lunes, 30 de junio de 2014

Aclaraciones de un inquisidor genocida y totalitario

No es mi intención entrar en una espiral de réplicas y contrarréplicas con Miquel Rosselló; sólo comentaré dos pasajes de su entrada "Archipiélago de prejuicios sobre las familias". Quien no esté interesado en nuestra polémica puede leer lo que sigue sin necesidad de consultar los textos aludidos.

Dice Rosselló en primer lugar:

"La tolerancia no se basa en respetar a los iguales sino en tolerar y convivir con el diferente. Esa es una de las fuerzas del liberalismo y de las sociedades abiertas en contraposición a las sociedades cerradas totalitarias (socialistas, teocráticas, etc.)."

Estoy totalmente de acuerdo con estas palabras. El problema de nuestros días es que "tolerar y convivir con el diferente" se confunde fácilmente con "evitar la crítica al diferente". Tolerar a los homosexuales no es tener que aceptar que su modo de vida es moralmente irreprochable: es dejarlos en paz, incluso si no nos gusta su conducta, siempre y cuando no perjudique a terceros. Por supuesto, Rosselló es bien libre de considerar que la desaprobación moral de la homosexualidad es un prejuicio caduco. Pero cosa bien distinta es sostener que quien opine lo contrario es intolerante.

Una opinión (una proposición o conjunto de ellas) puede ser utilizada para incitar la intolerancia, pero en sí misma no puede ser intolerante. Parecerá acaso una distinción ociosa, pero no lo es cuando algunos tratan de limitar la libertad de expresión en nombre de la tolerancia. Resulta significativo que el Tribunal Supremo de Estados Unidos haya tenido que fallar que no se pueden prohibir manifestaciones provida frente a las clínicas abortistas.

Otra confusión muy generalizada gira en torno a la idea de discriminación. Se da por sentado que toda discriminación es mala (salvo cuando es "positiva", claro), es decir, que se basa en la intolerancia. Pero no es así. Cuando se da un niño en adopción preferiblemente a una pareja con recursos económicos suficientes para criarlo, nadie, que yo sepa, pone el grito en el cielo porque se esté discriminando a los pobres que desearían tener hijos. Lo mismo diríamos si se prefiriera dar en adopción un niño a una persona de cuarenta años que a una de ochenta. Cualquiera puede entender que el interés de los menores está por encima de los deseos de los adultos.

El segundo fragmento que deseo comentar brevemente -y con ello termino- es el siguiente:

"El problema que conlleva buscar situaciones “ideales” es que muy pocos encajaríamos en el ideal. Las mayores matanzas y persecuciones que ha sufrido el hombre han sido el resultado de los iluminados que querían alcanzar el “ideal” en este mundo imperfecto de pecadores."

Dejo de lado que las ideologías más genocidas de la historia, el comunismo y el nacionalsocialismo, no se basaban en el concepto de pecado, ni de lejos. El problema de todo utopismo no es que conciba situaciones ideales, sino que trata de imponerlas por la fuerza. Aludir a matanzas y persecuciones para criticar la inocente concepción de que lo ideal para los niños es tener un padre y una madre, sinceramente me parece como querer matar moscas a cañonazos. ¿Tan monstruoso es afirmar que hay cosas mejores que otras? Sostener que la música clásica europea es muy superior a la música zulú, ¿equivale a promover el genocidio de esta etnia? ¿supone sugerir que se trata de una raza inferior? En realidad, ni siquiera implica molestar a los zulúes con el fin de que no toquen la música que les dé la gana, mientras no se intente imponer su estudio en los conservatorios al mismo nivel que Bach y Beethoven.

sábado, 28 de junio de 2014

Tres falacias sobre la familia

En el debate sobre los llamados "otros modelos de familia" (monoparentales, homoparentales, reconstituidas, etc.) suelen deslizarse tres falacias típicas. Miquel Rosselló incurre decididamente en las tres, en la entrada de su blog titulada Hijos de los homosexuales.

Tenemos en primer lugar la falacia del reduccionismo biológico. El argumento es simple: el hecho de que para que nazcan niños se requiera el concurso de un óvulo y un espermatozoide es un mero accidente evolutivo, que además tiene toda la pinta de que va a cambiar en un futuro cercano, debido al progreso de la ingeniería genética. Por tanto, no existe ningún motivo por el cual los niños tengan derecho a una madre y un padre; simplemente, esto ha sido algo habitual durante cientos de miles de años, pero nada más.

La segunda es la falacia de lo fáctico. Se nos dice que toda la vida ha habido niños que carecían de la presencia de su padre o madre biológicos, por diferentes causas, principalmente por separación de los cónyuges o convivientes, o por fallecimiento de uno de ellos, o de ambos. Al igual que en la falacia anterior, de aquí se deduce que no pasa absolutamente nada porque los niños no se críen en una familia "tradicional", con su madre y padre biológicos conviviendo en el mismo hogar.

La tercera falacia es la falacia del porcentaje. No sólo no tiene nada de malo que un niño no conozca a su padre o a su madre biológicos, sino que además la mayoría de los casos de abuso infantil se dan dentro del ámbito familiar, con lo cual se nos sugiere sutilmente que es lícito poner bajo sospecha a esta forma de convivencia basada en prejuicios patriarcales y tal.

Empezaré por la tercera falacia. En primer lugar, cuando se habla de abuso infantil dentro del ámbito familiar, no está claro qué se entiende por familia, máxime cuando la fuente es un reportaje de cuatro minutos del telediario, no caracterizado precisamente por su profundidad intelectual ni su valentía frente a la corrección política. ¿Valen como "familia" todo tipo de arreglos en los que la madre o el padre conviven con distintas parejas de uno de los progenitores de los hijos, a lo largo del tiempo? Sospecho que es así, con lo cual ese dato no me sirve para evaluar la idoneidad de la familia natural, porque no distingue entre esta y otras fórmulas de convivencia.

Pero en segundo lugar, dado que todavía hoy la mayoría de niños vive en hogares con sus padres biológicos, tampoco debería sorprendernos que la mayoría de abusos se dieran en hogares de este tipo. El dato realmente interesante sería comparar el porcentaje de abusos que se dan dentro de la familia natural, con el que se observa en otro tipo de hogares, donde los niños tienen que convivir a menudo con ligues heterosexuales u homosexuales de su madre o de su padre. Pues bien, estos datos existen y no son nada favorables a estas últimas situaciones: los hijos de padres divorciados (el divorcio suele ser el origen principal de los "nuevos modelos de familia") tienen muchas más probabilidades de sufrir maltratos y de caer en la delincuencia y en el consumo de drogas.

Naturalmente, estamos hablando de estadísticas. Quien conviva con los hijos de una relación anterior de su actual pareja haría mal en sentirse ofendido porque saquemos a relucir estos datos. La estadística no predetermina el comportamiento individual, y nadie pretende "criminalizar" a ninguna persona. Lo que aquí criticamos es ese pensamiento buenista de que todo vale igual, que no importa lo más mínimo el tipo de hogar en el que crezcan los niños, "mientras haya amor". El problema estriba precisamente en lo que entendemos por amor. Si se trata de un mero sentimiento subjetivo, o de una forma de relación basada en la entrega al otro, más allá de estados de ánimo pasajeros.

La segunda falacia no merece demasiado comentario. Claro, ya sabemos que siempre se han dado casos de niños a los que les ha faltado el padre, la madre o ambos, y que sin embargo han salido adelante y han podido ser felices. Pero lo que discutimos precisamente es si esa situación es la ideal o no, con carácter general. Una sociedad que pretende, por razones ideológicas, que esta cuestión no debería siquiera plantearse, o que no se molesta en revisar la respuesta a priori de la corrección política, es una sociedad que no pone el interés de los niños por encima de cualquier otra consideración.

Por último, diré algo acerca de la falacia biológica, que en realidad es la más importante. Por supuesto, esta falacia no puede entenderse aisladamente de la ideología materialista, hoy preponderante. Bajo el educado manto agnóstico hay, casi siempre, una clara toma de partido por las respuestas materialistas a los interrogantes metafísicos: El mundo existe por sí mismo, sin necesidad de postular una razón trascendente. Los seres humanos no somos más que una parte de la naturaleza, y por tanto nuestra conducta, nuestras emociones y nuestros pensamientos se explican exclusivamente por un proceso de evolución biológica. Y con la muerte se acaba todo.

Habitualmente, quien se define como agnóstico se distingue a sí mismo del ateo en que él no sostiene dogmáticamente los asertos anteriores. Pero en la práctica, la forma de vivir y las opiniones de ambos sobre cualquier asunto no se distinguen en nada. Un agnóstico es un ateo que se niega -educada pero obstinadamente- a debatir. Ahora bien, esta huida del debate es tentadora incluso para algunos creyentes religiosos, que creen que se puede entender el mundo independientemente de cualquier consideración metafísica, la cual se reservan para sus adentros para no exponerse a ser mirados como bichos raros por el agnosticismo-materialismo dominante.

