa, porque la causa de estas conductas no se originaría simplemente en la maldad del violador o el maltratador. En realidad, toda la sociedad sería culpable, al persistir en una supuesta cultura machista que discriminaría sutilmente a las mujeres desde niñas. No importa que la experiencia y el sentido común contradiga esta tesis, que las mujeres occidentales del siglo XXI accedan con total igualdad de oportunidades a los estudios superiores, a las fuerzas de seguridad, a la judicatura, al periodismo, a la medicina, a la política, ni que la mayoría de personas normales acostumbren a respetar por igual a todo el mundo, con independencia de su sexo. El pensamiento progresista no dejará que la realidad le estropee sus prejuicios, y gracias a su hegemonía en los medios de comunicación, le basta con llevar el recuento anual de mujeres asesinadas a manos de hombres (pero no el de hombres asesinados por mujeres, mujeres asesinadas por mujeres, ni hombres asesinados por hombres) para crear un clima de guerra de sexos, de una lucha contra un enemigo implacable que debemos librar con más recursos y más leyes coercitivas; incluso, si es necesario, limitando la libertad de expresión.

Pues no se trata sólo del PSOE. El PP se apunta con entusiasmo a la paranoia colectiva contra el "machismo", cuando de derrochar dinero público, restringir libertades y ponerse la medalla de feminista se trata. El progresismo es la ortodoxia de nuestro tiempo, y quien sólo aspira a permanecer en el poder deberá navegar a favor de la corriente. Por eso no me extrañaría que las recomendaciones de la web de Interior acabaran siendo retiradas discretamente. Tampoco importaría mucho. Todos los padres sensatos aconsejarán cosas parecidas a sus hijas, y de hecho son ellos quienes principalmente deben hacerlo, no ningún gobierno.

El problema es cuando el progresismo se convierte en una neolengua fuera de la cual es imposible pensar, y la negación de la realidad empieza a confundirse con un derecho. Cuando eso ocurre, la realidad siempre termina vengándose. La permisividad sexual y el egoísmo disfrazado de estoy-en-mi-derecho envenenan muchas más relaciones de pareja, se multiplican los malentendidos, los agravios mutuos, los celos, el sufrimiento... Y entonces las cifras de violencia doméstica (¡oh, sorpresa!) no sólo no disminuyen, sino que incluso aumentan. Pero el progresismo jamás reconocerá que pueda haberse equivocado. Momentáneamente desconcertado por las conductas y opiniones de los más jóvenes, refractarias a su paternalismo, no tardará en decir que aún queda mucho por hacer, que el enemigo aún no ha sido vencido, que hace falta más "sensibilización" (léase: dinero y burocracia) y "tolerancia cero" (léase: limitar derechos individuales y destruir la igualdad en nombre de la igualdad, discriminando al hombre.)

Algunos nos negamos a aceptar que el mal sólo puede combatirse desde la política. Creemos que los seres humanos pueden buscar la felicidad y el perfeccionamiento moral sin esperar a que su clase social, su sexo, su raza, su nación o la humanidad entera sean redimidos por gobernantes investidos de poderes cada vez menos limitados, por una aplicación del derecho cada vez más "alternativa". O sin esperar que en un futuro se resuelva radicalmente cualquier problema de relaciones entre individuos de distinto sexo mediante la biotecnología, creando una nueva especie humana andrógina -y de paso sometida a sus diseñadores. No aceptamos el chantaje de salvadores que (a diferencia del pastor de la parábola evangélica, que deja a su rebaño por buscar a una sola oveja perdida) exigen siempre el sacrifico de los individuos en el altar de la colectividad. A estos falsos mesías no les importa el pobre que sale adelante con su esfuerzo, la mujer que destaca gracias a su talento. Desdeñan estos casos "anecdóticos" porque contradicen sus estribillos preferidos, y no dudarán en denigrar a la mujer que brilla en cualquier ámbito sin renunciar a su feminidad ni valerse del fácil recurso victimista. Ellos requieren fieles agradecidos, que les deban un subsidio, un puesto de cuota, un reconocimiento baratos. Necesitan abonar el resentimiento de quienes culpan a otros de sus frustraciones; de quienes eluden su responsabilidad individual y aceptan con ello que el gobierno se haga gustosamente cargo de todo, desde la cuna hasta la tumba.

