lunes, 29 de julio de 2013

La magnífica novela de Pío Moa

A pesar de la felicidad que me ha deparado la lectura de novelas, soy reticente ante este género literario, desde hace bastante años. El día tiene 24 horas, y las lecturas pendientes sobre temas filosóficos o con implicaciones filosóficas se me acumulan hasta el punto de que realmente no tengo tiempo para interesarme por peripecias imaginarias. Bien es verdad que los editores, como si estuvieran pensando en personas como yo, gustan mucho de adornar las virtudes de las obras de ficción que publican con alusiones a su carácter de "profunda reflexión sobre la condición humana" y otras fórmulas por el estilo, que permiten abrigar al potencial lector la esperanza de que, por el mismo precio, adquirirá entretenimiento para unos días y además una visión más sabia de la existencia. Esto, en la inmensa mayoría de los casos, es pura mercadotecnia. Las novelas son novelas, y la filosofía es filosofía.

Por supuesto, hago excepciones, y de vez en cuando selecciono meditadamente alguna obra de ficción, que suelo disfrutar hasta el extremo de plantearme mi régimen de lecturas. Es el caso de Sonaron gritos y golpes a la puerta, de Pío Moa. Bien es verdad que, pese a la simpatía ideológica que me inspira el autor, no fui de los primeros en abalanzarse a las librerías para hacerme con su primera novela. Un historiador y ensayista puede ser altamente competente en su especialidad, hasta notable prosista, y perfectamente negado para la narrativa de ficción, para la creación. Son dos cosas totalmente distintas. Incluso he de decir que no me atraía mucho el título elegido por Moa, que sigue sin convencerme. Pero sea como fuere, poco antes de iniciar unas breves vacaciones, descubrí en la librería de un conocido centro comercial la reedición en rústica de Sonaron gritos... Y me lo compré con la deliberada intención de poder ventilarme las ochocientas páginas del volumen en mi período de descanso. Cosa que he llevado a cabo según el plan previsto.

Hay que decir que se trata de una grandísima novela, hábilmente escrita, con personajes con los que uno se encariña hasta el extremo de que experimenta cierta sensación inconfundible de leve nostalgia cuando concluye la lectura, y de algún modo tiene que despedirse de ellos. Creo que esto es lo mejor que se puede decir de una obra de este género, y lo cierto es que desde la niñez, con pocas me ha ocurrido algo semejante. Muchas grandes novelas, en teoría literariamente superiores a esta que reseño, las he concluido con considerable esfuerzo, otras las he abandonado. Pero los personajes de Moa están vivos, uno quiere saber qué les ocurrirá (o qué les ha ocurrido, en los casos en los que se pierde su pista, al menos momentáneamente) incluso en el caso del narrador y protagonista, Alberto Roig, que por razones obvias sabemos que tiene que salir con vida de todas sus aventuras. He dicho aventuras, y no por descuido. Si no pidiéramos nada más a un libro, este desde luego cumpliría con creces: se trata de una magnífica lectura para el verano, una novela fundamentalmente -repito- de aventuras. Sabíamos ya de la buena prosa de Moa; ahora se nos confirma como un excelente narrador.

Un acierto fundamental del libro es su planteamiento. Su concepción como unas memorias, que en el capítulo 1 y el excelente epílogo nos remiten a nuestro presente, nos lo hacen leer no como una pretenciosa novela histórica al uso (muchas de las cuales ni siquiera son válidas desde el punto de vista de esta disciplina) sino como una obra resueltamente de ficción, aunque el contexto no lo sea, y se aluda a acontecimientos y personajes reales. Dicho de otro modo, todo aquel que no sea aficionado a las novelas históricas, puede leer esta perfectamente, porque aunque aquí la historia comparezca en su forma más elevada de meditación sobre el sentido de una época, el autor ha antepuesto el interés narrativo a cualquier pedantería, que por lo demás él no necesita, porque para eso está su obra de carácter científico.

