sábado, 1 de junio de 2013

Defender lo defendible

Ciertas personas opinan que la moral católica es retrógrada, represiva y hasta retorcida, y seguramente podríamos añadir más palabras que empiecen por re. Sin embargo, si analizamos algunos de sus preceptos más polémicos, no es difícil mostrar el lado patológico de esta opinión. Por ejemplo, en el caso del aborto, ¿realmente es algo tan represivo y re-lo-que-quieran tratar de preservar la vida de un ser humano en el vientre de su madre? ¿Tan represivo es desear que nazcan bebés, cuantos más mejor? Bien, la gente educada en la propaganda y la política neomalthusianas (a las que la ONU dedica ingentes cantidades de dinero), quizás perciba esto como un desastre, pero en absoluto podemos decir que esta forma de ver las cosas sea algo natural, que surge sin la operación de prejuicios ideológicos muy determinados.

Los abortistas reconocen en parte este hecho cuando aseguran que ninguna mujer aborta por gusto, sino que se trata de una decisión muy difícil. Pero son inconsecuentes cuando en lugar de prometer apoyo moral y material a las mujeres para que puedan ser madres, se limitan a ofrecer facilidades para abortar. No basta con acusar a otros de hipócritas cuando prometen defender la maternidad, si no se tiene la intención de promoverlo uno mismo. Lo que, por otro lado, es muy típico del socialprogresismo: en lugar de desarrollar políticas que disminuyan la pobreza, favoreciendo la economía productiva, son partidarios de subsidios y prestaciones sociales que se limitan a hacer más llevadera esa pobreza, al tiempo que la convierten en crónica. La izquierda ofrece raudales de "sensibilidad", pero los así agraciados seguramente preferirían acciones efectivas, y no sólo que se acordaran de ellos en los mítines y las soflamas.

Lo mismo podríamos decir de otros preceptos católicos, como la indisolubilidad del matrimonio. Sin duda existen personas que consideran el matrimonio como una especie de cárcel, pero no parece que haya nada intrínsecamente horrible en contemplar esos matrimonios de ancianos, rodeados de hijos y nietos, que se han mantenido unidos durante toda su vida, superando con éxito las crisis por las que pasa cualquier pareja. Si alguien opina que el actual panorama de familias desperdigadas, con los niños cambiando de domicilio constantemente, es un modelo mejor, debería hacérselo mirar. Y eso por no hablar de la peor consecuencia de la desestructuración familiar, que es el aumento del maltrato doméstico, falazmente atribuido a un machismo atávico. Pero de nuevo, el progresismo, incluso cuando a regañadientes reconoce esto, seguirá defendiendo que una "sociedad avanzada" es la que proporciona todo tipo de facilidades a que se disuelvan las familias, no a lo contrario.

¿Por qué el progresismo dedica tanto esfuerzo a defender modelos de conducta que difícilmente se pueden considerar mejores? La razón que esgrimen es que nadie puede imponer a nadie una forma de vida por el mero motivo de que la considere superior, pues nadie está en posesión de la verdad absoluta. Una forma más elaborada de esta argumentación la encontramos en J. S. Mill, considerado, con razón, uno de los grandes pensadores del liberalismo. Sin embargo, cada vez veo más en Mill uno de los precursores más cualificados del socialprogresismo. Y ello debido, no a sus conclusiones, sino a los argumentos en los que las apoyó. Intentaré explicarme.

Mill, en su ensayo On Liberty, defiende la libertad individual basándose en sus concepciones empiristas, según las cuales, no es posible alcanzar la verdad absoluta, sino sólo verdades parciales fundadas en la experiencia. De ahí deduce, inspirándose en Humboldt, que cuanta más libertad individual exista, más variedad y riqueza de situaciones se producirán, lo que permite que haya "tantos centros independientes de mejoramiento, como individuos". (Sobre la libertad, Alianza Editorial, 1986, pág. 144.)