La élite espuria

Houston, tenemos un problema, y muy grave. El problema es que hay mucha gente que dice espúreo, cuando lo correcto es espurio, como cualquiera puede comprobar acudiendo al diccionario de la Academia, e introduciendo ambos términos. Puede parecer que estoy de coña, pero hablo completamente en serio. Cuando alguien dice "ayer compremos (sic) en el Mercadona", está cometiendo un simple error, fruto de la escasa formación. Si se trata de algo generalizado, esto puede llevar a acordarnos del informe PISA y a lamentarnos por la degeneración del sistema de enseñanza pública, etc. Nos hallamos en fase de alerta naranja. Pero cuando muchos incurren en espúreo, hay que decretar inmediatamente alerta roja. Porque la gente que no tiene como mínimo un bachillerato no dirá nunca espúreo. Uno no escucha al frutero de la esquina (por ahora, gracias a Dios) decir que su crema de puerros no es espúrea, a diferencia de la que venden las grandes superficies. No, quienes dicen espúreo coinciden probablemente con ese 17,7 por ciento de personas de nivel profesional, funcionarial o directivo alto que, según la última encuesta del CIS, votarían a Podemos. (Justo el mismo porcentaje de ese grupo social que votaría al PP.)

Y esto sí que es realmente preocupante, porque nos revela una cosa. A ver si me explico. En España, como en cualquier otro sitio, hay dos tipos de personas, las que leen y las que no leen. Al contrario de lo que se suele pensar, que el porcentaje de las segundas sea alto no debería inquietarnos demasiado. El problema no es que el taxista, la peluquera o el carpintero de alumino no lean a Jorge Luis Borges o a Thomas Mann. Se puede vivir sin ello. Es una vida menos rica, ciertamente, como la de quien jamás escucha a Mozart o a Miles Davis, pero sería un error pensar que esa riqueza de espíritu nos hace moralmente mejores. Desgraciadamente, la experiencia demuestra abundantemente que no es así, que la cultura no nos hace amar más al prójimo. Aunque el frutero no tenga ni pajolera idea de quién fue Thomas Mann, y de Borges sólo sepa que es una marca de aceite de oliva, ello no va a hacer de él peor frutero, ni peor marido, padre, hermano o cuñado.

Lo decisivo, lo trascendental es cuánto y, sobre todo, qué leen los que leen. Cómo alimentan su espíritu. ¿Qué lee el médico de cabecera que me atiende, el profesor de mis hijos, el empresario modelo de éxito? ¿Qué cojones leen que no saben decir espurio correctamente? Porque dejémonos de bromas, el problema no es olvidarse una tilde o no acordarse muy bien de datos que aprendimos en la niñez. Eso lo solucionan los correctores y los buscadores. El problema no es el error o el olvido, es lo que estos nos hacen sospechar: que quienes deberían cultivar una rica vida interior, porque tienen los medios, la formación y con frecuencia el tiempo de ocio suficiente para permitírselo, hayan leído tan poco, o hayan leído libros tan irrelevantes. Que teniendo a su alcance los mejores frutos del espíritu, no encuentren nunca el momento para ellos, y sí para ver Juego de Tronos, sea lo que sea, que no tengo ni puta idea, ni quiero tenerla.

Ya sé que me diréis que hay un momento para cada cosa. Lo niego rotundamente. El día tiene 24 horas, y si leemos a Platón en serio, no hay tiempo para entrar en internet, ver la tele y jugar con vídeojuegos, todo a la vez. Los recortes que deberían aplicarse al gasto público no son nada, comparados con los recortes que se necesitan en las mil y una maneras estúpidas que no paramos de inventar para quemar estúpidamente nuestro tiempo y, por tanto, nuestras vidas.

