miércoles, 16 de octubre de 2013

Vacaciones o pensiones

Sólo hay dos formas de gozar de un cierto nivel de renta tras dejar de trabajar: mediante lo que se ha ahorrado durante la vida laboral, o mediante aportaciones directas o indirectas de quienes están trabajando. Cualquier otro sistema de pensiones sólo puede consistir en alguna combinación de esos dos.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad (incluyendo lo que suele denominarse prehistoria), el segundo método ha predominado absolutamente. Los viejos, en cuanto eran incapaces de seguir trabajando en la caza, la agricultura o en oficios artesanos, pasaban a ser mantenidos por sus familiares, básicamente los hijos. Sólo con el desarrollo de la economía monetaria empezó a existir la posibilidad de que un campesino o un trabajador manual (no sólo un monarca o un terrateniente) ahorrara en previsión de la vejez.

Con el auge de la socialdemocracia, sin embargo, se volvió al sistema de aportaciones, esta vez indirectas, gestionadas por el Estado, que las obtiene a través de la cotizaciones sociales de los trabajadores. ¿Este sistema es mejor o peor que el del ahorro? En principio, ambos son igualmente válidos, en la medida en que permiten obtener el mismo resultado. Sin embargo, todo indica que lo ideal es una combinación de ambos. Por un lado, no todo el mundo puede siempre ahorrar lo suficiente, pese a haber trabajado durante muchos años, por lo que algún tipo de aportación de la familia, de asociaciones o del Estado será necesaria, al menos en parte. Pero por otro lado, el ahorro personal es lo único que garantiza realmente el disfrute de una renta de jubilación. El método de las aportaciones puede fallar, tanto si es directo (porque los familiares se desentiendan de uno) como si es indirecto, porque el gestor de las aportaciones sea despilfarrador o corrupto, o porque la proporción de trabajadores en activo se reduzca debido al envejecimiento demográfico. Esto último es lo que amenaza con colapsar los sistemas de pensiones de países como España, tal como ha mostrado Juan Ramón Rallo con un "gráfico del terror", que vale más que mil palabras.

Obsérvese que los problemas e insuficiencias de ambos métodos tienen una raíz moral. Los viejos lo pasarán mal si han sido malgastadores en su juventud, si sus hijos no cuidan de ellos, si las autoridades económicas son irresponsables, o si la gente se vuelve demasiado hedonista para asumir la tarea de tener los hijos suficientes, que garanticen al menos el reemplazo generacional. Argumentos supuestamente razonables para tener sólo un hijo o ninguno no faltan, pero contrastan con las elevadas tasas de fecundidad de épocas pasadas en las que existían muchas mayores dificultades.

Culpar a los políticos de la crisis del sistema de pensiones es sólo parcialmente justo. Unos políticos negligentes o despilfarradores suelen ser el reflejo de una sociedad en la cual tales defectos, y probablemente también los demás que he enumerado, son comunes, en todos los niveles. En cualquier caso, es obvio que los problemas no se resolverán, salvo momentáneamente, exigiendo al Estado que provea unos recursos que sólo pueden proceder (descontado el ahorro privado) de las rentas del trabajo. Si no hay suficientes trabajadores, el único medio de mantener el nivel de renta de quienes no trabajan es exprimir más a los primeros.

La solución, por tanto, sólo puede ser moral, lo que suele expresarse como un "cambio de mentalidad". Sólo cuando la gente deje de pensar que percibir la pensión de jubilación u otras prestaciones sociales es no sólo algo por supuesto legítimo y seguramente merecido, sino además un "derecho" que debe garantizarse incluso en contra de las matemáticas; sólo cuando abandonemos definitivamente la superstición interesada de los derechos sociales, la gente se dará cuenta de que asegurarse la vejez es una cuestión de previsión (lo que va unido a las virtudes de frugalidad y austeridad), de tener descendencia, de mantener la unión familiar y de saber transmitir estos principios morales, unidos al del respeto a los mayores. Sólo cuando dejemos de pensar exclusivamente en las próximas vacaciones (es un decir), puede que por añadidura nos sea concedido alcanzar un cierto bienestar material en la vejez. O al menos que nuestro hijo único no nos recluya en un asilo para que no le estropeemos las vacaciones.

domingo, 13 de octubre de 2013

Cómo hemos llegado a esto

Se supone que vivimos en una sociedad donde el nivel de alfabetización roza el 100 %. Una sociedad donde hay acceso universal a la educación primaria y secundaria, donde hay total libertad de expresión y de circulación de ideas, donde cualquiera puede acceder a información prácticamente ilimitada apretando un botón en su ordenador o en su teléfono móvil. Y donde, por ahora, siguen sin faltar los métodos tradicionales, como leer la prensa del bar o escuchar la radio, por no hablar de la tele omnipresente. Vivimos, se supone, en una sociedad donde es posible debatir y argumentar sobre lo que se quiera, y donde todo el mundo puede participar en cualquier debate, mediante cartas a los periódicos, blogs y redes sociales.

