domingo, 7 de abril de 2013

Más capitalismo y menos democracia

Uno de los mensajes más populares de nuestro tiempo podría resumirse como "menos capitalismo y más democracia". Personalmente, me inclino por defender lo contrario. El capitalismo y la democracia tienen en común que ambos sirven a las masas. El primero les ofrece los productos y servicios que estas desean, a los precios más asequibles. La segunda permite que las opiniones de las mayorías, mediante el sufragio y la demoscopia, se vayan imponiendo en las legislaciones.

La diferencia se halla en los resultados. El capitalismo tiene un efecto objetivo y perfectamente mensurable, que sólo niegan los ignorantes y los ideólogos socialistas (que prosperan gracias al abrumador predominio de los primeros), y es que hace aumentar la riqueza de todos. La democracia, por el contrario, actúa en el sentido contrario, lastrando el crecimiento. Esto es debido a la Paradoja de las Masas. Estas, al mismo tiempo que se benefician del mercado libre, en casi todas partes terminan votando políticas que van contra él, mediante controles de precios, subvenciones, y mil formas de intervencionismo.

El capitalismo hace aumentar la riqueza porque, aunque mucha gente emplee estúpidamente su dinero, en general tendemos a ser más responsables con aquello que nos cuesta un esfuerzo ganar. En cambio, la retórica política de las democracias está dominada por irresponsables promesas de gratis total, de ayudas estatales y de subvenciones a los grupos de presión que más ruido hacen, con la complicidad estólida del público. Parece como si el individuo humano sufriera una especie de doble personalidad. Como agentes económicos tendemos a la racionalidad, ya sea imperfecta, del homo economicus, que tanta mofa inspira contra los economistas, sólo parcialmente justificada. Pero como ciudadanos, parece funcionar más en nosotros una especie de instinto gregario de la horda primitiva. Nuestra capacidad de raciocinio se vuelve grosera, parecemos operar sólo con conceptos bipolares de amigo-enemigo, victoria-derrota y suma cero (la derrota del enemigo es mi victoria).

Esto tiene un fundamento evolutivo, que no voy a descubrir ahora. En la horda primitiva, los valores colectivos están por encima del individuo, porque de ellos depende el éxito en la caza y la expedición guerrera. No hay apenas intercambio dentro del grupo de cazadores; la caza y la guerra es una tarea grupal, y el botín se comparte equitativamente. La civilización, por el contrario, se basa en la división del trabajo, en el comercio y en una mayor libertad individual, lo que paradójicamente hace indispensable el surgimiento del Estado, para evitar el caos que supondría la pérdida relativa de vínculos tribales.

En todos nosotros pervive un estrato de la horda paleolítica. Y esto es muy necesario, porque en multitud de situaciones necesitamos tomar decisiones rápidas, intuitivas o discrecionales, y no podemos perder tiempo con debates o cálculos demasiado elaborados. El psicólogo Daniel Kahneman describe la mente humana en términos del Sistema 1 y el Sistema 2. El primero "opera de manera rápida y automática, con poco o ningún esfuerzo y sin sensación de control voluntario". Por contraste, el segundo "centra la atención en las actividades mentales esforzadas que lo demandan, incluidos los cálculos complejos." (D. Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, Debate, 2012, p. 35.)

El problema surge cuando utilizamos nuestro Yo paleolítico, o Sistema 1, en contextos en los que se requeriría la entrada en acción del Yo civilizado o Sistema 2. Por supuesto, ambos actúan con un entrelazamiento muy complejo, pero podemos aventurar la hipótesis de que tendemos a actuar más bajo los mandatos de la horda cuando votamos, opinamos o nos manifestamos políticamente, porque todo ello es gratis, o lo parece (al final, nuestras decisiones acaloradas pueden costarnos muy caras). En cambio, cuando nos jugamos directamente nuestro dinero, tendemos a ser más reflexivos y responsables. No todo el mundo, está claro, pero sí de una manera estadísticamente comprobable. Por eso, indefectiblemente, los países en los que hay libertad de mercado prosperan, porque lo que llamamos el "individuo" (el Sistema 2, la razón calculadora) tiende a ser más competente a la hora de buscar su felicidad que la colectividad (Sistema 1).

De lo anterior se infiere que la democracia debe limitarse, porque de lo contrario supone un predominio excesivo de la horda ancestral, de las emociones más primarias, sobre nuestros estratos mentales más racionales y calculadores. Pero las soluciones pretéritas, como el voto censitario o la bicameralidad a la británica (que introduce con la Cámara de los Lores una corrección aristocrática del sistema), además de que serían percibidas como un retroceso, no servirían de gran cosa hoy. A lo que debería tenderse es a un nuevo reparto de las tareas entre el Yo paleolítico y el civilizado. El primero se desenvuelve con agilidad en las operaciones discrecionales, las que caracterizan a los poderes ejecutivo y judicial. No significa esto, obviamente, que los gobiernos y tribunales no necesiten grandes dosis de información para tomar sus decisiones. Pero lo que caracteriza precisamente al Sistema 1 es que puede tomar decisiones inmediatas, o muy rápidas, en entornos complejos, es decir, procesar la información mediante métodos heurísticos que aunque no evitan los errores, tienen un nivel de acierto sorprendente, sin el cual estaríamos paralizados por la indecisión en multitud de circunstancias.