Allá cada cual, pensaréis. Pero resulta que la miseria espiritual tiene consecuencias. Cuando se pierde el sentido de lo trascendente y lo prioritario, cuando todo es entretenimiento, se pierden también las referencias públicas y hasta el mismo instinto de conservación. Si Juego de Tronos tiene el mismo valor que la Política de Aristóteles, las sandeces que profieran cuatro fanáticos salidos de la ikastola complutense valen lo mismo que las trescientas páginas de Camino de servidumbre. Se empieza diciendo espúreo y se acaba votando a quienes pretenden implantar una democracia espuria.

miércoles, 6 de agosto de 2014

10 reglas escépticas

El escepticismo antiguo, de Pirrón a Sexto Empírico, era una tradición de pensamiento que defendía la suspensión del juicio, evitando decantarse por ninguna teoría o concepción del mundo. El precedente más ilustre de las escuelas escépticas fue probablemente Sócrates, con su célebre sentencia: "Sólo sé que no sé nada." En nuestros días, el término suele tener un sentido muy distinto. Se autodenominan escépticos, con cierto aire de superioridad, quienes en lugar de ideas religiosas o teístas, sostienen principios de tipo materialista o naturalista, que suelen identificar abusivamente con el conocimiento científico. Estos falsos escépticos, que creen en unas cosas y descreen de otras (es decir, que son en esto como todo el mundo) en ocasiones también sostienen una concepción materialista o supuestamente "realista" de la historia, más o menos cercana al marxismo, que ve causas económicas en todos los fenómenos sociales, en las guerras, revoluciones, etc.

Bien es verdad que el escepticismo más radical es por naturaleza autocontradictorio, porque quien afirma que nada puede saberse con seguridad, está con ello afirmando que sabe esto mismo. Lo que no obsta para que una cierta actitud crítica, o de razonable escepticismo, sea imprescindible con el fin de evitar en lo posible el error y el engaño. Pese a ello, y en contra de lo que proclama incesantemente la pedagogía actual, dicha actitud no se enseña en nuestras escuelas. Se considera que determinados temas son "críticos" en sí mismos, cuando la crítica no es una cualidad de algunas afirmaciones, sino su cuestionamiento o análisis, que puede llevarnos a confirmarlas -provisionalmente, al menos- o a rechazarlas. Denunciar la pobreza o la discriminación no es ser crítico, por muy bienintencionado que sea. Crítico es aquel, por ejemplo, que se pregunta si determinadas explicaciones de la pobreza que casi todo el mundo da por supuestas son, después de todo, acertadas.

A continuación, enumero ciertas reglas, la mayoría obvias, que pueden servir de guía para un escepticismo razonable.

1) No hay que prestar credibilidad inmediata a lo que afirma ninguna fuente (ni oral, ni escrita, ni audiovisual), ni tampoco descartarlo a priori.

2) Las opiniones políticas, sociales o religiosas de un especialista en otras cuestiones pueden ser tan insensatas como las que más. No nos dejemos impresionar por los currículos de abajofirmantes de ningún tipo.

3) Las opiniones políticas, sociales o religiosas de un especialista en estos mismos temas tienen mayor valor argumentativo, pero eso no garantiza que no sean a la postre erróneas. Con frecuencia ni siquiera son originales. Un estudio puede tener un aspecto irreprochablemente científico, y a pesar de ello ser una auténtica basura que confunde premisas y conclusiones.

4) Sin perjuicio de 1, no todas las fuentes son iguales. Por ejemplo, los medios de comunicación de regímenes dictatoriales son mucho menos creíbles que los de países democráticos. Pero es muy importante tratar de rastrear la fuente originaria. Una buena intoxicación no aparece por vez primera en un medio cuyo partidismo o dependencia de un gobierno es demasiado obvia.

5) "El peor enemigo de la información es el testigo ocular..." (Revel.) Los corresponsales que informan desde conflictos o países no democráticos pueden estar presionados para favorecer una determinada versión. Incluso en condiciones mucho más plácidas, sus prejuicios ideológicos pueden conducirles a ver sólo lo que quieren ver. La cobertura del conflicto de Gaza que ha ofrecido la televisión pública española es un claro ejemplo de ello; pero también es habitual que muchos periodistas, desde países como Estados Unidos, donde la libertad informativa es total, nos ilustren más de sus propias filias y fobias que de lo que realmente está ocurriendo allí.

6) Hay que desconfiar de los consensos científicos o intelectuales. A menudo, ni siquiera es verdad que exista un consenso académico; pero incluso si es así, puede estar contaminado de ideología, intereses corporativos o políticos, o simplemente ser erróneo. Alerta sobre todo ante la consabida expresión "según los expertos...". Un buen ejemplo lo constituye la mayor parte de lo publicado sobre el cambio climático.