Pues bien, siendo todo esto así, resulta que un buen día, unas lunáticas deciden transmitir un mensaje de la siguiente manera: Se pintan en su torso una frase criminal y cretinoide como "El aborto es sagrado" e interrumpen, gritando desnudas, una sesión del Congreso de los diputados. Y se sienten orgullosas de su hazaña.

Su objetivo, desde luego, es muy claro: que se hable de ellas. Y esto desde luego lo han conseguido, incluyendo, muy a su pesar, al autor de este blog. ¿No sería mejor ignorarlas? El dilema es perverso: o bien replicamos intelectualmente la mamarrachada (con lo cual, involuntariamente, estamos de algún modo elevando su categoría) o bien la despreciamos, con lo cual permitimos que cada vez haya menos sitio en el espacio público para otras cosas que no sean la grosería, la estupidez y la canallada. Una opción puede ser tomárselo todo a guasa, componiendo sátiras lo suficientemente mordaces. Pero aunque esto sin duda es necesario y saludable, no me parece suficiente, pues puede transmitir la impresión de que no hay aquí un problema serio. Y desgraciadamente sucede todo lo contrario: actos como el referido son un síntoma de una degradación del debate público que viene de muy lejos, pero que por momentos parece no tener fondo. Ignoro hasta dónde podemos llegar en cuanto a zafiedad e imbecilidad, pero debemos preguntarnos con todo el rigor que sea posible cómo hemos llegado hasta aquí, si queremos empezar a revertir la situación.

Hay una cosa que está clara. Si para que se hable de alguien es necesario desnudarse y gritar frases que no superan el nivel de la subnormalidad, esto significa que todos esos medios y recursos comunicacionales a los que me refería están completamente infrautilizados. Tenemos más posibilidades que nunca para debatir racionalmente sobre todo lo humano o lo divino: sobre si la vida es sagrada, como defendemos los católicos, basándonos no sólo en nuestra fe en la Escritura y el magisterio de la Iglesia, sino en siglos de pensamiento cristiano, desde Agustín a Ratzinger; o si por el contrario todo valor moral es meramente convencional, como aseguraban los antiguos sofistas y Bertrand Russell. Sin embargo, el debate (por así llamarlo) se centra en si es correcto o no que unas energúmenas interfieran en pelotas en el parlamento.

Naturalmente, muy poca gente lee a Russell, y menos aún, posiblemente, a San Agustín. En el mejor de los casos, la gente lee columnas de opinión escritas por periodistas e intelectuales que es más probable que hayan leído al primero, e incluso a veces también al segundo, aunque no me hago excesivas ilusiones. Pero en estas columnas (al igual que en la mayoría de tertulias de radio y televisión) rara vez se vislumbran remotamente las fuentes del pensamiento clásico y contemporáneo. En general son ejercicios más o menos brillantes de distinción grosera entre un nosotros y un ellos, en los cuales ellos son, por supuesto, la derecha cavernícola y patriarcal. En definitiva, los intelectuales, en lugar de tratar de elevar el nivel intelectual de las masas, lo que han hecho es rebajarse a la pobre idea que tienen de ellas, en un claro ejemplo de círculo vicioso que sólo sirve para alimentar la degradación tanto de la masa como de la supuesta élite.

El resultado no es que las energúmenas tengan su minuto de gloria (que también), sino que cada año son abortados en España (aunque el problema es ciertamente mundial) unos cien mil nonatos. Y en parte hemos llegado a esto porque los intelectuales han hecho dejación de sus funciones, limitándose a transmitir "mensajes" y consignas que no requieren apenas esfuerzo, y que además son agradables y halagadores para muchos. Después de todo, puede que no haya tanta diferencia entre los gritos de cuatro guarras enseñando las tetas y las tonterías que a diario pronuncian y escriben, desde tribunas privilegiadas y en horario de máxima audiencia, personas indignas de los puestos que ocupan en la sociedad.

Beatificación en Tarragona