Evidentemente, si todo es materia, no hay más que hablar. La reproducción sexual sería un hecho puramente contingente, a partir del cual no podríamos extraer prescripciones morales absolutas sin caer en la conocida falacia naturalista (lo natural es lo bueno). Fin de la discusión. El error frecuente aquí es pensar que sólo hay escapatoria de esa premisa materialista mediante la fe, considerada como una experiencia irracional. Pero esto no es verdad. La idea de que el mundo ha sido creado por un Ser inteligente y libre tiene bases racionales muy profundas en las que aquí no me puedo extender. Me remito a un ensayito que publiqué en este mismo blog, para quien esté interesado en el tema, y que se puede descargar en PDF.

Lo que me interesa señalar es que, si no aceptamos la premisa materialista, tampoco se nos puede acusar de incurrir en la falacia naturalista. Es decir, podemos sostener que habría un derecho de los niños a tener una madre o un padre que no se basaría sólo en el hecho biológico, sino en consideraciones de antropología existencial (1). El ser humano se presenta en dos "modalidades", hombre y mujer, cuyo sentido va más allá de meras diferencias fisiológicas. Privar a un niño de vivir esa complementariedad a través del amor de sus padres, y preferiblemente los que lo han engendrado como parte de esa experiencia, es cuando menos imprudente, en la medida en que se pueda evitar razonablemente.

Lo dicho no es más que una forma quizás pedante de expresar lo que siempre nos había dicho el sentido común: que los niños generalmente son más felices si tienen a su padre y su madre conviviendo juntos que en cualquier otra situación. Sólo la mentalidad neomarxista de la corrección política puede ver en esta sencilla verdad un ataque contra la igualdad. Y sólo conservadores deseosos de agradar a toda costa pueden caer en la trampa de embaularse semejante confusión.

(1) Julián Marías, Antropología metafísica. La estructura empírica de la vida humana, Revista de Occidente, Madrid, 1970

miércoles, 25 de junio de 2014

El timo de la ideología de género, en evidencia

En el año 2002, el psicólogo experimental Steven Pinker publicó La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana (Paidós, Barcelona, 2003), una obra de setecientas páginas que es uno de los libros divulgativos sobre ciencia más influyentes de los últimos tiempos.

En esa obra, Pinker lanza una crítica devastadora (por su habilidad literaria para ponerla al alcance del gran público) de la ideología predominante en ciencias sociales, que él denomina "la tabla rasa". Según esta concepción, cuyo origen más inmediato se halla en el marxismo, no existe una naturaleza humana permanente en el tiempo, sino que el hombre es un ser esencialmente histórico, que cambia constantemente en la medida que cambian las relaciones sociales. Esto significa, evidentemente, que el hombre es infinitamente moldeable, lo cual ha sido la inspiración de los dos grandes totalitarismos del siglo XX, comunismo y nacionalsocialismo, empeñados en crear un "hombre nuevo". Y es también (añado yo) la inspiración de la actual ingeniería social que ciertas élites intelectuales tratan de imponer en la sociedad desde arriba, es decir, desde gobiernos, organizaciones supranacionales y ONGés paraestatales.

Pinker muestra documentadamente que la tabla rasa es insostenible a la luz de la ciencia actual, especialmente de la biología, las neurociencias y la psicología. Esto le lleva a un examen crítico de distintos paradigmas de las ciencias sociales, entre ellos la ideología de género.

El autor distingue entre el "feminismo igualitario", que es una doctrina moral sobre la igualdad de trato, según la cual los hombres y las mujeres tienen los mismos derechos, y el "feminismo de género", una doctrina empírica (o pretendidamente empírica, sería más exacto decir) que se compromete con las tres siguientes afirmaciones sobre la naturaleza humana: 1) que las diferencias entre hombres y mujeres no tienen nada que ver con la biología, 2) que la única motivación social de los seres humanos es el poder, y 3) que las interacciones humanas no deben entenderse entre individuos, sino entre grupos. (La tabla rasa, pág. 497.)

En su libro, Pinker ofrece una amplia bibliografía, directa o indirectamente basada en estudios empíricos, que rebate esas afirmaciones, en especial la primera. No opino que las concepciones evolucionistas y materialistas de Pinker sean la última verdad (como él mismo y otros muchos parecen entender), pero sí creo que son lo suficientemente serias para sostener que los dogmas del feminismo de género tienen una base mucho más débil; o mejor dicho, que carecen de base empírica alguna. Dicho más claramente, detrás de toda la charlatanería de los ideólogos ultrafeministas (y cabe añadir, de los socialistas, altermundistas, radicales ecologistas y demás) no hay más que... la nada absoluta. No existen datos, no hay estudios experimentales en apoyo de sus tesis. Esta es la pura realidad.

Lamentablemente, los ideólogos del género y compañía siguen dominando en la política, los medios de comunicación y el mundo académico. Esto sólo es comprensible, en sociedades democráticas, porque la mayoría de la población, aun cuando diste de ser totalmente crédula ante los delirios ideológicos radicales, no tiene tampoco nada que oponerles. Sencillamente, la mayoría de la gente carece de tiempo, ganas o ninguna de las dos cosas para leerse libros de setecientas páginas como el de Pinker, no digamos ya para bucear en la literatura especializada. Y en el país de los ciegos intelectuales, los tuertos de la ideología de género son los reyes. Una mentira repetida mil veces se acaba convirtiendo en verdad... sobre todo si nadie tiene los mínimos datos (y las agallas) para reemplazarla por explicaciones alternativas.

Hay sin embargo rayos de esperanza. Un libro grueso requiere días o semanas de lectura, según el tiempo de que disponga uno, además de una mínima formación y hábito de lectura. Pero ¿y si en un documental de cuarenta minutos se pudiera resumir, con amenidad no exenta de seriedad, la crítica de la ideología de género, por ejemplo? Pues bien, al menos un documental así existe. Fue producido en 2010 por la TV pública noruega NRK, como parte de una serie titulada "Lavado de cerebro", conducida por Harald Eia. El capítulo que nos interesa se titula "La paradoja de la igualdad noruega", y puede verse en Youtube en dos partes, subtituladas en español, de veinte minutos cada una. Abajo inserto los vídeos, pero para el lector que no disponga siquiera de cuarenta minutos, le resumo su contenido a continuación.

Harald parte de un dato: Noruega es el país con mayor igualdad de "género" del mundo. (Lo que en español correcto, que es el que emplearé preferentemente, diríamos igualdad de sexos o sexual.) Y sin embargo, en el país escandinavo han observado un fenómeno que describen como "la paradoja de la igualdad noruega": que hombres y mujeres siguen empeñados en demostrar intereses y predilecciones académicas y sobre todo profesionales distintos. Sólo un diez por ciento de ellos eligen ser enfermeros, y sólo un diez por ciento de ellas eligen ser ingenieras, y esto se acentúa como más igualitario es el país. ¿Por qué ocurre tal cosa? ¿Pudiera ser que existieran razones congénitas, es decir, de tipo biológico? ¿O sucede que la sociedad, sutil e insensiblemente, sigue adoctrinando a los niños en modelos de conducta "sexistas"?

Harald se decide a confrontar directamente, mediante entrevistas personales, las opiniones al respecto de partidarios de la ideología de género (académicos, periodistas, políticos) y de psicólogos experimentales, que trabajan con encuestas masivas y con la observación de la conducta de niños y niñas. Para empezar, viaja a los Estados Unidos para hablar con Richard Lippa, que ha dirigido una encuesta a 200.000 personas de 53 países de todo el mundo sobre preferencias profesionales. Las conclusiones de este psicólogo son que, con independencia del medio cultural, las diferencias entre sexos son prácticamente invariables. Las mujeres prefieren trabajos que impliquen sociabilidad (maestras, enfermeras, etc.), mientras que los hombres se decantan más por trabajos con máquinas y sistemas impersonales (informática, física). Estos patrones de conducta universales le llevan a Lippa a suponer que existen bases biológicas de las diferencias psicológicas sexuales.

Pero a esta hipótesis se puede replicar, como hacen los ideólogos del género, que incluso en las culturas más igualitarias, las personas pueden estar determinadas por padres, educadores y medios de comunicación para asumir "roles de género" preestablecidos. Vestimos a los niños de azul y a las niñas de rosa, les damos a los primeros juguetes de machotes (coches, pelotas) y a las segundas, muñecas o utensilios de peluquería. Harald se muestra divertidamente escéptico ante esta explicación (por su propia experiencia como hijo y como padre), pero no la descarta a priori, y para tratar de salir de dudas se entrevista con el doctor Trond Diseth, que ha realizado experimentos con niños de nueve meses en el Hospital Universitario de Oslo, en espacios neutros donde pueden elegir libremente juguetes para niños y para niñas, situados a la misma distancia. Los resultados son (¡sorpresa!) que los pequeños tienden a elegir espontáneamente los juguetes "propios de su sexo".

Pero ¿no podría ser que incluso a tan tiernas edades, los padres ya hubieran influido en la identidad sexual de los niños? Harald Eia se desplaza entonces a Inglaterra, para visitar a Simon Baron-Cohen (primo del popular actor), investigador del Trinity College experto en autismo, que ha realizado experimentos con recién nacidos, bebés de un día de edad que lógicamente no han podido aún ser moldeados por padres u otros adultos. Según concluye Baron-Cohen, los recién nacidos varones muestran mayor interés por "objetos mecánicos" que las niñas, y estas a su vez se muestran más atraídas por rostros humanos... Los estudios demuestran que incluso antes del nacimiento, los niveles de testosterona en el feto determinan comportamientos más típicamente masculinos o femeninos en el futuro.

Después de otra interesante entrevista con la psicóloga evolucionista Anne Campbell, en Durham, que sostiene el origen evolutivo de las diferencias biológicas entre los cerebros masculino y femenino, Harald vuelve a visitar a dos "investigadores de género" cuyas opiniones ya había recabado al principio, Cathrine Egeland y Jørgen Lorentzen. Las reacciones de ambos, al mostrarles las declaraciones de los científicos experimentales no deberían perdérselas: son de traca. Cathrine se queda realmente descolocada, apenas puede articular palabras. Sencillamente, se niega a aceptar lo que ve. Acusa a esos científicos de encontrar sólo lo que buscan de antemano. Harald le hace entonces la gran pregunta: "¿En qué fundamento científico te apoyas para decir que la biología no juega ningún papel en las distintas elecciones profesionales de hombres y mujeres?" Es decir, ¿dónde están tus experimentos, tus datos empíricos, desde los cuales podrías rechazar los de los psicólogos experimentales? Por supuesto, Cathrine no los tiene, y lo admite al responder "eeeh... mi fundamento es algo que se puede llamar punto de vista teórico".

Jørgen es más desenvuelto. De entrada, se había reído con ganas de "esos estudios norteamericanos", tachándolos de "mediocres" y "anticuados". Cuando se le sitúa finalmente frente a resultados concretos y recientes, su reacción es la misma que la de su colega femenina, aunque algo más incisiva. Lorentzen se pregunta por qué esos investigadores están tan "frenéticamente" ocupados con las diferencias de género, en lo que resulta un muy evidente ejemplo de la evangélica viga en el ojo propio, bastando sustituir "diferencias" por "igualdad". Y al realizarle Harald la misma pregunta que a Cathrine, el "investigador de género" declara sin inmutarse que él se basa en la ciencia, pues esta no ha demostrado con absoluta certeza que las diferencias sexuales tengan alguna base biológica. Su "hipótesis" es que no hay diferencias innatas mientras no se demuestre lo contrario. Puede que no se haya percatado de que este criterio nos permitiría sostener "científicamente" la existencia del unicornio.

Concluida la entrevista, Harald se pregunta si Jørgen diría lo mismo en caso de que una investigación empírica apoyase su "hipótesis". Por supuesto, que la biología juega un papel en las diferencias de intereses sexuales es también una hipótesis, pero los investigadores que la sostienen no demuestran estar "frenéticamente" interesados por confirmar ningún prejuicio, no pretenden negar dogmáticamente que la cultura no tenga también cierta influencia. Y lo más importante: ellos se basan en observaciones, cosa que no hacen los "malos investigadores noruegos", como termina llamando Harald a sus compatriotas, aunque por supuesto se podría extender el adjetivo a muchos que pululan por toda Europa y América.

Al parecer, el reportaje tuvo gran repercusión en Noruega. Como se dice en la web del Foro de la Familia (gracias a la cual he dado con los vídeos), la gente empezó a preguntarse por qué había que "financiar con 56 millones de euros de dinero de los contribuyentes una ideología basada en 'investigación' que no tenía credenciales científicas en ninguna parte". A consecuencia de ello, el Consejo Nórdico de Ministros decidió cerrar el NIKK Gender, un instituto equivalente a nuestros "Observatorios de Igualdad de Género", que por aquí seguimos sufragando alegremente. Como de costumbre, cuando nosotros vamos, los escandinavos ya están de vuelta.

¿Se imaginan que la TV pública española emitiera reportajes como el de Harald, no sólo sobre ideología de género, sino sobre la realidad del aborto, el problema del invierno demográfico o las claves económicas que distinguen a los países más prósperos del resto? Yo tampoco. Con la derecha grouchista ("estos son mis principios...") y la izquierda enamorada de sí misma, aquí me temo que seguiremos debatiéndonos entre el suicidio lento o la vía rápida venezolana.



lunes, 23 de junio de 2014

Pero

La conjunción más importante del discurso progresista es "pero". Los ejemplos son interminables. Este mismo lunes, el eurodiputado Pablo Iglesias nos ha proporcionado uno arquetípico: "El terrorismo ha causado un enorme dolor en nuestro país, pero... tiene explicaciones políticas."

En abono de su tesis, ha incurrido en un argumento doblemente falaz: que González, Aznar y Zapatero negociaron con ETA. Esto es erróneo, primero porque de los tres expresidentes, el único que no negoció con los terroristas, sino que se limitó a sondearlos, fue Aznar. Y en segundo lugar, porque aunque todos los gobiernos hubieran entablado negociaciones con criminales, eso no demostraría que el crimen es la consecuencia de un conflicto, sino que tal tesis habría calado incluso en líderes democráticos.

Sin embargo, no es mi intención debatir ahora sobre la política antiterrorista de Aznar, ni sobre la situación vasca. Lo que me interesa es la función del pero en el discurso progresista. De forma genérica, el sentido de las palabras citadas del líder ultraizquierdista se podría formular del siguiente modo: "Lamento la violencia, pero esta tiene su causa en un sistema social injusto." También se me ocurren otras variantes, como por ejemplo: "El embrión es un bien jurídico a proteger, pero también existe el derecho de la mujer a decidir su maternidad."

La palabra pero es una conjunción adversativa, es decir, une dos oraciones que son perfectamente inteligibles por separado: "Lamento la violencia" y "La causa de la violencia es un sistema social injusto". La primera es trivial, pues nadie puede no compartirla. La segunda coincide con la justificación de la violencia que esgrimen los propios terroristas, sean etarras, yijadistas o anarquistas. Ellos no se consideran a sí mismos unos delincuentes, sino que actúan con móviles políticos. Y en un sentido subjetivo, esto suele ser cierto. Lo discutible es que tales móviles respondan a una realidad objetiva y no a puros delirios ideológicos ("la opresión del pueblo vasco", "la explotación de los trabajadores", "el imperialismo sionista", etc.).

El motivo por el cual alguien puede desear unir esas dos oraciones, la trivial y la ideológica, es evidente. La primera simplemente trata de dulcificar la segunda, de hacerla más digerible. Se anticipa a la acusación de legitimar la violencia, aunque de hecho es esto mismo lo que se hace al explicarla como una consecuencia del sistema. Este procedimiento no es solamente frecuente: es consustancial a la forma de pensar de izquierdas.

El tipo humano que conocemos como progresista se caracteriza por negarse a considerar las consecuencias de sus propuestas. Si alguien se atreve a señalárselas, se indignará o despreciará tal observación como reaccionaria y malintencionada, trasladando la culpa al mensajero. Para el progresista, sólo valen sus intenciones, y aunque estas sembraran el mundo de cadáveres y de miseria (como así ha ocurrido desde el golpe leninista de 1917 hasta nuestros días), cualquier sugerencia de que quizá las buenas intenciones no nos bastan, será tachada de fascista para arriba.

En la aludida conferencia de Pablo Iglesias, que se desarrolló en el Hotel Ritz de Madrid, una persona del público le preguntó al orador qué opinaba de la represión política en Venezuela, en su condición de asesor (y gran receptor de subvenciones, cabría añadir) del régimen bolivariano. La respuesta del político confirmó punto por punto la radiografía del progresismo que acabo de exponer: Iglesias desdeñó a su interlocutor (que fue expulsado de la sala) y negó tener nada que ver con la represión. Pero por supuesto, no se desmarcó lo más mínimo de la dictadura venezolana.

Las propuestas del progresismo sólo pueden aplicarse plenamente violando los derechos de los individuos: la vida del ser humano en gestación, la propiedad privada, la libertad de expresión, la educación de los hijos según las propias creencias, la libertad religiosa, etc. Pero, para que aquellas ideas ganen influencia y permitan hacerse con el poder, es imperativo encubrir o edulcorar sus consecuencias. Esta es la función retórica del pero, maquillar la contradicción entre estar contra el terrorista y "comprenderlo", o lo que es lo mismo, oscurecer la conexión entre determinadas ideas y sus efectos. El progresista ama la libertad, nos dice, pero está en contra del "neoliberalismo salvaje". El progresista loa la familia (y a fe que no le gana nadie a nepotismo, cuando gobierna), pero no debemos reducirla sólo a su modalidad "tradicional". Y así sucesivamente.

Por supuesto, cuando el progresismo gobierna, las consecuencias acaban siendo difíciles de negar, pero para entonces ya ha conseguido convencer a la mayoría de que no son tan malas, e incluso de que se trata de "conquistas sociales". Así podrá seguir practicando el mismo juego de ir introduciendo sus cambios de mentalidad gradualmente.

Esto se ve perfectamente en la evolución de las concepciones morales de la izquierda. Se empezó defendiendo el concubinato y los métodos anticonceptivos, como si ello no tuviera consecuencias en la infancia y la natalidad... Hoy los homosexuales se pueden casar y adoptar niños en varios países; el aborto es legal en la mayoría, con pocas restricciones; y en Bélgica se acaba de aprobar la eutanasia infantil. Seguramente, si alguien hubiera anticipado estos desarrollos -estas consecuencias- en los años sesenta, habría sido tildado de reaccionario, oscurantista y loco, pese a que ya había minorías que defendían con franqueza tales cosas. Pero el progresismo dirigido al gran público se cuidaba mucho de hacerlo, fiel a su deliberada ceguera para las consecuencias.

En el futuro, estoy convencido de que los que entonces se llamarán progresistas defenderán abiertamente la pedofilia y la crianza colectiva y estatalizada de los niños, como ya lo hacen hoy unos pocos pervertidos. Me temo que se equivoca gravemente quien piense que el consentimiento adulto o la patria potestad son alguna especie de líneas rojas que nadie osará nunca franquear. Si la concepción del sexo como una actividad tan inocua y banal como el rascarse (dadas unas mínimas precauciones higiénicas y anticonceptivas) acaba por hacerse abrumadoramente mayoritaria (como ya casi lo es, gracias a la telebasura y a la charlatanería de psicólogos y otros "expertos"), y si las técnicas de fecundación artificial con óvulos y espermatozoides anónimos (es decir, sin padres y madres biológicos identificables) siguen progresando, sinceramente no le veo mucho porvenir a ninguna línea roja. Al menos, mientras el hábil uso del pero permita seguir traspasándolas.

domingo, 22 de junio de 2014

¿Democracia sin religión? Un libro notable

Acaba de publicarse ¿Democracia sin religión? El derecho de los cristianos a influir en la sociedad, M. Kugler y F. J. Contreras (eds.), Stella Maris, Barcelona, 2014.

Con aportaciones tan destacadas como las de Rocco Buttiglione, el cardenal Schönborn o Joseph Weiler, entre otras, esta obra colectiva debería ser ampliamente leída y comentada. Su contenido, en contra de lo que el título sugiere, no interesa sólo a los cristianos, sino a todas aquellas personas que observan con inquietud el triunfo del neomarxismo cultural, que reformula la lucha de clases mediante nuevas categorías de supuestos opresores y víctimas (mujeres, gays, etc.), como justificación para imponer una agenda elitista y totalitaria.

Tres grandes temas recorren, entrelazadamente, la quincena de ensayos que componen el libro: el análisis de la mentalidad anticristiana contemporánea y sus causas, los argumentos que permiten enfrentarse a ella y la actitud que deberían tener los cristianos ante los intentos de acallarlos.

El anticristianismo

Los ejemplos de acoso a los cristianos en Europa son numerosos: retirada de símbolos religiosos en el espacio público, veto a los cristianos para acceder a cargos políticos (como el sufrido por uno de los autores del libro, Rocco Buttiglione), querellas judiciales contra sacerdotes o predicadores por exponer sus creencias, restricciones a la libertad de conciencia de funcionarios y a la libertad de contratación de profesionales o empresarios por razones relacionadas con la moral cristiana, negación de la libertad de los padres de educar a sus hijos según sus convicciones religiosas, etc.

Estos ataques no serían comprensibles fuera de su contexto ideológico. Francisco José Contreras, coeditor del libro y autor de uno de los ensayos, se refiere al "consenso sesentayochista", la transformación de la cultura occidental que se inició hace cuatro décadas, y que rompió con las ideas tradicionales acerca de la familia y el sexo. Los cristianos serían vistos, desde ese punto de vista, como unos aguafiestas que se empeñan en señalar que las nuevas concepciones morales están lejos de ser liberadoras, y se convierten en cambio en fuente de sufrimiento para muchos. Michael Prüller coincide en esta interpretación: muchos odian al cristianismo porque de alguna manera sintoniza con la voz apagada, pero no del todo silenciada, de su conciencia; y en lugar de atribuir a esta el sentimiento de incomodidad, culpan a las ideas cristianas sobre el pecado de intentar crearles una "mala conciencia".

Ignacio Sánchez Cámara ve en las ideologías emancipatorias una nueva "religión política" (expresión utilizada por vez primera por Condorcet) que pretende fundir el poder temporal y el espiritual. Esto es algo propio de los peores totalitarismos, el comunismo y el nazismo. Charles J. Chaput sostiene que "el relativismo es ahora la religión civil y la filosofía pública de Occidente." Prüller pone de relieve el carácter "religioso" del nuevo ateísmo (Richard Dawkins, Christopher Hitchens), que ha sustituido la creencia en Dios por la creencia en la no existencia de Dios: "Y esta fe es, por supuesto, tan dogmática que compite con el cristianismo".

El relativismo conduce a una nueva concepción de la tolerancia (que Buttiglione denomina "tolerancia sin verdad"), la cual acaba negándose a sí misma, erigiendo un nuevo imperativo categórico: "que la máxima de tu conducta no colisione con la pretensión del otro de ser no lo que es, sino lo que desea o imagina ser." En este clima de susceptibilidad histérica, cualquiera puede sentirse ofendido por una opinión discrepante o crítica acerca de su modo de vida.

Prüller considera que la ideología de la no-discriminación, con su retórica casi irresistiblemente seductora, se ha convertido en un auténtico sucedáneo de la moral judeocristiana. Jakob Cornides desarrolla este punto, argumentando que el antidiscriminacionismo no sólo afecta a la Iglesia (que podría ser perseguida legalmente, en un futuro, por no ordenar sacerdotisas o negarse a casar homosexuales) sino que supone un auténtico vuelco del concepto de justicia, pues a partir de "estereotipos prefabricados de víctima y opresor" se pretenden justificar "medidas abiertamente discriminatorias", que impedirían a los cristianos practicar y expresar sus creencias. De ahí que no deba sorprendernos que la corrrección política haya sido adoptada con entusiasmo por los partidos neomarxistas.

Desde el momento en que los derechos se confunden con los deseos, como advierten R. P. George y W. J. Saunders, las declaraciones de derechos y las constituciones nacionales son interpretadas torticeramente de manera que cualquier derecho clásico, como el de la vida o la libertad de expresión, pueden ser conculcados. Javier Borrego ha ilustrado esto en su análisis del uso del Tribunal de Luxemburgo del concepto de "derecho a la vida privada".

Marguerite Peeters ha señalado el papel decisivo que la ONU ha tenido en la instauración de la "nueva ética global", basada en conceptos como "sensibilización", "no discriminación", "salud reproductiva" o "igualdad de género", y que al mismo tiempo ha proscrito del debate público venerables conceptos como "verdad", "el bien y el mal", "familia", "maternidad", etc. Según la autora, esta ideología, con su correspondiente neolengua burocrática, triunfó plenamente en los años 90 del pasado siglo, y en estos momentos no hace más que extender su influencia desde la élite supranacional que la impuso hasta el conjunto de la población.

Fe cristiana y argumentos racionales

El cristianismo es acusado por la nueva ética global de tratar de imponer prejuicios irracionales al resto de la sociedad. En realidad, las creencias cristianas pueden y deben ser defendidas racionalmente. Joseph Weiler apunta que la idea de que la religión debe relegarse al ámbito privado procede de establecer erróneamente una dicotomía entre fe y razón. En realidad, las creencias judeocristianas no sólo no son incompatibles con la modernidad, sino que esta no puede ser comprendida sin aquellas. Sánchez Cámara precisa que "los valores modernos no son opuestos al cristianismo; sólo lo son sus formas desviadas o degradadas."

Schönborn señala que nuestras concepciones de la dignidad humana y la libertad individual se basan en la idea del hombre creado a imagen de Dios. El arzobispo de Filadelfia Charles J. Chaput va más lejos al negar que los valores e instituciones demoliberales puedan sostenerse sin basarse en los principios morales cristianos. Prueba de ello sería la amplia aceptación del aborto en las últimas décadas: "sin un fundamento en Dios o en una verdad superior, nuestras instituciones democráticas pueden convertirse muy fácilmente en armas contra nuestra dignidad humana."

Michael Prüller cita a Orwell para plantear la divisoria entre la concepción trascendente de la dignidad humana y la concepción inmanente. Para el autor de 1984, la civilización occidental se fundó en parte sobre la creencia en la inmortalidad individual. "No hay duda de que el culto moderno al poder está vinculado al sentimiento del hombre moderno de que la vida aquí y ahora es la única vida que existe. Si la muerte es el fin de todo, se hace mucho más difícil creer que estás en lo justo incluso si te derrotan."

Rocco Buttiglione, en el ensayo más profundo del libro, distingue entre la "libertad menor" (estar libre de coerciones externas), cuyo deseo comparte el hombre con los animales, y la "libertad mayor", característica del ser humnano, que consiste en someter las pasiones y los instintos al gobierno de la razón. Según el profesor y político italiano, el sesentayochismo fue una ruptura con la tradición que condujo al olvido de la "libertad mayor", considerada como "represiva". Este olvido hace al hombre mucho más manipulable. Quien es esclavo de las pasiones, fácilmente lo será de otros hombres. Esta idea profundamente cristiana es a la vez la base de todo el racionalismo occidental.

Qué hacer

Los cristianos tenemos razones para defender nuestra visión de la existencia. El problema del relativismo imperante es que, como observa Buttiglione, "si no hay una verdad objetiva, entonces la fuerza sustituye a la verdad." ¿Qué debemos hacer ante los intentos de silenciarnos? Varios de los autores coinciden en que, por encima de la argumentación racional, la mejor demostración es el ejemplo, la vivencia auténtica de la fe. Weiler llega a afirmar que la forma ideal de defender la vida, más que el debate político, sería que hubiera "cientos de cochecitos de bebés delante de cada lugar de culto". Esto encierra una gran verdad, pero quisiera aquí hacer una reflexión personal, y después aprovecharé para añadir un par más.

Sin duda, los cristianos tenemos la obligación de dar ejemplo con nuestro modo de vida. Pero esto fácilmente puede interpretarse de una manera falaz. Se puede llegar a la conclusión de que cada vez que un cristiano, y especialmente si es un sacerdote, tiene un comportamiento indigno, el cristianismo pierde credibilidad. En realidad, esto no es así, porque el principio fundamental del cristianismo, después de la existencia de Dios, es que los seres humanos somos pecadores, es decir, imperfectos y débiles. No puede servir como pretexto que haya cristianos hipócritas o mediocres para condenar sus creencias y encima sentirse superior por ello. Sin embargo, este es uno de los errores más frecuentes de nuestro tiempo.

La segunda reflexión que me ha inspirado la lectura de este libro tiene que ver con el paralelismo entre el comunismo y la nueva izquierda. Durante la guerra fría, y aún en nuestros días, el principal gancho propagandístico del totalitarismo marxista consistía en mostrarse como lo más antitético al nacionalsocialismo, y al mismo tiempo en presentar como creíble un hipotético resurgimiento de este. Setenta años después de la derrota del nazismo, este recurso sigue siendo constantemente utilizado. Hace pocos días, en un programa de la cadena Telecinco se entrevistaba al dirigente del PSOE y activista gay Pedro Zerolo, que se encuentra enfermo de cáncer. (Aprovecho para desearle que supere pronto este difícil trance.) Una periodista le preguntó a Zerolo qué opinaba de quienes se amparan en la libertad de expresión para sostener que la homosexualidad puede tratarse psicológicamente (con el consentimiento del interesado, por supuesto). El político de origen venezolano sostuvo que la libertad de expresión no permite sostener ideas que podrían alentar a la violencia contra ciertos colectivos.

Por supuesto, este criterio, si se aplicase siempre con el rigor que se pretende en el caso concreto que nos ocupa, acabaría por completo con la libertad de expresión, pues cualquier crítica o discrepancia podría interpretarse como el primer paso para ejercer en el futuro la violencia contra determinados individuos. Pero la fuerza de esta forma de argumentar procede de la alusión más o menos tácita al trauma que el nazismo supuso para la conciencia europea. Avergonzados, comprensiblemente, de que el Holocausto haya tenido lugar en nuestro continente, la más leve alusión al horror de Auschwitz, por burdamente improcedente que sea, nos desconcierta y perturba hasta tal punto que dejamos de razonar con serenidad; y lo bueno es que la jugada funciona una y otra vez.

Hay que plantarse de una vez por todas ante esta manera miserable de banalizar lo que supuso el nacionalsocialismo. Quien critica el modo de vida homosexual, o cualquier otra conducta, no está defendiendo remotamente, sólo por ello, reabrir los campos de concentración, no está defendiendo perseguir ni vejar a ningún ser humano. Y en el caso de los cristianos, no sólo no están sugiriendo tales iniquidades, sino que desde su punto de vista están ejerciendo una obra de caridad hacia las personas de esa orientación sexual, tanto más meritoria cuanto que lo más fácil es darle a todo el mundo siempre la razón.

Por último, quiero acabar retomando el tema de la relación entre razón y fe. En uno de los artículos del libro, Gudrun Kugler señala que, frecuentemente, los cristianos hablan de cuestiones sociales sin mencionar su fe, con el loable fin de ofrecer argumentos válidos también para los no creyentes. La autora sugiere que eso puede ser en el fondo un error, pese a su respeto por "la tradición del derecho natural cristiano y su capacidad de explicarlo casi todo exclusivamente desde la razón", porque de alguna manera estamos hurtando a los no creyentes la posibilidad de abrirse a considerar la fe cristiana, de que se digan algo así como (y esto es mío, no una cita del libro) "vaya, una religión que defiende cosas en las que yo creo -como el valor de la vida, la familia, etc.- quizás no sea tan absurda después de todo".

Estoy de acuerdo con la conclusión de la autora, pero creo que, además, para acabar de aclarar la cuestión, es necesario señalar un cierto malentendido que subyace en la idea del iusnaturalismo. Si por derecho natural entendemos que las normas morales fundamentales son accesibles al entendimiento humano, estoy de acuerdo con ello. Pero pienso (y aquí avanzo una hipótesis desde mi ignorancia del tema) que la tradición del derecho natural tendió al error de sostener que las normas morales, no sólo eran racionalmente aprehensibles, sino independientes de la idea de Dios. Y esto creo que es un error. Porque la existencia de Dios es una tesis que puede sostenerse racionalmente, y es precisamente a partir de tal tesis que el concepto de la dignidad humana y del carácter sagrado de la vida son sostenibles, y no de ninguna otra forma.

Por tanto, cuando decimos que los cristianos debemos argumentar racionalmente, esto significa que para ello hay que empezar por el principio, mostrando las razones profundas (aunque no sean demostrativas) de la existencia de Dios, y a partir de ahí, todo lo demás. Un agnóstico que defienda la vida del no nacido y que comparta otras ideas con los cristianos, podrá seguir haciéndolo, podrá seguir siendo un aliado aunque nuestros argumentos sobre la existencia de Dios le parezcan deficientes o innecesarios. Incluso es posible que esas coincidencias en cuestiones morales le hagan replantearse un día su agnosticismo.

El cristianismo debe defenderse como un "paquete completo". Esto no nos tiene que impedir en absoluto llegar a acuerdos con quienes sólo se identifican con partes del mensaje. Pero además, sólo de esta manera podemos realmente hacer frente a las ideologías relativistas e inmanentistas, pues ellas no tienen ningún complejo a la hora de exponer su visión del mundo con total franqueza.

jueves, 19 de junio de 2014

La España que recibe Felipe VI

Un balance de los casi cuarenta años de reinado de Juan Carlos no es fácil. Es cierto que tenemos una democracia consolidada y que los españoles somos más ricos que en 1975, en términos absolutos. Pero el debe es muy gravoso, e incluso el haber requiere matizaciones.

Somos más ricos, sí, pero el crecimiento medio del PIB per cápita español en estas cuatro décadas (un 1,5 %) no ha sido precisamente espectacular. Hemos obtenido un aprobado raspado en este aspecto, y nada más. Basta observar la gráfica que aporta Jesús Fernández-Villaverde, en el enlace anterior, para darse cuenta de que la democracia no ha hecho más que prorrogar el crecimiento heredado del régimen de Franco.


Y si también es cierto que el sistema parlamentario está consolidado, cabe preguntarse a qué precio. Se ha laminado la independencia judicial, se han alcanzado indecentes cotas de corrupción estructural, se ha creado un oligopolio mediático que silencia cualquier mensaje que no encaje en la socialdemocracia o en el populismo de extrema izquierda...

El panorama adquiere un carácter desasosegante si enumeramos problemas aún más serios. Basta considerar dos datos objetivos: hoy nacen la mitad de niños que hace cuarenta años y la tasa de desempleo multiplica por cinco la que había en 1975.

La caída de la natalidad, el aumento de rupturas familiares o de formas de convivencia menos estables, el paro masivo y la degradación del sistema educativo son fenómenos relacionados estrechamente con el incremento del peso del Estado.