Aunque toda la novela se lee con verdadero goce, en mi opinión lo mejor de ella es la segunda parte, dedicada a las vivencias del protagonista en Rusia, alistado en la División Azul. Se trata de un relato clásico de aventuras bélicas, con mucho realismo y con una evocación del paisaje muy bien conseguida, lo que por otra parte es uno de los ingredientes más sabrosos de este tipo de literatura. (No vean lo que he disfrutado, mientras me acariciaba la brisa vespertina de la playa, siguiendo a Alberto, a Paco, a Contreras y a Crates por los bosques nevados de Rusia.)

Por si fuera poco, el autor ha logrado algo que no todos los relatos similares saben hacer, a pesar de que es esencial: los diálogos filosóficos de los protagonistas son, en contra de lo que se pudiera pensar, otro ingrediente absolutamente clave de cualquier relato de aventuras. Lo que realmente hace que una peripecia cualquiera sea una aventura, es que los personajes nos lo hagan sentir como tal, y a tal efecto, que reflexionen al hilo de lo que les pasa. A veces, en algunas obras, esto resta verosimilitud a la acción, pero su carencia la convierte en algo romo, como esas películas de Hollywood que, aunque a veces partan de un buen guión, acaban degenerando en la mera descripción alimenticia de una persecución trufada de tiros, explosiones y destrozos varios. Moa ha logrado, creo yo, una de las cosas más difíciles: hacernos pensar y entretenernos. Y desde luego, con un buen "guión".

Por supuesto, no voy a revelar el final de la novela, pero sí diré que, casi desde el principio, lo barrunté, aunque no en los detalles, claro. Tras la magistral segunda parte de los episodios en Rusia, hay algún momento en que la tercera y última parte, sin perder interés, parece correr el riesgo de convertirse en una especie de epílogo desmesuradamente largo, quizás por el contraste entre la épica de los combates en Rusia y las escaramuzas de espionaje menos sensacionales en el Madrid neutral durante la Segunda Guerra Mundial (atmósfera que por otra parte no carece de atractivo "romántico"). Pero pronto cobra la narración un nuevo impulso, resuelto en el no totalmente inesperado (al menos para mí) desenlace, el cual permite redondear una novela que seguramente volveré a leer, cosa que con muy pocas de esta extensión he hecho.

Hay un tema que resulta de considerable interés, más allá de las valoraciones literarias. Y es si podemos considerar al protagonista, Alberto (que utiliza también los nombres falsos de Gregorio y de Félix), como un alter ego ideológico del autor, de Pío Moa. Desde luego, no lo parece biográfico, dado que Moa militó en su juventud en la extrema izquierda, y el narrador desde la adolescencia sostiene un lúcido anticomunismo. Pero sí lo parece bastante en sus ideas: La misma valoración de la historia, de la guerra civil, la revolución, del franquismo, la posguerra, el papel internacional que debería tener España, la misma simpatía hacia la cultura católica, desde una posición sin embargo agnóstica y no exenta de crítica hacia los errores políticos del clero. Todo esto son temas que dan para hablar largo y tendido, lo que dejo para otra ocasión.

Por último, no puedo evitar expresar un temor, y es que la saludable incorrección política de esta novela dificulte su difusión. Aunque suene a tópico, en este caso el carácter totalmente a contracorriente de toda la obra de Moa es patente, y si en otros casos se alaba lo que suelen ser topicazos y vulgaridades infumables como supuestamente "transgresores", aquí no hay duda de que el autor va en serio en su independencia de criterio. Y esto no le será perdonado. Necesitamos muchos Píos Moa, no para estar necesariamente de acuerdo con todas sus opiniones (aunque yo no disimulo que lo estoy en grado muy alto) sino para restablecer de una puñetera vez la dignidad del pensamiento en estos tiempos de cobardía y molicie, contra los cuales Sonaron gritos y golpes a la puerta es un vibrante y bello alegato. Leedlo sin prejuicios; sólo podrá haceros bien, penséis como penséis.

