sábado, 26 de abril de 2014

El encanallamiento de España

Una encuesta recién publicada por el Pew Research Center muestra las opiniones morales de los habitantes de un variado grupo de cuarenta países, entre los que se incluye España. Los encuestadores han preguntado a miles de personas de los cinco continentes si creen que el aborto, las infidelidades matrimoniales, el divorcio o la homosexualidad, entre otros temas, son moralmente aceptables, inaceptables o no son cuestiones morales.

Conviene señalar el inevitable sesgo ideológico que introducen encuestas como estas.

Tratar del aborto junto a la moral sexual, el juego y el consumo de alcohol ya supone, voluntaria o involuntariamente, una cierta toma de postura implícitamente proabortista. Uno puede tener ideas más o menos conservadoras en materia sexual, pero al final, se trata de lo que personas adultas hagan con sus vidas. En cambio, en el tema del aborto está en juego la vida de terceras personas indefensas, los seres humanos en gestación.

Es cierto que los proabortistas niegan el carácter personal de un ser humano hasta una determinada semana de embarazo. Pero pasar por alto esta cuestión supone una tácita aceptación de los argumentos abortistas, sin necesidad siquiera de exponerlos.

Sin duda, esto es lo mejor que les puede pasar a los abortistas, porque en definitiva, sus pobres argumentos se reducen siempre a lo mismo, a proponer definiciones ad hoc de persona para poder excluir de ellas a los seres humanos embrionarios o incluso en fase fetal.

Para que el aborto se pudiera tratar junto a los otros temas mencionados, sin con ello estar orientando sutilmente las respuestas, deberían incluirse preguntas análogas sobre la pedofilia o la esclavitud. El encuestador, sensatamente, da por sentado que las personas decentes no consideran estos temas siquiera discutibles. Pero por lo visto, sí debe ser discutible la moralidad de un genocidio anual de millones de seres humanos no nacidos.

Por otra parte, una expresión como "moralmente inaceptable" no es lo suficientemente precisa, pues según la cultura a la que pertenezca el encuestado, puede tener connotaciones muy distintas. Por ejemplo, en algunos países la gente piensa que es correcto perseguir e incluso condenar a muerte a los homosexuales. Un occidental, por el contrario, generalmente retrocederá horrorizado ante la idea de que se persiga a las personas por su orientación sexual. Pero ello no significa, necesariamente, que piense que la homosexualidad es una conducta perfectamente equiparable a la heterosexualidad, ni que tenga que estar de acuerdo con que cambiemos la definición de matrimonio para incluir las uniones de personas del mismo sexo. La encuesta tiende (lo reitero: no sé si de manera deliberada o no) a dividir el mundo entre las personas de "ideas avanzadas", y todas los demás, juntas y revueltas.

Por último, este tipo de ejercicios demoscópicos, al referirse a las creencias morales sin aludir a su plasmación en la conducta objetiva, favorecen la idea de que la moral es algo subjetivo. Puedo preguntarle a alguien si la infidelidad matrimonial le parece moralmente admisible. Y a continuación, puedo preguntarle si él o ella ha sido siempre fiel a su pareja. La respuesta a la primera pregunta no presupone en ningún caso la respuesta a la segunda, como se desprendería del mero hecho de que hubiéramos considerado necesario hacer las dos. En cambio, cuando omitimos la segunda pregunta, de algún modo estamos sugiriendo que ya está contenida en la primera. Esto significa que la gente tenderá a considerar automáticamente como moralmente aceptable lo que se ajusta a su conducta, es decir, que no existen principios independientes de lo fáctico, salvo en nuestra subjetividad.

Subyace aquí un cierto malentendido muy extendido. La mentalidad moderna considera que sería hipócrita plantear un determinado nivel de exigencia moral que uno mismo (o al menos la mayoría de la gente) no pueda cumplir en cualquier circunstancia. Pero la hipocresía es afirmar algo que no creemos; no tiene nada que ver con la distancia entre nuestros principios morales y nuestros actos. Existe hoy una tendencia casi irresistible a superar esa tensión entre el deber y el ser aboliendo el sentimiento de culpa y diciéndonos que aquello que no podemos lograr, sin un cierto esfuerzo de autodisciplina, no puede ser moralmente exigible.

A juzgar por los datos de la encuesta, los españoles nos hallamos totalmente bajo el influjo de esta mentalidad, que contrasta con dos milenios de sabiduría católica sobre el pecado, la tentación, el arrepentimiento y el perdón. Una comparativa entre los resultados medios de los cuarenta países y España se muestra en la siguiente gráfica, que he elaborado a partir de ellos:


Los españoles desaprueban mayoritariamente la infidelidad, probablemente porque su idea de ella apenas tiene ya nada que ver con el mucho más exigente concepto de adulterio, prácticamente borrado de la consciencia colectiva. Para ser fiel basta con no tener a la vez más de una compañía sexual, lo que es compatible con coleccionar una distinta al año, al mes o a la semana.

Son también los españoles campeones mundiales en lo que consideran -equivocadamente- "tolerancia" hacia la homosexualidad. (Sólo se puede tolerar lo que se desaprueba.) Significativamente, nos siguen de cerca los alemanes. Esto sugiere que el lobby gay ha triunfado implantando la noción de que la desaprobación moral de la homosexualidad es sólo el primer paso para tratar a los homosexuales como hacían los nazis, falacia que causaría los mayores estragos en el pueblo más deseoso de lavar sus culpas al respecto.

Los españoles son además quienes menos desaprueban moralmente el divorcio, y también el país católico (después de Francia) más permisivo con las relaciones sexuales entre solteros y con el uso de anticonceptivos. Insisto: la encuesta habla de las creencias, no de las conductas. En todas partes, hombres y mujeres tratan de practicar el sexo por encima de normas e instituciones, desde que el mundo es mundo. Pero no debemos olvidar que la moral y la estadística son cosas distintas.

El fruto más desgraciado de la ruptura con la moral tradicional es la proliferación del aborto. Los hispanoamericanos lo consideran inaceptable en igual o superior medida que la media de cuarenta países. En Italia, lo condenan más del 40 % de los ciudadanos. Incluso un 44 % de los rusos, tras setenta años de adoctrinamiento ateo, sigue desaprobando que se mate a seres humanos en el vientre materno. En nuestro país sólo lo ven mal un 26 %, uno de cada cuatro ciudadanos.

Con frecuencia se alude a la ley del péndulo para explicar este fenómeno. España habría pasado del nacionalcatolicismo al encanallamiento actual en virtud de ese principio. Creo que hay algo de cierto en esta idea, aunque su formulación en términos mecánicos resulte especialmente miope. No se trata de que exista una especie de fuerzas históricas a las cuales los individuos no podríamos sustraernos. Los hechos morales sólo pueden tener una explicación moral, salvo que neguemos la esencia misma de la moralidad. Los españoles hemos roto con nuestra tradición, nos hemos avergonzado durante años de nuestro pasado, al amparo de un acomplejado antifranquismno retrospectivo que no es más que la cobertura de una hispanofobia que arrasa con todo, remontándose hasta los mismos orígenes cristianos y visigóticos de la nación.

Una nación, como un individuo, debe plantearse objetivos arduos, que la obliguen a superar el nivel de la mediocridad. Nadie dijo nunca que la moral católica fuera fácil. No es seguro en absoluto que los países que con mayor claridad desaprueban el aborto o la promiscuidad sexual, sean los más consecuentes en sus costumbres. Sí es seguro que se respetan mucho más a sí mismos, pues no renuncian a tratar de ser mejores de lo que son.