Dicho en cristiano: Soy partidario de la elección directa de los gobernantes, con la mayor periodicidad posible (una vez al año, incluso, como los cónsules romanos) y de la generalización de los jurados populares, sin las limitaciones actuales en España, que reducen la institución a un papel que es casi una burla. El Sistema 1 (lo que vulgarmente se dice "la gente", o "el pueblo") tiene un instinto para tomar decisiones correctas y justas que casi siempre (si se dispone del asesoramiento adecuado), es muy superior al juicio de tecnócratas o magistrados, oscurecido por prejuicios intelectuales.

Pero he dicho que defiendo menos democracia, no más. Y he aquí lo que prometí. Propongo sustraer el poder legislativo a los vaivenes de las mayorías irresponsables; quitar las sucias manos de la plebe (el Sistema 1) de las leyes, y dejar estas al cuidado de un Senado de miembros vitalicios y elegidos por cooptación, que debería estar integrado por las personas más capacitadas en las disciplinas humanísticas. La Ley se ha convertido en nuestros días en un monstruo cambiante y creciente, en un tumor de miles de páginas que incrementa la inseguridad jurídica (lo que hoy está permitido, mañana no lo está y viceversa) y la confusión, desprestigiando a la propia Ley, y difuminando la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo, porque cualquier cosa que un gobierno quiera hacer, podrá hacerlo solo con que el partido que lo apoya cambie la ley en el parlamento. Por el contrario, la Ley no debe ser la materia sobre la que trabajan los gobiernos, sino aquello que están encargados de cumplir y hacer cumplir. Y como no podemos poner al zorro a guardar las gallinas, es necesario que el poder legislativo esté en manos de unos guardianes inamovibles, que carezcan de cualquier incentivo para modificar las leyes sin razón perentoria, y no compartan su legitimidad con la de un gobierno elegido por el pueblo.

Soy consciente de que con esta propuesta subvierto un principio clave del liberalismo. Nuestra Constitución de 1812 introdujo la novedad opuesta: Un parlamento elegido democráticamente (con las restricciones propias del siglo XIX), y un poder ejecutivo monárquico, basado en la sucesión hereditaria. Aquella constitución fracasó, no tanto por la mezquindad de Fernando VII, como porque es un contrasentido pretender introducir democracia dejando el poder ejecutivo en manos de una dinastía. Pero hoy estamos contemplando la decadencia de los parlamentos democráticos. Contaminados por la superstición de que el pueblo (nuestro Yo ancestral) debe hacer las leyes, nos encontramos con el resultado. Queremos crecimiento económico, y al mismo tiempo queremos "derechos sociales" (la igualdad estática de la horda); valoramos en las encuestas la familia por encima de todo, y al mismo tiempo defendemos que los niños puedan ser adoptados por cualquiera; bramamos contra las guerras y contra la pena de muerte, pero convertimos el aborto en un "derecho".

La gente debe elegir gobernantes, que se renueven constantemente. La gente debe poder juzgar a los delincuentes y resolver litigios, escuchando a ambas partes en un proceso reglamentado (esto no tiene nada que ver con los tribunales populares, parodia de justicia). La gente es sabia para lo que depende de ella y para lo que requiere soluciones rápidas. En suma, la gente puede autogobernarse perfectamente. Pero la gente, el pueblo, la horda, es demasiado grosera y brutal para hacer las leyes, para emitir opiniones sobre asuntos que no le afectan directamente, que no le competen. La democracia representativa ha disimulado la incompetencia esencial de las masas para legislar, mediante la idea de que los representantes salvarían la ignorancia supina del pueblo. Pero los diputados, a la postre, no son mucho más competentes que quienes los eligen a base de dejarse halagar. Y el problema no es tanto que el pueblo haga las leyes como que, con este pretexto, las leyes se hagan y deshagan continuamente.

Por supuesto, esta reforma no se puede aplicar de manera súbita; toda revolución es contraproducente. Esta propuesta podría servir para el siglo XXII. Por el momento, haríamos bien en limitar el poder legislativo, introduciendo sistemas de mayorías cualificadas en los parlamentos, no sin antes derogar leyes de ingeniería social (el aborto, ante todo), que abusan de la Constitución y conculcan los derechos humanos más básicos. Si esto implica una reforma de la misma Constitución, es una cuestión técnica en la que no entraré ahora. Pero si tenemos el objetivo claro, aunque sea a largo plazo, quizá consigamos dejar de errar por el desierto del positivismo jurídico y el relativismo.