Mill no defiende la libertad por sí misma, sino porque cree que es una fuerza de mejoramiento, de progreso. Por ello opone la libertad al "imperio de la costumbre" (página citada), y pone como ejemplo el inmovilismo de Oriente, aunque al mismo tiempo admite que quien allí ha pensado en resistir el "argumento de la costumbre" sólo ha podido ser "algún tirano intoxicado por el poder" .

Creo que estos razonamientos son erróneos. No es el progreso la razón por la que debemos defender la libertad, y no es la costumbre su principal enemigo. Progresar puede ser bueno o malo, según a dónde nos dirijamos. Y también la costumbre puede ser buena o mala. La libertad es necesaria porque sin ella, nuestras decisiones carecen de valor moral. Pero la libertad por sí sola no garantiza que sean moralmente buenas. Podemos decidir tanto respetar la costumbre como desobedecerla; en algunos casos esta decisión será buena y en otros mala. Pensar que como mayor variabilidad de formas de vivir haya, mejor iremos, es una presunción absurdamente optimista. Los experimentos no siempre son buenos, probarlo todo no siempre es lo más prudente.

El método del ensayo y el error es conveniente en determinados ámbitos. La economía de mercado en esencia se basa en él. No se producen los productos y servicios que un departamento burocrático determina, sino que los agentes individuales ofertan aquellos productos que creen que serán demandados, al precio que creen que se los pagarán. La suma de errores y aciertos puede producir un aumento de la riqueza general, o bien su disminución, pero la experiencia demuestra que a largo plazo, la economía de mercado tiende a crecer acumulativamente, guiada por la famosa "mano invisible" de Adam Smith. Hoy se vive en los países desarrollados, y en la mayoría de los no tan desarrollados, quizás peor que hace cinco o seis años; pero indudablemente mejor que hace veinte, mucho mejor que hace cincuenta e inimaginablemente mejor que hace cien.

Ahora bien, no siempre el método del ensayo y el error es aconsejable. Esto es evidente, y no voy a alargarme con ejemplos, a cualquiera se le ocurrirán muchos. Digámoslo de otra manera: el método del ensayo y el error es un método para conocer la verdad, no el método. La libertad no nos conduce a la verdad, necesariamente. Al contrario, sólo si conociéramos la verdad, estaríamos siempre en condiciones de actuar, como suele decirse, con pleno conocimiento de causa, es decir, con plena libertad. El héroe de la película de acción que duda entre cortar el cable rojo o el azul, a fin de evitar que explote una bomba atómica que destruya Nueva York, mientras la cuenta atrás se acerca inexorablemente a cero, es libre -condenadamente libre- de elegir entre el rojo y el azul, pero no es libre para lo que verdaderamente importa, salvar la ciudad, a menos que sepa a ciencia cierta qué puñetero cable debe cortar para evitar la catástrofe.

Los razonamientos de Mill generalmente le conducen a conclusiones correctas, por las que es justamente alabado, aunque su punto de partida sea erróneo. Esta paradoja es más habitual de lo que se suele pensar. Pero el inconveniente de un punto de partida equivocado es que además permite extraer conclusiones erróneas, que tarde o temprano acabarán chocando con aquellas que resultaron accidentalmente ciertas. El error de Mill es su empirismo radical, es decir, la concepción de que toda verdad procede de la experiencia. Y eso le lleva a convertir el experimentalismo (que él llama libertad) en principio supremo.

Por qué creo que el empirismo radical o positivismo es un error, lo desarrollaré otro día. Aquí sólo planteo el siguiente tema de reflexión. Una cosa es cómo conocemos la verdad y otra si la conocemos o no. Pudiera ser que ya la conociéramos, aunque no supiéramos cómo, o desdeñáramos el medio por el cual nos ha llegado. Ocupados en la noble búsqueda de la verdad, pudiera ser que la tuviéramos más cerca de lo que pensamos, y que trágicamente no supiéramos reconocerla. Pudiera ser que la vida humana desde la concepción, que la familia natural y que en definitiva nazcan niños que llenen los parques infantiles y las escuelas con su griterío y su alegría, en lugar de la Europa-asilo de ancianos hacia la que tendemos, fueran cosas absolutamente defendibles -y que en un profundo sentido, fueran verdaderas. Quién sabe.