7) Hay que habituarse a distinguir, de manera casi refleja, entre opinión e información, que suelen estar negligentemente mezcladas. Muchos titulares ni siquiera contienen información objetiva. Por ejemplo: "Nuevo gesto de Francisco en favor de la teología de la liberación". (El País digital de ayer.) La noticia se refiere a la rehabilitación de un sacerdote, pero el titular no nos informa del hecho, sino que directamente nos ofrece una interpretación, que puede ser acertada o errónea.

8) La experiencia personal es siempre parcial, por lo que hay que ser prudente antes de lanzarse a cualquier generalización a partir de ella. Aquello de que "el nacionalismo se cura viajando" sobreestima seguramente la capacidad de aprender del ser humano. Hay tontos en siete idiomas, y las ideas fijas pueden ser inmunes a cualquier vivencia.

9) El peor enemigo del espíritu crítico no son las informaciones erróneas o sesgadas, sino los tópicos interiorizados, que ni siquiera recordamos cuándo los aprendimos. Y hay que estar especialmente en guardia con aquellos que contradicen a otros tópicos más antiguos; la novedad no es garantía de verdad.

10) Sostener que algo es imposible porque no lo permiten las leyes de la naturaleza es tautológico. Equivale simplemente a afirmar "x es imposible porque es imposible". No podemos decir a priori que todos los fenómenos supuestamente sobrenaturales son necesariamente fraudes, fantasías o errores de observación. La prudencia aconseja recelar de cualquier relato extraordinario, pero un espíritu crítico estará dispuesto al examen y abierto a la verdad, por sorprendente o incómoda que sea.

viernes, 1 de agosto de 2014

El mito de los fuertes y los débiles

Toda metafísica es o bien monista o bien pluralista; habitualmente, en el segundo caso, dualista. El monista cree que existe una única forma de ser de todo cuanto existe. No hay un tipo de ser más fundamental o absoluto que los demás. Los monistas pueden tener ideas muy dispares acerca de en qué consiste la realidad, pero en ningún caso pueden admitir que haya un ser trascendente. Por el contrario, la principal forma histórica del dualismo es el monoteísmo. Este postula que existe un ser infinito, creador de todos los demás seres. Dios -pues así se le llama- es un ser necesario y por tanto eterno, en contraste con sus criaturas finitas, perecederas y contingentes.

El monismo ha fascinado siempre debido a su simplicidad, pues aparentemente requiere menos suposiciones que el dualismo. Sin embargo, presenta graves problemas conceptuales para explicar la realidad, en los que no me detendré aquí. (Los he expuesto en una entrada reciente.) A consecuencia de ello, algún tipo de dualismo casi siempre reaparece en todo intento de comprensión del mundo. Por ejemplo, en la física moderna tenemos una evidente disociación entre la teoría cuántica y la Teoría General de la Relatividad, que las mejores cabezas se han esforzado en superar sin éxito, desde el propio Einstein. Por su parte, en las disciplinas humanísticas existe también una innegable tensión entre las conceptualizaciones éticas y los intentos de explicar el comportamiento humano y la sociedad en términos puramente causales y evolutivos, carentes de valoraciones.

Para el dualismo monoteísta, el mundo es fundamentalmente un escenario donde se libra la batalla entre el bien y el mal. El bien es todo aquello que nos aproxima al Creador, lo que nos libera de las pasiones y las ataduras de este mundo, que son el mal. Esto no se traduce necesariamente en una visión mística. El héroe es asimismo un modelo de autosuperación del egoísmo y del miedo, sólo concebible partiendo de la oposición entre carne y espíritu. El mal equivale al olvido o rechazo de nuestro origen divino, que nos degrada a la categoría de animales, sólo preocupados por satisfacer sus impulsos. En tal concepción se asienta no sólo la moral judeocristiana, sino toda la tradición del pensamiento racional. Pues sólo una mente hasta cierto punto libre de condiciones fácticas puede aspirar a un conocimiento objetivo y desinteresado de la realidad, y obrar en consecuencia.

