domingo, 17 de febrero de 2013

Juventud sin Dios

Según el último avance del Barómetro del CIS, en España el 73,1 % de la población se declara católica, aunque solo un 13,4 % de los creyentes en alguna religión asiste semanalmente a oficios religiosos. Esto significa que menos de un diez por ciento de los españoles va a misa.

Estos porcentajes se reducen notablemente en el caso de los jóvenes entre 18 y 24 años. Solo el 55,5 % se considera católico, y de estos, menos del 3,2 % asiste habitualmente a la misa dominical: menos del 2 % del total.

A menos que la juventud actual evolucione hacia posiciones más religiosas, en el futuro las creencias y las prácticas católicas de los españoles seguirán disminuyendo, por razones puramente demográficas.

La causa inmediata de esta descristianización de la sociedad se halla en la educación. Pues es evidente que si las personas mayores no han dejado en general de ser católicas (el 90,7 % de los mayores de 65 años dicen serlo, y van a misa en doble proporción que la media), debemos buscar la causa de esta diferencia entre tramos de edad en algo que afecta a unos y no a otros.

Aparentemente, además de la educación, podría haber factores psicofisiológicos. Los viejos, al tener la muerte más cerca, serían por naturaleza más inclinados a abrigar creencias religiosas. Y los jóvenes, al estar más interesados por el sexo, se sentirían mucho más tentados a desdeñar la moral católica. Sin embargo, esta explicación me parece sumamente discutible. Todos podemos morir mañana mismo, sea cual sea nuestra edad. Y en todo caso, tanto la mayor o menor consciencia de la muerte como el interés por el sexo no deben ser esencialmente distintos hoy de épocas pasadas. La gente de hace cien años no tenía seguramente menos ganas de vivir y de goces materiales que la actual, y en cambio era mucho más religiosa, en todas las edades.

Así pues, en la educación se encontraría la causa del retroceso social del catolicismo. Pero esto aún puede malinterpretarse de una forma un tanto burda. Se dice que los jóvenes de hoy tienen más "información", lo cual les llevaría a ser más críticos con las creencias religiosas. Sin embargo, la información instrumental no afecta para nada a la cuestión de fondo acerca de la verdad o falsedad de las ideas últimas sobre la existencia. Los conocimientos positivos pueden utilizarse para poner en práctica una conducta u otra: no sirven para elegir cuál. Lo que aparta a los jóvenes de la religión es la cosmovisión alternativa que les transmiten profesores, periodistas y guionistas de cine y televisión. Esta cosmovisión consiste en última instancia en un materialismo, a veces formulado en términos harto crudos, pero casi siempre presentado de una forma más digerible, y por tanto más peligrosa.

Este proceso se inició prácticamente en todo Occidente en la educación superior, en la década de los años sesenta. Las estadísticas empezaron por entonces a revelar un aumento brusco de los sentimientos de vacío existencial, las tendencias suicidas, la agresividad y las adicciones entre los estudiantes universitarios de Estados Unidos y Europa. El psicólogo Víctor Frankl atribuyó este fenómeno "a la constancia con que el estudiante americano promedio se ve expuesto a un proceso de adoctrinamiento basado en el reduccionismo". (El hombre en busca del sentido último, Paidós, 2012, pág. 122.) Frankl se refería tanto a las concepciones fisicalistas en general, como a las escuelas psicoanalítica y conductista en particular, opuestas pero coincidentes en su explicación de la mente humana en términos puramente mecánicos.

Ha transcurrido tiempo suficiente para que podamos comprobar los efectos de esta descristianización. Sin embargo, las sociedades occidentales no parecen, en general, estar dispuestas a enmendar sus errores, sino por el contrario a profundizarlos. El aumento de la prosperidad desde la Segunda Guerra Mundial, sin lugar a dudas un bien en sí mismo, ha tenido probablemente el efecto secundario de alimentar la arrogancia del individuo, la confianza desmedida en las propias fuerzas que supone el olvido de su condición creatural. Pero no hay nada definitivo en esta tendencia; el futuro demuestra una y otra vez estar siempre abierto, ser impredecible. Como no podía ser de otra manera si es que los seres humanos somos verdaderamente libres, y no un accidente molecular.

sábado, 16 de febrero de 2013

Una leve crítica a mi admirado Rodríguez Braun

Leo y escucho siempre a Carlos Rodríguez Braun con gusto. Es uno de mis economistas preferidos. Por su insistencia infatigable, su didactismo constante contra el intervencionismo y el empeño de los gobiernos de freírnos a impuestos, debemos estarle muy agradecidos. Admiro su defensa del liberalismo en tertulias donde se prodigan los tópicos ignorantes contra la (supuesta) austeridad y a favor de los "estímulos".

Sin embargo, a veces me asoma una leve incomodidad al escucharle. Es por el uso que hace, invariablemente peyorativo, de la palabra política. Para Rodríguez Braun política equivale a coacción, en contraste con el mercado, que es la esfera de la libertad individual. En su terminología, toda decisión política es una imposición del gobierno sobre el individuo. Esta concepción deriva quizás de la esclarecedora distinción de Spencer entre sociedad industrial y sociedad militar, entre los sistemas de cooperación voluntaria y cooperación obligatoria. O, como también los llama el autor de El hombre contra el Estado, el régimen de Estado (Status) y el régimen de contrato.

Dicha distinción me parece sumamente útil y necesaria. Sin embargo, creo que al asociar la expresión política y sus derivados exclusivamente con el concepto de coacción, estamos olvidando otro significado que puede tener el vocablo en cuestión, y que es incluso antitético. La política, en su acepción más noble, es el arte de convencer, de sumar voluntades. La política equivale al patriotismo, pero también a la defensa de principios que van más allá de cualquier patria, como por ejemplo, la defensa de la vida, que en nuestro tiempo se dirime en relación con la legislación sobre el aborto.

El mercado, por sí solo, no defiende a los no nacidos. Para acabar con esta matanza de los inocentes es necesaria una actividad política resuelta, un activismo valiente contra el hedonismo imperante, un esfuerzo decidido por cambiar la manera de pensar de millones de personas. Esto es política. Si se lograra prohibir el aborto, como en su día se abolió la esclavitud, sin duda habría individuos que se sentirían coaccionados, como se debieron sentir los esclavistas sureños, tras perder la guerra civil de los Estados Unidos. Pero no toda coacción es intrínsecamente perversa.

El Estado debe intervenir para proteger los derechos a la vida, la libertad y la propiedad. Pensar que un mundo sin coacción es posible no es liberalismo, es buenismo. La política no solo es inevitable, sino además necesaria y valiosa. ¡Incluso defender el liberalismo, como hace brillantemente Rodríguez Braun, es política! Conviene recordarlo, si no queremos caer en una especie de economicismo o caricatura del verdadero liberalismo, que definió lúcidamente Gregorio Marañón: "Ser liberal es (...) primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios." Es decir, intentar en primer lugar convencer, persuadir, no imponer. Lo cual incluye el contractualismo, pero también la arenga, la propaganda y el mitin. No todo en la vida es negocio.

sábado, 9 de febrero de 2013

Otro manifiesto inútil

El Manifiesto en favor de la Reforma de la Constitución y la Ley Electoral, difundido por el Foro de la Sociedad Civil, propone abolir las autonomías y acabar con la partitocracia, modificando la ley electoral y suprimiendo las subvenciones a partidos políticos, sindicatos y patronales. Simpatizo plenamente con la propuesta, pero se me ocurren tres graves objeciones.

La primera, que no se nos explica cómo la actual clase política, central y autonómica, se practicará el harakiri.

La segunda, que nuestros problemas se originan en un déficit moral de la sociedad, por lo que una reforma estructural por sí sola no bastaría para solucionarlos. Dicen los autores que nunca hemos tenido una juventud tan preparada, lo cual es más que discutible. Los menores de treinta años sabrán mucho de redes sociales y bajarse aplicaciones con el móvil, pero en general son mucho más incultos y con menor capacidad de sacrificio que las generaciones anteriores. Esto es un problema gravísimo que no se solucionará meramente con reformas estructurales.

Lo mismo puede decirse de los problemas económicos, como el pinchazo de la burbuja inmobiliaria. A la vista está que países con estructuras políticas como las defendidas por el Manifiesto tampoco han escapado a situaciones similares. Ni el excesivo intervencionismo de las administraciones ni las legislaciones antivida y antifamilia, que se hallan en el origen de casi todos los problemas, pueden conjurarse con una determinada ley electoral o una organización territorial unitaria.

La tercera objeción es que los autores proclaman su "decidida vocación europea", y la transferencia de mayor soberanía a las instituciones de la Unión. Como si ese monstruo burocrático que es Europa hubiera demostrado algún tipo de superioridad moral sobre los gobiernos nacionales. ¿De qué nos serviría ninguna reforma que fuera para ponernos (todavía más) en manos de los funcionarios de Bruselas, preocupados ante todo por borrar cualquier rastro de nuestro pasado cristiano, mediante la instauración de una obsesiva reglamentación políticamente correcta?

Esta sociedad tiene los políticos que se merece. No podemos esperar, con las actuales audiencias de "Sálvame", ni con cien mil abortos al año (la ley los permite, pero no obliga a nadie a abortar), que la gente vote a Churchill o a Reagan. En consecuencia, los Reagan se dedican a trabajar en los ámbitos privado y profesional, y las mediocridades a medrar dentro de los partidos. Las reformas estructurales que propone el Manifiesto solo pueden ser un efecto del cambio de mentalidad, no al revés. Y este no se producirá con un debate sobre la ley electoral o el estado autonómico.

El paro masivo no se solucionará con ninguna reforma laboral, mientras gran parte de la juventud se queda en casa chateando con el pretexto de que "no encuentro nada de lo mío". