domingo, 14 de julio de 2013

Carga de profundidad contra el cientifismo ateo

En una rápida inspección por una librería española cualquiera, nos la encontraremos bien provista de obras de Richard Dawkins (El espejismo de Dios), Christopher Hitchens (Dios no existe, Dios no es bueno), Daniel Dennett y otros autores defensores del ateísmo, además de los clásicos, tan reeditados como sobrevalorados, de Bertrand Russell (Por qué no soy cristiano) o éxitos editoriales como Mentiras fundamentales de la Iglesia católica, donde el periodista tarraconense Pepe Rodríguez nos ofrece un refrito de la literatura escéptica sobre el Nuevo Testamento (la otra no existe, al parecer) para demostrarnos que Jesús fue un simple profeta que no se consideró a sí mismo Hijo de Dios, ni quiso fundar la Iglesia, ni siquiera una nueva religión. Cosa que han sostenido los críticos del cristianismo y de la Iglesia desde siempre, empleando los argumentos de moda en cada época. Para Renan, la aparición de Jesús a San Pablo fue una insolación; Charles Guignebert, en El cristianismo antiguo, habla de alucinaciones colectivas y otras especulaciones más propias de la verborrea seudocientífica del final de Psicosis, de Hitchcock -verdadero destrozo de la película- que de cualquier manual actualizado de psiquiatría; por no hablar del manoseado recurso a los mitos paganos y orientales, que lo mismo sirven para un roto que para un descosido, para "explicar" la virginidad de María que la Resurrección.

Por el contrario, las obras de Richard Swinburne (La existencia de Dios), John Polkinghorne (Science and Creation: The Search of UnderstandingBelief in God in an Age of Science) o Francisco J. Soler Gil (Dios y las cosmologías modernas), además de los clásicos de G. K. Chesterton (Por qué soy católico) o C. S. Lewis (Mero cristianismo), entre otros agudos apologistas del teísmo y del cristianismo, suelen brillar por su ausencia (cuando están siquiera traducidas), o se hallan en las estanterías durante escasas semanas después de alguna reedición, como es el caso de Ortodoxia, de Chesterton, aparecida recientemente en una nueva traducción de la editorial Acantilado.

Por qué se produce este desequilibrio, sería un tema de harto interés, en el que ahora no tengo tiempo para entrar. Pero no hay duda de que existe, y que las principales bazas del ateísmo consisten en haber difundido con extraordinario éxito ciertas ideas fundamentales, entre las cuales destacan las siguientes:

1) El teísmo es una idea irracional y primitiva, que la ciencia moderna ha desacreditado definitivamente.

2) El teísmo es un instrumento de opresión de tiranos, castas sacerdotales o de la clase dominante (el "opio del pueblo" de Marx).

3) El teísmo es una mera ilusión que viene a realizar "los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad". (Freud, El porvenir de una ilusión.)

La tercera afirmación, paradójicamente, está siendo rebatida por su propio éxito. La popularidad actual del agnosticismo y el ateísmo (al menos en Occidente) confirma que se puede vivir sin ideas claras acerca del sentido de la vida, de la supervivencia de nuestra identidad personal tras la muerte o de la existencia de Dios. Mucha gente se encuentra aparentemente a gusto con el ateísmo o el indiferentismo. Se diría que, por alguna razón, esos supuestos deseos ancestrales de la humanidad han dejado de surtir efecto en una parte de la población. Y por ello mismo cabe cuestionarse que las creencias religiosas puedan explicarse sin más por la mera operación de un mecanismo psicológico. En la medida en que un solo contraejemplo pueda falsar una hipótesis, puede servir mi experiencia personal (he sido agnóstico durante la mayor parte de mi vida, antes de retornar a la fe católica), que tiene más que ver con un sentimiento de maravilla y, sobre todo, de gratitud, que de irreprimibles ansias de inmortalidad o de justicia cósmica.

La segunda afirmación ha sido refutada por la historia de la manera más cruel. Pues si la religión ha podido ser un instrumento al servicio de los poderosos, no es menos cierto que las ideologías ateas o irreligiosas han servido no sólo para oprimir a millones de seres humanos, sino para exterminarlos, en una escala acaso desconocida antes del siglo XX. Si el poder utiliza ideológicamente lo que tiene más a mano en cada época y lugar, difícilmente puede constituir el criterio para discriminar entre creencias verdaderas y falsas.

Nos resta considerar la primera afirmación, posiblemente la de mayor éxito mediático e intelectual. Podríamos descomponerla en dos. Por un lado, la idea ahistórica de que el teísmo es una concepción primitiva, y por otra, aunque relacionada con ella, la concepción según la cual la ciencia moderna ha rebatido la existencia de Dios.

