domingo, 6 de julio de 2014

Dios para qué

Existe una relación fundamental entre el olvido de Dios y la idolatría del Estado. La concepción judeocristiana de la creación está en la base del dualismo entre la razón y las pasiones, que inspira y atraviesa toda la cultura occidental, desde las grandes obras del pensamiento hasta las películas populares. Cuando el ser humano llega a la conclusión de que no necesita a Dios (ni para entender el mundo, ni para regir su conducta), el dualismo "bestia-ángel", como alguien lo ha llamado, no desaparece de un día para otro, ni mucho menos. Pero sí que empieza sutilmente a ser socavado. Esto se nos revela en que la libertad, gradual e insensiblamente, va dejando de entenderse como el dominio de la razón sobre el instinto y el deseo, y cada vez más se convierte en un proceso indefinido de "liberación" de todas las constricciones que se oponen a la realización de nuestros deseos y caprichos, aunque se los suela denominar con el prestigioso término "derechos". Dichas constricciones, como paso previo a su eliminación, se desautorizan mediante elaboraciones ideológicas como el socialismo o la ideología de género, que tratan de convertirnos en soldados convencidos de una lucha emancipadora contra el "mercado" o el "patriarcado". Tal proceso, si se llegara a completar, conduciría a un Estado totalitario formidable, que habría absorbido todas las funciones y la autoridad propias de la familia y la sociedad civil. Lo cual, por cierto, no significa que la historia humana se acabe aquí. En contra de lo que podría pensarse, el totalitarismo es inherentemente inestable, pues un poder político sin límites equivale a una guerra civil permanente, dado que es un trofeo irresistible para todos aquellos que se crean con fuerza suficiente para apoderarse de las estructuras estatales.

La apretada reflexión expuesta es, inevitablemente, una drástica simplificación. El proceso hacia el totalitarismo no es ni mucho menos lineal, y existen toda una serie de inercias y condicionantes que afortunadamente lo frenan, y que posiblemente puedan impedirle alcanzar el triunfo absoluto. Por poner un solo ejemplo, los gobiernos de los países desarrollados generalmente comprenden, por su propio interés, que un excesivo intervencionismo reduce el crecimiento económico, lo que significa disminuir la recaudación fiscal. Sin embargo, este pragmatismo de cortos vuelos no tiene cabida en otros ámbitos. De ahí que sea frecuente ver a gobiernos supuestamente "conservadores" en lo económico, entregarse con alegría a otras formas de controlar la vida privada de los ciudadanos, escudándose en letanías igualitarias o ecologistas. A menudo esto se interpreta como resultado de un cierto "complejo de inferioridad" de la derecha, frente a las ideas llamadas progresistas. Y aunque algo de verdad puede haber en este diagnóstico, conviene no perder de vista la lógica perversa que subyace en este proceso, por el cual el Estado acrecienta su influencia al tiempo que parece estar emancipando a los individuos.

Enunciada la relación profunda entre la ideología progresista y la secularización, cualquier intento de fundamentar una resistencia cívica debería empezar por cuestionar su dogma central, es decir, que no necesitamos a Dios. Esto no implica defender algún tipo de restauración de la religión, como es frecuente malinterpretarlo. Imaginar una especie de edad de oro o período clásico basándonos en la religiosidad exterior de nuestros antepasados sería como poco una ingenuidad. No nos valen modelos del pasado, porque la idea de Dios por sí sola no garantiza la bondad de nuestros actos, nuestras costumbres e instituciones. Pero de esta constatación indiscutible es fácil deslizarse (con una lógica deficiente) hacia la idea de que el teísmo es superfluo, sobre todo si seguimos fundamentando nuestra civilización en una racionalidad que parece autónoma sólo porque hemos encubierto u olvidado su verdadero origen.

Los argumentos de quienes niegan que Dios sea un concepto necesario son de dos tipos, uno de orden metafísico y el otro de orden ético. Veámoslos.

El argumento metafísico puede resumirse como sigue. O bien el universo carece de toda causa, o bien tal causa existe. Lo primero nos conduciría al puro irracionalismo, pues si algo puede existir sin causa, cualquier cosa puede existir o suceder. Admitimos, por tanto, para salvar la racionalidad, que el universo tiene una causa. Ahora bien, si postulamos que esa causa es algo distinto del universo (llamémosla Dios), nos encontramos con que debemos dar cuenta, a su vez, de dicha causa. Los teólogos responden entonces que Dios existe por sí mismo (es un ser necesario), es decir, que en cierto sentido es su propia causa. Y es aquí donde el ateo o el agnóstico interpone su objeción fundamental. Si hay algo que puede ser su propia causa ¿por qué no saltarnos ese paso y afirmar que el universo existe por sí mismo?

El argumento ético es el siguiente. Las normas morales, o bien son completamente arbitrarias o bien son justificables racionalmente. De manera análoga al argumento metafísico, descartamos la primera posibilidad por hipótesis. Se nos dice entonces que las normas morales pueden emanar de la voluntad de un Dios infinitamente bueno e inteligente, que sólo desea lo mejor para sus criaturas. Pero si es así, la voluntad de Dios no afecta para nada a la existencia de tales normas, pues existirán independientemente de que haya un Dios o no. Del mismo modo que no necesitamos un ser trascendente para explicar el universo, tampoco lo necesitaríamos para hacer el bien. (Una exposición didáctica de esta argumentación se puede hallar en James Rachels, Introducción a la filosofía moral, cap. IV.)

Ambos argumentos surgen del mismo error, que en esencia podría describirse como un desconocimiento de lo que significa realmente el término Dios. En ambos casos se entiende a Dios como un objeto, como algo que añadimos al catálogo de las cosas existentes.

Efectivamente, si Dios puede entenderse como un objeto capaz de explicar ese otro objeto que es el universo, resulta totalmente innecesario. Todo lo que pueda predicarse de un objeto en general podrá predicarse del universo en particular. Y así, si puede haber un objeto necesario (causa de sí mismo), por qué no podría ser el propio universo ese objeto (1). Ahora bien, cuando los creyentes sostenemos que Dios ha creado este mundo, no estamos diciendo simplemente que es su causa, en el mismo sentido en que decimos, por ejemplo, que la causa de las mareas es la fuerza de atracción gravitatoria de la Luna: pues este astro no puede evitar ejercer esa fuerza. En cambio, lo que caracteriza al acto divino de la creación es que es absolutamente libre. Dios podría no haber creado el universo. Por tanto, cuando decimos que Dios es "causa" del universo, no estamos añadiendo un elemento redundante, sino una nueva idea, la de una Inteligencia personal, con todo lo que se deduce de ella. Esta idea podrá ser discutible, pero desde luego no podemos ahorrárnosla afirmando que el universo pudo decidir crearse a sí mismo, porque esto sería absurdo.

Vimos que el argumento ético nos dice que, aunque Dios exista, el bien y el mal pueden comprenderse independientemente de su existencia. Sin embargo, la sola idea de que podríamos entender el mundo "como si Dios no existiera", ya supone una radical incomprensión del concepto de Dios. Si el bien no procede de un Ser infinito, necesariamente será siempre un concepto relativo, no algo absoluto. Con un mínimo de habilidad, esto permite justificar cualquier cosa. Si por el contrario somos seres creados por Dios, nuestro bien es inseparable de nuestra filiación divina. El bien absoluto no consistirá meramente en el logro de determinados objetivos durante el breve lapso en el que habitamos este mundo, sino que estará estrechamente ligado a la relación que mantengamos con el Creador eterno. En Dios, su voluntad y nuestro bien no coinciden accidentalmente porque se diera la afortunada circunstancia de que Dios resulta ser benévolo, sino que Dios mismo es la fuente de la que mana todo bien, al haber creado todo cuanto existe.

Cuestión distinta es cómo podemos conocer qué es lo correcto. En realidad, el ser humano jamás puede tener una absoluta seguridad racional de que está haciendo lo correcto, sea creyente o agnóstico. Lo único que está a nuestro alcance es tratar de discernir entre el bien y el mal lo mejor que podamos, sin que nos cieguen intereses escondidos. Alguien podrá añadir: ni prejuicios. Pero no todas las creencias indemostrables son prejuicios, en el sentido de que podrían eliminarse por completo. Tanto las personas religiosas como las irreligiosas tienen algún tipo de convicciones metafísicas primarias, lo admitan o no.

Cabe entonces preguntarse de dónde puede proceder ese deseo sincero de hacer lo que está bien, independientemente de nuestro propio interés. Se trata de una aspiración que es muy difícil explicar desde presupuestos materialistas o positivistas. Lo mismo puede decirse de la regularidad de la naturaleza. ¿Por qué los objetos inanimados obedecen leyes inflexibles? Wittgenstein ya señaló la extendida confusión moderna acerca de las leyes naturales, consideradas como la explicación de los fenómenos naturales, ¡cuando lo que habría que explicar es que haya leyes!

El orden natural y el orden moral se convierten en misterios indescifrables cuando tratamos de comprenderlos sin Dios. ¿Por qué deberíamos no dañar al prójimo, si somos un accidente molecular pasajero en un universo que ni siquiera previó nuestra existencia? Por supuesto, muchas personas desean realmente no hacer daño a nadie, independientemente de sus creencias, pero ello no responde a nuestra pregunta. ¿Se basa la moral sólo en una afortunada cualidad empática arraigada en nuestra especie? Si así fuera, podríamos llegar a la conclusión de que liberándonos de esos sentimientos instintivos de compasión y empatía, podríamos alcanzar determinados objetivos que por alguna razón consideráramos importantísimos. Es precisamente lo que hicieron comunistas y nacionalsocialistas para justificar sus crímenes. ¿Qué podría replicarse, desde presupuestos agnósticos, a tal proceder? Cualquier crítica que hiciéramos de sus asesinatos y torturas podría ser tachada como sentimental; como irracional, en suma.

El totalitarismo puede parecer un fenómeno engañosamente lejano. En realidad, es una posibilidad inherente a las sociedades modernas, desde el momento en que pretenden basarse en una concepción del hombre purgada de toda mención a lo trascendente. ¿No se desprecia a quienes se oponen al aborto porque -se dice- pretenden "imponer" a los demás sus creencias religiosas? Entretanto, en nombre de la libertad y los "derechos" de la mujer, millones de seres humanos en gestación son sacrificados con todas las garantías legales. Por supuesto, no es cierto que todos los que se oponen al aborto sean creyentes, del mismo modo que no hace falta creer en Dios para horrorizarse ante las matanzas perpetradas por las ideologías totalitarias. Pero la pregunta que entonces resuena es inevitable. Si Dios no existiese ¿por qué el ser humano no podría experimentar consigo mismo al igual que lo hace la naturaleza, con resultados a menudo mortíferos? ¿Por qué unos seres que somos resultado de un accidente evolutivo deberíamos estar condicionados por escrúpulos humanitarios, que en sí mismos serían también una mera peripecia biológica? Se nos repite hoy constantemente, por ejemplo, que el hecho de que el sexo tenga una función reproductiva no debería ser impedimento para minusvalorar cualquier forma de sexualidad que no esté encaminada a la reproducción. Hay una intención noble en esta argumentación, que es prevenir las persecuciones y vejaciones contra personas por motivo de su conducta privada. Pero no olvidemos que comunistas y nazis también tenían nobles fines, o al menos eso creían ellos.

Es evidente que no podemos basar los principios morales en la naturaleza. Luego debemos basarlos en un principio trascendente. De lo contrario, nada impide, salvo quizás una afortunada cualidad del carácter de cada cual, que nos veamos arrastrados a las consecuencias más espantosas. Como decía un policía soviético a un preso político en la magistral novela El cero y el infinito, de Koestler: "Nosotros arrancamos a la Humanidad su vieja piel para darle una nueva. Esto no es ocupación para gente de nervios delicados..." Sin principios trascendentes, el humanismo está condenado; sólo es cuestión de tiempo que degenere en genocidios, porque el ser humano puede ser lo que cualquier demente con poder decida que debe ser. Algunos incluso pueden llegar a la conclusión de que las diferencias entre hombre y mujer son puramente culturales, y que deberían ser erradicadas para alcanzar una igualdad perfecta. Claro que esto es un ejercicio de ciencia-ficción, ¿verdad?

(1) Hay otra línea de argumentación, que parte de Kant, según la cual el universo en su conjunto no puede considerarse como un objeto. Para una discusión de esta tesis a la luz de la cosmología moderna, véase F. J. Soler Gil, Mitología materialista de la ciencia.