Un Estado sobredimensionado estrangula la capacidad de los ciudadanos para invertir, para consumir y para crear empleo. Y su intervencionismo omnipresente adormece el más elemental instinto de supervivencia, al oscurecer la percepción de que si no somos virtuosos, si no somos productivos y ni siquiera tenemos el número suficiente de hijos que nos vayan relevando a medida que envejecemos, ningún sistema político-económico tiene futuro.

Al formidable problema del estatismo se unen, por si fuera poco, los separatismos catalán y vasco, que amenazan con romper la unidad de España para sustituirla por al menos tres Estados tanto o más sobredimensionados que el actual que padecemos, aunque al mismo tiempo -inevitablemente- mucho más débiles en la escena internacional.

Quienes tenemos la misma edad que el nuevo rey, Felipe VI, sabemos por experiencia propia que hoy se vive en España mejor que hace treinta años. Nadie lo discute. Comparo las comodidades materiales de mis hijos con las que disfrutábamos nosotros a su edad, y el contraste es obvio. Pero durante nuestra infancia, España no era un concepto en entredicho y la población aumentaba. No soy persona para nada proclive a las nostalgias; solamente contemplo con inquietud la frivolidad con la que algunos pretenden que la convivencia y la prosperidad se pueden dar por sentadas, hagamos lo que hagamos -o incluso no haciendo nada.

sábado, 14 de junio de 2014

El evangelio perroflauta

La moral cristiana es extraña al pensamiento progresista dominante. Ante esto, caben lógicamente cinco actitudes básicas, que enumero:

1) La actitud apostólica, u original, que consiste en predicar el Evangelio con la palabra y el ejemplo, a fin de que las creencias cristianas triunfen desde abajo.

2) La actitud teocrática, de quienes defienden imponer mediante el poder político la moral cristiana al conjunto de la sociedad.

3) La actitud modernista; la de quienes, al contrario que los integristas, opinan que es la Iglesia la que debería "adaptarse a los tiempos", relajando o incluso invirtiendo sus concepciones morales disonantes con la mentalidad mayoritaria.

4) La actitud de perfil bajo, como se dice ahora, consistente en eludir hablar demasiado de los temas conflictivos (el aborto, el divorcio, etc.) y centrarse más en aspectos litúrgicos u otros.

5) La actitud kumbayá, que trata de compensar o hacerse perdonar los elementos más incómodos del mensaje cristiano adoptando posiciones supuestamente "progresistas" en temas sociales.

Sobre las tres primeras actitudes posibles espero ocuparme en una próxima entrada. Sólo diré que, en mi opinión, la única válida para un cristiano es la 1.

La actitud 4, del perfil bajo, está muy extendida entre el clero. En los últimos años, cualquier católico de misa dominical, al menos en España y otros países europeos, puede contar con los dedos de una mano, y aún le sobrarían cuatro, las veces que el sermón del cura ha hecho una leve alusión al aborto u otros temas morales controvertidos.

Algo parecido puede decirse de la quinta actitud, que he denominado con deliberada caricatura kumbayá. No es en absoluto nada raro que los clérigos, sean cuales sean sus ideas políticas, manifiesten sus preocupaciones sociales recurriendo, con decepcionante pereza intelectual, al lenguaje del progresismo que domina en los medios de comunicación.

El perfil bajo y la fraseología izquierdoide son hoy evidentes incluso en el Vaticano. El papa Francisco despertó esperanzas, en los ambientes progres, de que podría iniciar un cambio de rumbo modernizador. No parece que sea este el caso. Sí que resulta innegable que a Bergoglio le chifla caer simpático a los medios, y para ello, nada como cultivar cierta ambigüedad desconcertante en temas controvertidos de la moral católica, así como halagar las pasiones anticapitalistas y antiimperialistas del periodista occidental típico.

Un ejemplo claro lo tenemos en la entrevista que recientemente ha concedido el papa a La Vanguardia. El periodista, Henrique Cymerman, le prepara el camino al pontífice y este se deja llevar. Así, cuando se le plantea el tema de "la violencia en nombre de Dios" en Oriente Medio, evitando pudorosamente mencionar al islam, Francisco reconoce inmediatamente las reglas del juego, e incluso va un poco más lejos que el entrevistador: "Las tres religiones tenemos nuestros grupos fundamentalistas, pequeños en relación a todo el resto", dice el papa argentino, con una mal entendida imparcialidad.

No importa que en Siria, en Iraq, en Afganistán y en muchos otros lugares los musulmanes se maten entre sí, y de paso masacren siempre que puedan a los cristianos que encuentran por el camino, mientras que estos hace siglos que dejaron de perseguir al prójimo por intolerancia religiosa. Por no hablar del empeño en borrar a Israel del mapa. No, lo que queda bien es sugerir que en todas partes cuecen habas y que la verdadera amenaza no es el terrorismo islamista, sino el paro juvenil o el cambio climático, en el más puro estilo Zapatero.

Esta forma de proceder se torna ya francamente impertinente cuando a Bergoglio le preguntan su opinión sobre el antisemitismo. Dice que "suele anidar mejor en las corrientes políticas de derecha que de izquierda". Podríamos discutir el aserto señalando el sesgo antiisraelí que domina en las principales redacciones occidentales, unido a todos los sesgos izquierdistas imaginables, aunque seguramente se nos replicaría que eso no hay que confundirlo con el racismo antisemita. Pero lo que resulta digno de nota es que, a escasas semanas del asesinato de cuatro ciudadanos judíos en Bruselas, por obra de un yijadista, el máximo líder católico se descuelgue con una observación tan trivial.

El momento culminante de la entrevista llega cuando Cymerman le pregunta al papa "¿qué puede hacer la Iglesia para reducir la creciente desigualdad entre ricos y pobres?" Partiendo de esta falsa premisa (pues sencillamente no es verdad que la desigualdad haya crecido en el mundo en las últimas décadas), Bergoglio empieza a emitir sentencias más propias de un Miguel Ángel Revilla desatado en un show de Telecinco, o de un Pablo Iglesias en La Sexta, que de un dirigente espiritual serio. Reproduzco algunas de sus afirmaciones intercalando mis comentarios:

"Está probado que con la comida que sobra podríamos alimentar a la gente que tiene hambre. (...) Creo que estamos en un sistema mundial económico que no es bueno."

Se puede jugar con las cifras todo lo que se quiera, para demostrar que el problema del hambre es una mera cuestión de mala administración, aunque lo cierto es que ninguna actividad económica es eficiente al 100 %. Pero se diga lo que se diga, para solucionar el hambre en el mundo de manera definitiva ante todo hay que producir más alimentos. Esto es lo que realmente está contribuyendo de manera sostenida, desde hace muchos años, a reducir el número de muertes por desnutrición. Seguramente podemos hacer que este proceso sea más rápido, disminuyendo trabas al comercio, a la propiedad privada de la tierra y a los cultivos transgénicos; pero esto es justo lo contrario de lo que pretenden quienes condenan el capitalismo global.

"Y ahora también está de moda descartar a los jóvenes con la desocupación. (...) descartamos toda una generación por mantener un sistema económico que ya no se aguanta, un sistema que para sobrevivir debe hacer la guerra, como han hecho siempre los grandes imperios (...) se fabrican y se venden armas, y con esto los balances de las economías idolátricas (...) que sacrifican al hombre a los pies del ídolo del dinero, obviamente se sanean."

El empleo de un término como descartar (análogamente al término exclusión), sugiere sutilmente la operación de agentes malignos que por alguna oscura razón obtienen algún beneficio del paro juvenil. En realidad, la principal causa comprobada de este problema se halla en legislaciones inspiradas en ideales protectores, como el salario mínimo y la imposición de cotizaciones sociales, que perjudican a los demandantes de empleo con menos experiencia, así como a los menos cualificados.

Pero en fin, sostener que el sistema económico mundial sólo sobrevive vendiendo armas en guerras provocadas a tal efecto supera ya lo intelectualmente admisible en un papa católico. ¿Insinúa Bergoglio que conflictos como los de Siria, Ucrania o Afganistán han sido encendidos por la industria armamentística? ¿Pretende que creamos que las exportaciones de armas son responsables de la mayor parte del crecimiento económico de los países desarrollados? Las chorradas de tal calibre están bien para una arenga de Nicolás Maduro, para una película de Oliver Stone, o para una tertulia de taberna, pero en absoluto son dignas de una autoridad religiosa.