La idea de un único Dios, creador del universo, es cualitativamente distinta de la que manejaron muchas culturas antiguas, que postulan en sus mitologías la existencia de un caos original. Incluso se ha discutido que esa idea esté ya perfectamente fijada en el libro del Génesis. Lo que es innegable es que, de manera sistemática, no fue formulada hasta principios de nuestra era por los primeros pensadores cristianos, como Agustín de Hipona. Esta sistematización se produjo tras más de cinco siglos de filosofía griega, durante los que se había llegado a sostener gran variedad de concepciones del mundo, incluyendo el materialismo atomista y el más radical escepticismo. La doctrina de la creación se estableció, pues, en una etapa de plena madurez de la historia del pensamiento. No es una elaboración de pueblos cazadores ágrafos, que acostumbran a imaginar entidades animistas relacionadas con lugares, animales o fenómenos meteorológicos, sino de las élites intelectuales de culturas avanzadas como la hebrea, la griega y la romana, con elevada capacidad de abstracción.

Pero las ciencias empíricas, se nos dirá por fin, con indisimulada impaciencia, han demostrado que o bien Dios no existe, o que es una hipótesis innecesaria. A la difusión de esta idea contribuyen divulgadores de la ciencia y hasta científicos de primera línea, como Stephen H. Hawking. Sin embargo, se trata de una tesis sencillamente falsa. Los resultados de la física, la biología o la neurología en absoluto proporcionan algún tipo de base nueva para el viejo materialismo ateo. Incluso podemos afirmar lo contrario, que han aportado (sobre todo desde el campo de la cosmología) argumentos inéditos en favor de la doctrina de la creación (teorías del "ajuste fino"). Lo decisivo es que, en cualquier caso, no es lícito ni intelectualmente honrado confundir las conclusiones científicas con sus interpretaciones. Tal aserto elemental, pero constantemente olvidado, es desarrollado con deslumbradora solvencia por el profesor de la Universidad de Bremen, Francisco José Soler Gil, en un libro recién publicado, Mitología materialista de la ciencia, un manual imprescindible para todo aquel que quiera contrarrestar con rigor las banalidades periodísticas que se han apoderado de la cuestión desde hace ya demasiado tiempo, y encima escrito por un autor español, lo que viene a compensar en algún grado el hispánico desequilibrio bibliográfico del que hablaba al principio.

El volumen de Soler Gil es una impagable obra de caridad para todos aquellos que acostumbramos a clasificarnos "de letras", al ponernos al día sobre los debates más sofisticados en el terreno de la teoría de la evolución, de las neurociencias, la física cuántica y la cosmología, con pasmosa habilidad pedagógica. Particularmente interesante es su dictamen sobre las teorías conocidas como del "diseño inteligente". Para el autor, el gran error de estas teorías es que de manera implícita presuponen que la teoría de la evolución es incompatible con el teísmo, cosa por completo equivocada. De paso, todos aquellos que pretenden mezclarnos a los teístas católicos con ciertas ramas integristas del protestantismo de la América profunda, quedan tajantemente desautorizados.

Más allá del carácter informativo del libro (que por sí solo hace de su lectura una fecunda experiencia), lo que cabe destacar ante todo en el pensamiento de Soler Gil es su concepción del teísmo, o doctrina de la creación, como una teoría indisolublemente ligada al racionalismo. En esto, creo detectar el provechoso influjo de Ratzinger, quien en su Introducción al cristianismo, capítulo 4, define la materia como un ser "que no se autocomprende". En cambio, lo esencial de la teología cristiana, que se halla ya en el proemio del Evangelio de Juan, opta por el polo de la autocomprensión. Dice Ratzinger, en el lugar citado:

"La fe cristiana es ante todo una opción por el primado del Logos y en contra de la pura materia. Cuando decimos 'creo que Dios existe', afirmamos también que el Logos, es decir, la idea, la libertad y el amor no están al final [como un producto azaroso de la evolución], sino también al principio (...) Es decir, la fe es una opción que afirma que el pensamiento y el sentido no sólo son un derivado accidental del ser, sino que todo ser es producto del pensamiento, es más, en su estructura más íntima es pensamiento."

Pues bien, si alguien, apresuradamente, pudiera llegar a la conclusión de que estas palabras del anterior papa constituyen alguna especie de retórica vacua, la lectura del libro de Soler Gil sería un eficaz antídoto contra tal impresión. El autor arranca del hecho fenomenológico primario, nuestra experiencia de lo mental y lo material. Y es desde este hecho insoslayable que se plantea la cuestión sobre la realidad primera, el fundamento de todo: "es en este punto -señala Soler- donde se produce la bifurcación entre materialismo y teísmo." (p. 19). Presentada así la cuestión en toda su radicalidad, Mitología materialista de la ciencia nos muestra con riguroso análisis los argumentos de la primera opción que pretenden estar respaldados por la ciencia, dejando al desnudo toda su debilidad interna. Si el lector no es creyente, pero sigue creyendo en la razón, quizá debería leer este libro para empezar a preguntarse: "¿Y si, después de todo...?"