sábado, 2 de febrero de 2013

El interior del necio

El sentir general en nuestros días parece inverso al que expresa la Biblia en Salmos, 14: “Dice el necio en su interior: Dios no existe.” Hoy más bien se diría que son los creyentes quienes tenemos que justificarnos, demostrar que no somos unos espíritus simples, unos necios. Dos son las causas por las cuales, en la cultura occidental (y especialmente en Europa), el cristianismo se encuentra actualmente a la defensiva: El mito de la ciencia (más conocido como cientifismo) y el mito del Buen Salvaje. La primera es bastante obvia para cualquiera, mientras que en la segunda se ha reparado menos, al menos en relación con este tema.

Aunque el mito del Buen Salvaje arranca del Renacimiento, alcanza su desarrollo superior en las teorías de Marx, Engels y Freud. Los tres postularon que la civilización era la causante de los males del ser humano. Según Marx y Engels, las clases sociales, el Estado y la propiedad privada son productos de la civilización, que serán superados en un futuro por la propia evolución de esta. Freud, más pesimista, pensaba que la civilización es la causante de las represiones psicológicas del individuo, pero que esto no tenía remedio.

Lo que subyace tanto al marxismo como al psicoanálisis es que el hombre es esencialmente bueno (inocente), pero las circunstancias materiales le hacen ser malo, son la causa de sufrimientos acaso inevitables, pero que no se merece esencialmente, por alguna suerte de pecado original. Las divisas del hombre moderno son: “¿Qué hay de malo en esto o lo otro?” y “¿por qué no podríamos hacer tal o cual cosa?” Se presupone que el experimentar determinados sentimientos o deseos, sean del tipo que sean, es siempre algo inocente en sí mismo, y solo puede ser regulada la conducta, especialmente la que choca contra los deseos igualmente inocentes de terceros. El concepto de pecado es ajeno a la sensibilidad moderna.

Esta concepción es cuanto menos discutible. Durante siglos, y hasta no hace tanto tiempo, la mayor parte de la humanidad no ha dado por sentado que los sentimientos son en cualquier caso inocentes. Las tradiciones sapienciales heredadas de la Antigüedad siempre han defendido el cultivo del espíritu, la posibilidad y la necesidad del ser humano de perfeccionarse a sí mismo desde su interior. Y además han sostenido que solo mediante la autodisciplina podemos alcanzar nuestra plenitud.

Sea como fuere, esta mentalidad dejó en algún momento de ser la predominante. Desde la pedagogía hasta la política, la modernidad ha entronizado los conceptos de espontaneidad y emancipación. Se predica que la educación consiste en dejar que los niños desarrollen libremente su personalidad. Se sostiene que el ideal político es ir liberando progresivamente al individuo de todas las ligaduras tradicionales, económicas, familiares y religiosas, para que pueda alcanzar sus sueños.

El resultado ha sido en parte previsible, y en parte paradójico. Al mismo tiempo que la educación proscribe la autoridad y la disciplina, se ha visto que los viejos demonios del odio y la violencia reaparecen, como si pertenecieran a estratos mucho más profundos de nuestra psique de lo que creíamos. Y a la vez que se pretende liberar al individuo de la economía y la religión, se lo desarma material y espiritualmente ante un Estado cada vez más invasivo y regulador, como no podía ser menos, dado que está integrado por hombres de carne y hueso. Sin embargo, pocos se aventuran a sacar la conclusión que parece más lógica. En lugar de cuestionar la bondad intrínseca del ser humano, se insiste en culpar a los prejuicios y atavismos de todos los males.

Esta mentalidad se ha visto reforzada formidablemente con el mito de la ciencia, que incluso le ha prestado también un aura de racionalidad. La ciencia es un método para acumular sistemáticamente la experiencia. La ciencia no explica por qué existe el universo, ni por qué es como es, ni cuál es el fin de la vida humana. No es esa su función. Sin embargo, sus logros prácticos son impresionantes. En los últimos dos siglos, el dominio del hombre sobre la naturaleza ha alcanzado niveles impensables poco antes.

Esto, que en sí mismo puede ser una bendición (curación de enfermedades, mayor producción de alimentos, difusión de la información, etc.), tiene también su reverso: El ser humano ha llegado a creer en el progreso ilimitado. Y cuando digo ilimitado, no me refiero tanto a lo que podemos hacer, como a lo que nos está permitido hacer. Esto implica que las preguntas últimas (por qué y para qué existimos) o bien ya han sido respondidas científicamente, o bien carecen de sentido. El cientifismo es la ideología según la cual no existe otra verdad que la científica, es decir, la que procede de la experiencia. O, en términos wittgensteininanos, que solo existen los hechos, lo fáctico.

Y aquí surge otra paradoja sublime. Si solo existen hechos, la libertad humana es una quimera. Hay el hecho de que los fenómenos parecen estar conectados causalmente entre sí, y debemos negar, consecuentemente, que haya algo distinto de los hechos que los conecte causalmente, como ya vio Hume. Asimismo, hay el hecho de que los seres humanos se comportan de tal y cual modo, y debemos resistir la tentación de pensar que la conducta humana obedece a una voluntad distinguible de los hechos de la bioquímica neuronal. Por tanto, aceptadas las premisas cientifistas, en la medida que la ciencia nos hace más poderosos, nos priva de la ilusión de que somos auténticamente libres para emplear este poder.

El resultado es que el progreso se convierte en una especie de Hado al que es inútil que nos resistamos, sean cuales sean sus consecuencias. Si alguien, por ejemplo, manifiesta escrúpulos ante la experimentación con embriones, se le tacha de oscurantista, de oponerse a la curación de terribles enfermedades, como si no existieran otras vías de investigación, y como si el progreso fuera una fuerza impersonal a la que debemos rendir culto incondicional.

Por lo demás, si solo existen los hechos, no tiene sentido hablar del bien y del mal en un sentido objetivo; lo cual converge de manera natural con el mito del Buen Salvaje. En ausencia de criterios morales que trasciendan lo fáctico, será bueno todo lo que nosotros decidamos que es bueno, y no es de extrañar que nos autoabsolvamos de todo pecado. Como los diputados que votan aumentarse sus propios sueldos, el hombre abandonado a sí mismo tiende a lo que le proporciona satisfacción inmediata. Y el cientifismo le asegura que ese es el único criterio del bien.

Emprendemos así un viaje hacia el fondo de la noche, porque lo que nos satisface cambiará a medida que seamos capaces de alterar la propia naturaleza humana –lo que significa que en sí mismo no es nada. Dijo Agustín de Hipona que la autocomplacencia es alejarnos de Dios y acercarnos a la nada, de la cual fuimos creados. Pero si no hemos sido creados, ya somos nada, como comprobará cualquiera que se pasee por un cementerio.