jueves, 25 de julio de 2013

La explicación del misterio del universo

Antonio Ruiz de Elvira es el físico de guardia de El Mundo. Un tío que lo mismo te explica lo que va a subir el nivel del mar de aquí al 2050 por culpa del cambio climático, que atribuye el descarrilamiento del tren de Galicia a un "error de diseño". Claro, como no le consultaron a él para el trazado de la vía... Me sorprende que no le pregunten también acerca del origen del universo, de dónde venimos y a dónde vamos. Supongo que respondería algo así como lo siguiente:

"Muy fácil, las leyes de la física cuántica son claras al respecto. Estaba la nada un día tan tranquila, cuando le dio un pasmo, y ya tenemos aquí la singularidad inicial. De ahí al Big Bang, fue todo uno. Luego vino la síntesis de los elementos en las estrellas y así surgió el carbono, lo que permitió el origen de la vida y la aparición de los primeros afiliados al PSOE y al PP. Luego se fundirá la Antártida por culpa del CO2 humano, pero tranquilos, enseguida el sol engullirá la tierra y no habrá problemas por el exceso de humedad. Para entonces la humanidad habrá creado un supercomputador gigante, con los recuerdos de los grandes hombres, como Einstein o Ruiz de Elvira, y se iniciará una nueva era, donde no habrá entropía ni desigualdades sociales ni guerras, sino un plácido aburrimiento que concluirá en una muerte digna autoinducida y de nuevo en la nada absoluta."

Hay tíos que son unos imbéciles acabados, por muy temprano que se levanten, y muchos títulos que decoren las paredes de su despacho. Y no señalo a nadie.

Las 4 Reglas Sagradas de la Playa

De estricta observancia para todo aquel que se quiera salvar:

1) La hora: Jamás irás a la playa antes de las 5 de la tarde. Esta regla, la más fundamental de todas, variará naturalmente según la latitud y estación. (Aquí está referida a los meses de julio y agosto, en el noreste peninsular.) Lo esencial es que, salvo que uno quiera jugar a la ruleta rusa con el cáncer de piel y además sea un masoquista contumaz, tomar el sol es una práctica que sólo puede entenderse como un síntoma de la decadencia occidental.

2) El lugar: Evitarás playas masificadas. Tener al vecino a unos cuatro o cinco metros es el mínimo soportable en un entorno civilizado. Esta regla no es difícil de cumplir en las horas permitidas por la Primera Regla y en playas de localidades costeras no excesivamente turísticas, que los guiris sólo visitan para ver algún monumento o museo, los días con nubosidad.

3) El equipo: Obligatorias la sombrilla y la silla plegable con respaldo. Tumbarse sobre una toalla es otra costumbre social que sólo puede interpretarse como una de las señales del Apocalipsis. Un individuo nativo del viejo Mediterráneo, además de huir del sol estival como de la peste (ya lo disfruta la mayor parte del año), acude a la playa con su siestecita de media horita ya hecha. No busca el embotamiento de los sentidos, sino por el contrario, alcanzar un delicado equilibrio entre la sensualidad de la brisa marina y el goce intelectual de sus reflexiones o lecturas inspiradas en el rumor eterno de las olas. El equipo se completará con algo de prensa o -mucho mejor- algún buen libro, en edición rústica, para que no pese demasiado. Una nevera bien provista de cervezas roza ya la excelencia, aunque tampoco conviene ir cargado como una mula en el trayecto de ida y vuelta al coche o apartamento.