Estamos acostumbrados a que artistas, científicos y escritores utilicen una retórica fantasiosa para condenar el neoliberalismo y el imperialismo. Pero del líder de los católicos yo espero mucha menos ligereza, incluso en temas que no son doctrinales. Para repetir los bulos ideológicos y los topicazos populistas que tenemos que soportar todos los días en los medios de comunicación no hace falta ninguna entrevista al papa. Cualquier perroflauta del montón se las apaña perfectamente.

domingo, 8 de junio de 2014

La verdadera batalla

Mi admirado Luis del Pino ha dicho en Twitter que "la batalla no es entre derecha e izquierda, sino entre arriba y abajo". Derecha e izquierda son vocablos equívocos; no digamos ya arriba y abajo. Sin embargo, si entendemos por estos dos pares de términos lo que creo que es lícito entender, debo decir que discrepo totalmente del aserto de Don Luis, o al menos de la forma en que se ha expresado. Expongo a continuación mis razones.

En todas las civilizaciones conocidas ha existido un poder político, es decir, una estructura estatal, compuesta por un determinado número de individuos que, en mayor o menor grado, pretenden monopolizar la violencia. En este sentido, siempre ha habido un arriba y un abajo, y probablemente siempre lo habrá. Dicho resumidamente, en toda sociedad, incluidas las de pedigrí más democrático, hay unos pocos que mandan y una gran mayoría que obedece. (Véase Pío Moa, (y III): Liberalismo y democracia.)

En cuanto a la derecha y la izquierda, resulta más difícil, si no imposible, llegar a una definición que sea aceptable para todos. En lugar de ello, propondré la mía, para lo que deberé extenderme con algunas consideraciones históricas generales. Aquí distinguiré entre las ideologías y los grupos que pretenden representarlas. A estos últimos me referiré como la derecha y la izquierda realmente existentes, o abreviadamente, como la derecha y la izquierda reales.

La izquierda ideológica se caracteriza por justificar un poder político más fuerte, con el fin de remediar las injusticias sociales. En este sentido, la izquierda es en esencia antiliberal, es decir, cree que el fin de la justicia social justifica los medios del poder político ilimitado, o poco limitado, al contrario que los liberales, que defienden un Estado reducido (que no es lo mismo que débil) y contrapesos y trabas que reduzcan su tendencia a invadir las vidas de los individuos: separación de poderes, derechos humanos, propiedad privada, etc.

Históricamente, la derecha ideológica surgió en Europa como una reacción contra la izquierda. ¿Significa esto que la derecha será, por tanto, liberal? La realidad es bastante más complicada. Al principio, la derecha defendió el régimen anterior a la Revolución Francesa, no por consideraciones liberales, sino por apego a la monarquía absoluta, a la aristocracia y al clero. En cambio, en sus orígenes, la izquierda usó los argumentos liberales para criticar al Antiguo Régimen.

Sin embargo, la inversión de papeles se dio ya muy tempranamente, en la propia Revolución Francesa. Muchos entre los que habían denostado los autoritarismos antiguos, se mostraron pronto como acérrimos apologistas de nuevas tiranías, mucho más despóticas. Y aunque siguió existiendo la derecha nostálgica del trono y el altar, las mentes más lúcidas, como Tocqueville, comprendieron tempranamente que la verdadera derecha (en el sentido de lo más contrario a la izquierda) era el liberalismo.

Cabe añadir a esto que pocos años antes de los acontecimientos de Francia, en las trece colonias británicas de América había estallado una Revolución, esta sí de carácter netamente liberal. Hoy en día, quienes se inspiran más coherentemente en los principios que defendieron los Padres Fundadores de los Estados Unidos suelen ser los conservadores del Partido Republicano, es decir, la derecha.

Pero para que las cosas no sean tan fáciles, en el período entre las dos guerras mundiales surgió un nuevo tipo de derecha antiliberal, el fascismo. Esta ideología había mimetizado el antiliberalismo de la izquierda comunista, añadiendo sus elementos nacionalistas y racistas característicos. El fascismo fue derrotado en la Segunda Guerra Mundial por una alianza entre las potencias liberales y la totalitaria Unión Soviética, pero la paz duró poco, y pronto se inició la guerra fría entre ambas. En este conflicto, que con sus períodos de mayor y menor tensión duró hasta la caída del Muro de Berlín en 1989, la izquierda ideológica reafirmó su antiliberalismo de una manera muy hábil, apoyando a las dictaduras marxistas (o mostrando una equidistancia exquisita entre el mundo capitalista y el comunista) y al mismo tiempo agitando el espantajo del fascismo, al que trató de presentar como una amenaza mucho más temible que el propio arsenal nuclear de Moscú, con gran éxito propagandístico. (Véase el clásico de Jean-François Revel, El conocimiento inútil.)

Para acabar de complicar aún más las cosas, la izquierda actual ha conseguido también enmascarar en parte su carácter antiliberal con aportaciones del sesentayochismo. (Véase Nueva izquierda y cristianismo, de F. J. Contreras y D. Poole.) Las reivindicaciones de emancipación sexual propias del feminismo, el abortismo y el homosexualismo confunden a no pocos liberales, que las interpretan fácilmente como demandas de mayor libertad individual y tolerancia.

En realidad, bajo este aparente liberalismo subyacen evidentes intentos de coartar la libertad de enseñanza, la objeción de conciencia, la libertad religiosa e incluso, como es patente en el caso del aborto, el derecho a la vida. Por ello, sigue siendo válido afirmar que la izquierda es la forma predominante de antiliberalismo de nuestro tiempo, y que la derecha más lúcida es, en consecuencia, la liberal, y en especial, la liberal-conservadora, que no se deja engatusar por los cantos de sirena de falsos discursos emancipatorios.

Cuestión distinta es la derecha real. Esta, sobre todo cuando gobierna, olvida con frecuencia su supuesto liberalismo, por razones bastante comprensibles: quien disfruta del poder político no tenderá de buena gana a establecer estrictas limitaciones a ese poder. Las concesiones que la derecha real hace a la izquierda en muchos aspectos (mantenimiento de un extenso sector público, legislación intervencionista y políticas de "género") no se explicarían solamente por el conocido complejo de inferioridad que padece frente a la izquierda, sino por razones estructurales de fondo: el poder tiende a ser por sí mismo "progresista", es decir, estatista. Dicho con más exactitud: la ideología que mejor sirve hoy a los intereses del estatismo es la izquierda, el progresismo.

Volvamos a las palabras de Luis del Pino. Como vimos, para él la batalla no es entre izquierda y derecha. Si nos referimos a la derecha y la izquierda reales, esto puede tener su parte de verdad, por lo que acabamos de decir. Pero tampoco sería justo decir que existen una única izquierda y una única derecha reales. Por limitarnos a la última, el PP no es ni mucho menos toda la derecha. En las últimas elecciones, un partido que defiende claros principios liberal-conservadores (Vox), ha obtenido un cuarto de millón de votos.

Tengo la impresión de que Luis del Pino se ha referido a las ideologías, más que a unos determinados partidos. Y en este sentido no puedo estar más en desacuerdo con él. ¿Qué puede haber más importante en política que el conflicto entre quienes propugnan más Estado y quienes desean lo contrario?

Luis del Pino añade seguidamente que lo importante es la lucha entre los de arriba y los de abajo. Por sus mensajes anteriores, está claro que por los de "arriba" se refiere a la "casta política", expresión hoy de moda, y que sinceramente me parece excesivamente manipulable, una derivada del "todos los políticos son iguales". Basta sustituir en esta oración "políticos" por cualquier otro colectivo profesional (periodistas, médicos, decoradores, etc.) para percatarse de su carácter injusto y absurdo.

Como he dicho antes, en toda sociedad civilizada hay unos pocos que mandan y una mayoría que obedece. Pero ello no sería posible si no fuera porque una gran parte de la población reconoce como legítima y conveniente semejante situación. Y esto en una democracia es todavía más evidente. Los políticos que supuestamente forman una casta endogámica no estarían allí si no fuera porque los ciudadanos los hemos votado. Puede que engañados o autoengañados, pero lo cierto es que lo hicimos libremente.

Una batalla entre los de abajo y los de arriba nunca terminará con los de arriba, sino que simplemente sustituirá a un minoría dirigente por otra. Lo que nos interesa a la mayoría es que el poder de esa minoría esté limitado por las leyes, las instituciones y las costumbres. Y es la izquierda quien con más efectividad consigue hacer olvidar a la gente la importancia vital del imperio de la ley y el papel no desdeñable de la tradición, para salvaguardarnos de los abusos de los gobernantes. Un mensaje que difumine estos conceptos, apelando a las emociones ("el pueblo unido jamás será vencido", etc.), rara vez contribuye a luchar contra dichos abusos, sino todo lo contrario: históricamente ha servido casi siempre para renovarlos y agudizarlos.

jueves, 5 de junio de 2014

El juego debe terminar

Hay muchas razones para rechazar la ruptura de España que propugnan los nacionalistas catalanes. Pero sólo una es definitiva e incontestable para mí. No quiero que Cataluña se separe del resto de España porque me siento español y amo a España como a algo mío.