Quienes se niegan a considerar la existencia de Dios como suposición intelectual, ya sean ateos o agnósticos, tenderán a rechazar el dualismo entre el bien y el mal absolutos, y lo sustituirán habitualmente por otro tipo de dialéctica. Freud creyó ver una oposición irreductible entre la libido individual y las normas de la vida civilizada. Marx sostuvo que la lucha fundamental era la que existe entre la clase dominante y la sometida, que no sólo se enfrentan materialmente, sino que desarrollan cosmovisiones antagónicas.

Richard Webster, en su voluminoso ensayo titulado Por qué Freud estaba equivocado, critica al psicólogo vienés por haber reeditado el mito judeocristiano del pecado original bajo términos aparentemente seculares, y llega a proponer una radical superación del dualismo "bestia-ángel", sin conseguir concretarla demasiado. En realidad, una crítica similar -suponiendo que sea una crítica- podría hacerse del marxismo, que, bajo su aparente visión "científica" de los procesos sociales, no consigue desterrar las recalcitrantes valoraciones morales, en las que los opresores y los oprimidos juegan los papeles del mal y del bien, respectivamente. Cabe preguntarse si Nietzsche, pese a la aparente radicalidad de su propuesta de ir "más allá del bien y del mal", no hace otra cosa que invertir las valoraciones, pero manteniendo el dualismo fundamental. En su caso, los fuertes serían los buenos, los únicos capaces de nobleza y generosidad, mientras que a los débiles habría que asociarlos con los malos, los eternos resentidos.

El actual pensamiento dominante, conocido como corrección política o como "nueva ética global" (Marguerite A. Peeters) es fundamentalmente una reedición en términos culturales del marxismo. Se trata de una interpretación del mundo en clave de dominadores y dominados, en los que de forma implícita (y por tanto acrítica), los primeros equivalen al mal puro y los segundos al bien absoluto, y deben ser protegidos incluso de la crítica, o cualquier manifestación que pueda entenderse por tal. (Pensemos en las minorías étnicas o culturales, las civilizaciones no occidentales, las mujeres, los homosexuales y la naturaleza no humana.)

El origen judeocristiano de este dualismo ético-político es patente, como también lo es la drástica distorsión que supone respecto a la "moral tradicional". La ética progresista elimina la voluntad humana de la ecuación. La lucha interior entre el espíritu y la materia, que se produce en cada uno de nosotros, deja de existir. En lugar de ello, hay una guerra entre grupos, en la cual, por alguna razón que jamás queda verdaderamente aclarada, hay que ponerse del lado de los (supuestamente) débiles, simplemente porque son débiles, sin que ni siquiera se plantee la cuestión de si tienen razón o no.

Que los intentos por superar el dualismo entre el bien y el mal, o lo que es lo mismo, entre espíritu y materia, hasta ahora siempre hayan conducido a otra forma de dualismo, nos está indicando que existe una profunda verdad en tal concepción, de la que es imposible librarse por completo. Pero al oscurecer la verdadera naturaleza de la dualidad fundamental, tales intentos no favorecen precisamente el triunfo del bien. Es fácil burlarse del maniqueísmo, de quienes dividen el mundo "en buenos y malos", pero los que incurren en tales burlas desde un pretendido Olimpo intelectual suelen ser aquellos que con mayor dogmatismo pronuncian sentencias morales inapelables, contra los "poderes financieros", el "imperialismo" y cualesquiera potencias oscuras que ellos conceptúan como las dominadoras del mundo.

El moralismo soterrado y acrítico del progresismo pretende hacer pasar por verdad racional o "científica" una interpretación revanchista de la sociedad y de la historia. Este revanchismo, por cierto, explica la fascinación que ejerce el totalitarismo en las masas, antes y ahora. Pensar que las poblaciones occidentales son mayoritariamente demócratas es una de las ingenuidades constitutivas del progresismo. Un movimiento totalitario que sepa crear y explotar las divisiones sociales, siempre tendrá la posibilidad de triunfar, incluso en la democracia más consolidada. Siempre habrá muchos que verán soportable una dictadura que les prometa ver humillados y perseguidos a quienes odia, sean los "ricos" o los judíos.

La vieja "moral tradicional" que no distingue clase social, cultura, raza o sexo, ("No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer...", Gálatas, 3, 28), la moral que es universal porque procede de la voluntad de Dios, en la que se funda la dignidad absoluta del hombre, es la única vía que jamás ha existido para superar el engañoso conflicto entre los fuertes y los débiles.