4) El baño: Debe desterrarse por completo, y de una vez por todas, la práctica del crol fuera del deporte profesional. Este tipo de movimientos espasmódicos, consistentes en batir el agua aparatosamente aunque sólo sea para desplazarse cinco o seis miserables metros, forma parte de los estragos causados por la pedagogía imperante en los cursillos de natación infantiles, donde tienen a los críos aburridos durante horas dando patadas al agua, cuando podrían estar aprendiendo a nadar, simplemente. Para hablar con toda franqueza: en el 99,99 % de los casos, y aunque resulte duro decirlo, estos niños no van a ser futuros Phelps. El crol para aficionados no es más que la enésima concesión al nefasto mito del Buen Salvaje, dado que fue copiado en Europa de diversos pueblos aborígenes de América y Oceanía, que seguramente lo emplearían sólo para alcanzar antes el territorio de la tribu vecina y mearse en sus tótems sagrados, antes de salir por piernas, esquivando flechas y vehementes menciones a sus antepasados.

Obedeciendo fielmente estas reglas, no sé si usted evitará la condenación eterna, pero sí al menos el infierno de las playas atestadas a las horas de pleno sol. Y puede que hasta conozca momentos de una rara felicidad.

martes, 23 de julio de 2013

Sueño de una entrevista de verano

Anoche, zapeando ante el televisor. En TV3 aparece Josep Carreras, entrevistado por Albert Om (sí, el mismo que le reía las gracias a Rubianes cuando se cagaba en la p... España). Están hablando de la leucemia que le diagnosticaron en 1987 (¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!) y otras cosas, en lugares y estancias distintos, plácidamente; suben a un barco de recreo en un lago suizo, comen en casa con sus hijos, recuerdan cuando estos eran pequeños, las largas ausencias del padre por sus compromisos profesionales... Ignoro si el programa es una repetición, cosa probable en estas fechas. Pronto (no en vano estamos en TV3) la entrevista se desliza hacia el tema nacionalista. Om la conduce con habilidad, intentando que no parezca que le pone las palabras en la boca a Carreras, con dudoso éxito, aunque el gran tenor se deja querer. El entrevistador señala la imagen de catalán que siempre ha proyectado Carreras en todo el mundo, a lo que este asiente halagado, aunque señala que no tiene nada en contra de su pasaporte español. Es un punto de inflexión. Om se la juega -claro, con la red del programa grabado- y le pregunta a bocajarro: "Ets independentista?" Carreras queda por unos segundos indeciso, como si el carácter directo, casi a traición, de la pregunta le hubiera sorprendido. Finalmente, se envalentona: "Sí, sóc sobiranista". Y añade que no tiene por qué esconderlo. (¡Como si en estos días quienes se escondieran en Cataluña fueran precisamente los separatistas!) El entrevistador se ha apuntado un tanto, otro más, sin duda, de su programa de entrevistas a personalidades.

El sueño me empieza a vencer. Quizás me he dormido un minuto. Ahora el entrevistado es otro (se confirma que están reponiendo viejos programas), un personaje que me suena mucho, pero que no consigo identificar. ¿Un escritor? No me importa demasiado. De nuevo, el entrevistador conduce hábilmente la charla. Llega el momento en que hay que definirse. "¿Eres independentista?" Y aquí la cosa empieza a ponerse interesante: "No, és clar que no." Om mira a su entrevistado con gesto serio, con el ceño fruncido, esperando una explicación, como si hubiera pronunciado alguna grosería; qué sé yo, como si hubiera dicho que le preocupa más la corrupción política que las emisiones de CO2 a la atmósfera. Y se explica, en efecto.
-Es que yo creo que España es una gran nación, de casi dos mil años, y sencillamente me sabría mal (em sabria greu) que se disgregara. No veo que los catalanes ganáramos nada con ello, ni por supuesto los españoles en su conjunto.
-Entonces, ¿no crees que Cataluña sea una nación?
-Bueno, creo que está desde hace tiempo en proceso de serlo. Pero es que esa no me parece la cuestión. Incluso aunque admitiéramos que Cataluña fuera una nación (y desde luego, tiene algunos rasgos nacionales), no entiendo por qué eso implica tener un estado propio. Esto es una superstición política. Creo que uno puede sentirse perfectamente catalán, o perfectamente vasco o gallego, y no por ello querer separarse de España, o no sentirse también español. ¿Cuál es el problema?
-Quizás sea porque el estado español no te deja ser plenamente catalán -apunta Om con tono sarcástico, como si hubiera dicho que quizás las noches son oscuras porque no hay sol.
-Esta es otra cosa que yo pongo en cuestión, que me parece otra superstición, como lo de las balanzas fiscales. Podemos jugar con los números todo lo que queramos, podemos sentirnos ofendidos porque en algunos edificios ondean banderas españolas o hay rótulos en castellano. También hay gente que se empeña en ofenderse ante un crucifijo en un espacio público. Quien quiera sentirse víctima de una opresión, lo tiene siempre muy fácil. Basta imaginar una sociedad pura, donde no haya ningún elemento que me desagrade, donde pueda reconocerme en cada detalle, para que cualquier cosa, por ridícula que sea, pero que me aleje de esa imagen, me resulte odiosa y casi insoportable. Creo que deberíamos estar ya más que escarmentados de esos sueños de pureza.
-Tú debes ver mucho esos programas de Madrid en que comparan a los catalanes con los nazis... -el tono de Om es ya francamente ofensivo.
-Pues sí, a veces los veo, aunque últimamente, en que sólo se habla de Bárcenas, las tertulias políticas me aburren. Pero la gente olvida que los nazis, antes de lanzarse al exterminio de los judíos, fueron un partido político cuyas técnicas de propaganda no eran esencialmente distintas de las que utilizan ciertos partidos y gobiernos en las democracias actuales. Crear la imagen de un enemigo, erigido en único obstáculo para el paraíso terrenal de los arios o los catalanes...
-Ho sento, però això no t'ho puc tolerar! L'entrevista s'ha acabat. -Om, visiblemente alterado, se levanta del sofá y se dirige a la cámara, haciendo el gesto imperativo de cortar con unas tijeras. En este momento, siento que alguien me está sacudiendo el brazo. Es mi mujer:
-Te has dormido; venga, vámonos a la cama ya. -No puedo menos que aceptar su sensata propuesta.

domingo, 14 de julio de 2013

Carga de profundidad contra el cientifismo ateo

En una rápida inspección por una librería española cualquiera, nos la encontraremos bien provista de obras de Richard Dawkins (El espejismo de Dios), Christopher Hitchens (Dios no existe, Dios no es bueno), Daniel Dennett y otros autores defensores del ateísmo, además de los clásicos, tan reeditados como sobrevalorados, de Bertrand Russell (Por qué no soy cristiano) o éxitos editoriales como Mentiras fundamentales de la Iglesia católica, donde el periodista tarraconense Pepe Rodríguez nos ofrece un refrito de la literatura escéptica sobre el Nuevo Testamento (la otra no existe, al parecer) para demostrarnos que Jesús fue un simple profeta que no se consideró a sí mismo Hijo de Dios, ni quiso fundar la Iglesia, ni siquiera una nueva religión. Cosa que han sostenido los críticos del cristianismo y de la Iglesia desde siempre, empleando los argumentos de moda en cada época. Para Renan, la aparición de Jesús a San Pablo fue una insolación; Charles Guignebert, en El cristianismo antiguo, habla de alucinaciones colectivas y otras especulaciones más propias de la verborrea seudocientífica del final de Psicosis, de Hitchcock -verdadero destrozo de la película- que de cualquier manual actualizado de psiquiatría; por no hablar del manoseado recurso a los mitos paganos y orientales, que lo mismo sirven para un roto que para un descosido, para "explicar" la virginidad de María que la Resurrección.

Por el contrario, las obras de Richard Swinburne (La existencia de Dios), John Polkinghorne (Science and Creation: The Search of UnderstandingBelief in God in an Age of Science) o Francisco J. Soler Gil (Dios y las cosmologías modernas), además de los clásicos de G. K. Chesterton (Por qué soy católico) o C. S. Lewis (Mero cristianismo), entre otros agudos apologistas del teísmo y del cristianismo, suelen brillar por su ausencia (cuando están siquiera traducidas), o se hallan en las estanterías durante escasas semanas después de alguna reedición, como es el caso de Ortodoxia, de Chesterton, aparecida recientemente en una nueva traducción de la editorial Acantilado.