Sin Cataluña, España se vería gravemente menguada. Perdería siete millones de habitantes, perdería una parte considerable de su territorio, de sus costas, de su río más largo. Perdería Barcelona, perdería la Sagrada Familia, perdería Montserrat, perdería industria, comercio y turismo, perdería peso internacional y prestigio. Y perdería una parte considerable de las posibilidades inmensas que atesora, aunque una década de gobiernos mediocres las estén desaprovechando miserablemente. Pero diez años no son nada en una nación con tantos siglos de historia.

A cambio, Cataluña no ganaría absolutamente nada. La Costa Brava seguiría estando en su sitio, el Ebro también, Barcelona seguiría siendo Barcelona, el Producto Interior Bruto catalán seguiría siendo (en el escenario más optimista) el mismo, y probablemente la población soportaría impuestos parecidos a los actuales, si no más altos. Sólo ganarían los gobernantes catalanes: en poder, en impunidad y en arrogancia, si cabe.

En realidad, los catalanes no sólo no obtendríamos ningún beneficio, sino que también perderíamos. Y no me refiero a la caída del PIB o a la salida de la Unión Europea, sino a cosas a la larga mucho más importantes y más difícilmente reversibles. Los catalanes perderíamos nuestra capital, Madrid; perderíamos el Museo del Prado, El Escorial, la Catedral de Burgos, la Alhambra, Santiago de Compostela, el casco antiguo de Cáceres y todo ese patrimonio del que cualquier español, sea del norte o del sur, del interior o del litoral, se puede sentir legítimamente orgulloso, a diferencia de un turista extranjero.

Se puede tratar de negar o desdramatizar esta pérdida aludiendo a la condición de los catalanes de ciudadanos europeos, o incluso de ciudadanos del mundo. Pero entonces ¿por qué esa obsesión por la separación? Si consideran que es tan poco importante ser español, francés o alemán, ¿por qué empeñarse en ser sólo catalanes, que sería todavía más irrelevante?

Se ha hablado mucho de las consecuencias económicas de la secesión, de que Cataluña quedaría fuera de la Unión Europea, de que sufriría una contracción catastrófica del PIB, de que no podría pagar las pensiones. Todo esto sin duda es cierto, pero a los nacionalistas, incluso aunque en su fuero interno lo admitan, no les disuade de sus intenciones, porque están acostumbrados a pensar a largo plazo. Llevan treinta años esperando este momento, y no les importará esperar otros tantos a que Cataluña supere el trauma económico de la independencia; que por lo demás, muchos de ellos esperan no sufrir en sus carnes, por su cercanía al poder.

A los nacionalistas de verdad no los vamos a convencer. Su mezquino odio a España, su falta absoluta de grandeza, su cerril provincianismo les impiden identificarse con aquella. Pero la mayoría de los catalanes no son realmente nacionalistas, es decir, pueden despertar del sueño independentista a poco que recuerden que España es también algo suyo, y se den cuenta de que unos irresponsables tratan de devaluar, de infligir un serio daño al patrimonio común.

Se ha dejado a los separatistas que vayan demasiado lejos. Desde el momento que se puso fecha a un referéndum ilegal de autodeterminación, e incluso se conocen planes para la declaración unilateral de independencia, la autonomía debería haber sido suspendida, y los miembros del gobierno de la Generalitat, acusados de sedición y procesados. El separatismo se puede defender en democracia, pero no se puede tolerar que se conspire para imponerlo por medios inconstitucionales. Que traten de convencer democráticamente (ellos que tanto hablan de democracia y del derecho a decidir) a una mayoría de los españoles, desde Asturias hasta Cádiz, para que apoyen una reforma constitucional que permita la secesión de una comunidad autónoma: este es el único método legítimo, y por supuesto irrealizable, porque jamás habrá una mayoría de españoles que apruebe la desmembración de su patria.

La pasividad del Gobierno de la Nación frente a la Generalitat merece los calificativos más severos. Pero todavía se está a tiempo de actuar con contundencia. No hace falta esperar una nueva provocación de los secesionistas. La coronación de Felipe VI supone un refuerzo de la jefatura del Estado, y un punto de inflexión tras el cual el gobierno debería tomar las medidas necesarias, con el fin de terminar con el peligroso juego iniciado por una cuadrilla de políticos irresponsables. Los separatistas deben saber que España es algo demasiado importante para jugar con ella, y que quienes la amamos estamos definitivamente hartos de ellos.

miércoles, 4 de junio de 2014

La democracia de los muertos

El dirigente socialista valenciano Ximo Puig se ha preguntado, inspirándose en Thomas Jefferson, "hasta qué punto una nueva generación puede estar atada por lo que decidió la anterior". Él mismo se ha respondido que "cada generación debería decidir qué modelo de sociedad quiere".

Puig, a menos de 48 horas de la abdicación del rey Juan Carlos, se refiere, evidentemente, al modelo de Estado. Estos días nos tocará escuchar estupideces morrocotudas como la de Xavier Sala, que sostiene que la monarquía es profundamente antidemocrática. Bien, que vaya a decirles a británicos, belgas, holandeses, daneses, suecos y noruegos que todavía no se han enterado de lo que es la democracia. Pero a mí no me interesa demasiado la cuestión de monarquía o república, sino otra mucho más amplia y trascendente.

No deja de resultar irónico que Puig se apoye en la autoridad de Jefferson, uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos, nación cuya constitución (incluyendo la mayoría de enmiendas más importantes) tiene una vigencia de más de doscientos años. Bien es cierto que hasta 1920 la constitución americana no reconoció el voto femenino, y que la última enmienda (de carácter técnico) es de fecha tan tardía como 1992. Pero en lo esencial, e incluso en detalles muy característicos, el sistema de república presidencialista y de eficaz separación de poderes no ha variado en dos siglos. ¿Viven por ello los estadounidenses oprimidos bajo el peso de sus antepasados?

Quizá formulando otras dos preguntas se entenderá la verdadera naturaleza del problema: ¿es válido que un gobierno elegido democráticamente decida cambiar el sentido de una institución de muchos siglos de antigüedad como es el matrimonio? O ¿sería válido que un territorio de España se separara del resto porque así lo deseara una relativa mayoría del censo electoral de esa región?

Chesterton sostuvo que la tradición no sólo no es incompatible con la democracia, sino que es la "democracia de los muertos". (Ortodoxia, IV.) Negar validez a las opiniones de nuestros antepasados no es profundizar la democracia, sino restringirla a los vivos, "esa oligarquía reducida y arrogante que sólo por casualidad sigue hollando la tierra", como en otros tiempos se restringía a los varones o a las clases pudientes.

Esto puede parecer una boutade, a las que por otra parte era tan aficionado Chesterton. ¿Qué pintan los muertos en la sociedad? ¿Por qué deberíamos tener en cuenta el censo de los cementerios? Desde luego, los difuntos (sean por causa natural o asesinados, como las víctimas del terrorismo) tienen una clara desventaja respecto a los vivos, y es que no pueden ejercer el derecho de sufragio, ni siquiera manifestarse. En esto se parecen a los seres humanos concebidos y aún no nacidos: se promulgan leyes que deciden dentro de qué plazos o circunstancias es lícito matarlos en el vientre materno, sin que evidentemente los más interesados puedan aportar su opinión, ni se les conceda tiempo para que un día lleguen a tenerla.

Lo cierto es que quien empieza por no respetar la voluntad de un muerto, porque el finado no puede defenderse, no respetará tampoco la voluntad o el interés de nadie que no tenga medios físicos para hacerse respetar. Una sociedad que desprecia todo compromiso con sus antepasados es una sociedad envilecida, que sólo respeta la fuerza, el poder fáctico, aunque se suela denominar con eufemismos demoscópicos.

No confundamos el respeto a las tradiciones patrias con el inmovilismo. Nadie en sus cabales pretende que cualquier ley deba ser inmutable. Pero sin una cierta permanencia de lo fundamental; sin el freno de leyes, usos y costumbres; sin esa humilde grandeza de quien sabe reverenciar a sus mayores, las democracias pronto degeneran en regímenes populistas. Los cuales, dicho sea de paso, casualmente son siempre republicanos.

domingo, 1 de junio de 2014

Un país libre

Un país libre, donde la gente puede prosperar con su esfuerzo y su talento sin que el gobierno se interfiera en sus asuntos.

Un país donde los gobernantes no prometen paraísos, ni profieren amenazas, ni azuzan la división.

Un país donde los niños aprenden a amar a su patria, sin fanatismo y sin complejos, y donde no se les adoctrina contra la familia ni contra el mercado libre.

Un país donde un embarazo es una buena noticia y donde los médicos veneran el juramento hipocrático.

Un país donde los jueces son independientes y anteponen la ley a cualquier consideración "social".

Un país donde los terroristas y quienes les apoyan deben esconderse y callar, mientras que los que están en contra de ellos pueden hablar libremente, en toda circunstancia.

Un país donde no tiene posibilidades de gobernar, ni las tendrá nunca, un partido como Podemos.