Por qué se produce este desequilibrio, sería un tema de harto interés, en el que ahora no tengo tiempo para entrar. Pero no hay duda de que existe, y que las principales bazas del ateísmo consisten en haber difundido con extraordinario éxito ciertas ideas fundamentales, entre las cuales destacan las siguientes:

1) El teísmo es una idea irracional y primitiva, que la ciencia moderna ha desacreditado definitivamente.

2) El teísmo es un instrumento de opresión de tiranos, castas sacerdotales o de la clase dominante (el "opio del pueblo" de Marx).

3) El teísmo es una mera ilusión que viene a realizar "los deseos más antiguos, intensos y apremiantes de la Humanidad". (Freud, El porvenir de una ilusión.)

La tercera afirmación, paradójicamente, está siendo rebatida por su propio éxito. La popularidad actual del agnosticismo y el ateísmo (al menos en Occidente) confirma que se puede vivir sin ideas claras acerca del sentido de la vida, de la supervivencia de nuestra identidad personal tras la muerte o de la existencia de Dios. Mucha gente se encuentra aparentemente a gusto con el ateísmo o el indiferentismo. Se diría que, por alguna razón, esos supuestos deseos ancestrales de la humanidad han dejado de surtir efecto en una parte de la población. Y por ello mismo cabe cuestionarse que las creencias religiosas puedan explicarse sin más por la mera operación de un mecanismo psicológico. En la medida en que un solo contraejemplo pueda falsar una hipótesis, puede servir mi experiencia personal (he sido agnóstico durante la mayor parte de mi vida, antes de retornar a la fe católica), que tiene más que ver con un sentimiento de maravilla y, sobre todo, de gratitud, que de irreprimibles ansias de inmortalidad o de justicia cósmica.

La segunda afirmación ha sido refutada por la historia de la manera más cruel. Pues si la religión ha podido ser un instrumento al servicio de los poderosos, no es menos cierto que las ideologías ateas o irreligiosas han servido no sólo para oprimir a millones de seres humanos, sino para exterminarlos, en una escala acaso desconocida antes del siglo XX. Si el poder utiliza ideológicamente lo que tiene más a mano en cada época y lugar, difícilmente puede constituir el criterio para discriminar entre creencias verdaderas y falsas.

Nos resta considerar la primera afirmación, posiblemente la de mayor éxito mediático e intelectual. Podríamos descomponerla en dos. Por un lado, la idea ahistórica de que el teísmo es una concepción primitiva, y por otra, aunque relacionada con ella, la concepción según la cual la ciencia moderna ha rebatido la existencia de Dios.

La idea de un único Dios, creador del universo, es cualitativamente distinta de la que manejaron muchas culturas antiguas, que postulan en sus mitologías la existencia de un caos original. Incluso se ha discutido que esa idea esté ya perfectamente fijada en el libro del Génesis. Lo que es innegable es que, de manera sistemática, no fue formulada hasta principios de nuestra era por los primeros pensadores cristianos, como Agustín de Hipona. Esta sistematización se produjo tras más de cinco siglos de filosofía griega, durante los que se había llegado a sostener gran variedad de concepciones del mundo, incluyendo el materialismo atomista y el más radical escepticismo. La doctrina de la creación se estableció, pues, en una etapa de plena madurez de la historia del pensamiento. No es una elaboración de pueblos cazadores ágrafos, que acostumbran a imaginar entidades animistas relacionadas con lugares, animales o fenómenos meteorológicos, sino de las élites intelectuales de culturas avanzadas como la hebrea, la griega y la romana, con elevada capacidad de abstracción.

Pero las ciencias empíricas, se nos dirá por fin, con indisimulada impaciencia, han demostrado que o bien Dios no existe, o que es una hipótesis innecesaria. A la difusión de esta idea contribuyen divulgadores de la ciencia y hasta científicos de primera línea, como Stephen H. Hawking. Sin embargo, se trata de una tesis sencillamente falsa. Los resultados de la física, la biología o la neurología en absoluto proporcionan algún tipo de base nueva para el viejo materialismo ateo. Incluso podemos afirmar lo contrario, que han aportado (sobre todo desde el campo de la cosmología) argumentos inéditos en favor de la doctrina de la creación (teorías del "ajuste fino"). Lo decisivo es que, en cualquier caso, no es lícito ni intelectualmente honrado confundir las conclusiones científicas con sus interpretaciones. Tal aserto elemental, pero constantemente olvidado, es desarrollado con deslumbradora solvencia por el profesor de la Universidad de Bremen, Francisco José Soler Gil, en un libro recién publicado, Mitología materialista de la ciencia, un manual imprescindible para todo aquel que quiera contrarrestar con rigor las banalidades periodísticas que se han apoderado de la cuestión desde hace ya demasiado tiempo, y encima escrito por un autor español, lo que viene a compensar en algún grado el hispánico desequilibrio bibliográfico del que hablaba al principio.

El volumen de Soler Gil es una impagable obra de caridad para todos aquellos que acostumbramos a clasificarnos "de letras", al ponernos al día sobre los debates más sofisticados en el terreno de la teoría de la evolución, de las neurociencias, la física cuántica y la cosmología, con pasmosa habilidad pedagógica. Particularmente interesante es su dictamen sobre las teorías conocidas como del "diseño inteligente". Para el autor, el gran error de estas teorías es que de manera implícita presuponen que la teoría de la evolución es incompatible con el teísmo, cosa por completo equivocada. De paso, todos aquellos que pretenden mezclarnos a los teístas católicos con ciertas ramas integristas del protestantismo de la América profunda, quedan tajantemente desautorizados.

Más allá del carácter informativo del libro (que por sí solo hace de su lectura una fecunda experiencia), lo que cabe destacar ante todo en el pensamiento de Soler Gil es su concepción del teísmo, o doctrina de la creación, como una teoría indisolublemente ligada al racionalismo. En esto, creo detectar el provechoso influjo de Ratzinger, quien en su Introducción al cristianismo, capítulo 4, define la materia como un ser "que no se autocomprende". En cambio, lo esencial de la teología cristiana, que se halla ya en el proemio del Evangelio de Juan, opta por el polo de la autocomprensión. Dice Ratzinger, en el lugar citado:

"La fe cristiana es ante todo una opción por el primado del Logos y en contra de la pura materia. Cuando decimos 'creo que Dios existe', afirmamos también que el Logos, es decir, la idea, la libertad y el amor no están al final [como un producto azaroso de la evolución], sino también al principio (...) Es decir, la fe es una opción que afirma que el pensamiento y el sentido no sólo son un derivado accidental del ser, sino que todo ser es producto del pensamiento, es más, en su estructura más íntima es pensamiento."

Pues bien, si alguien, apresuradamente, pudiera llegar a la conclusión de que estas palabras del anterior papa constituyen alguna especie de retórica vacua, la lectura del libro de Soler Gil sería un eficaz antídoto contra tal impresión. El autor arranca del hecho fenomenológico primario, nuestra experiencia de lo mental y lo material. Y es desde este hecho insoslayable que se plantea la cuestión sobre la realidad primera, el fundamento de todo: "es en este punto -señala Soler- donde se produce la bifurcación entre materialismo y teísmo." (p. 19). Presentada así la cuestión en toda su radicalidad, Mitología materialista de la ciencia nos muestra con riguroso análisis los argumentos de la primera opción que pretenden estar respaldados por la ciencia, dejando al desnudo toda su debilidad interna. Si el lector no es creyente, pero sigue creyendo en la razón, quizá debería leer este libro para empezar a preguntarse: "¿Y si, después de todo...?"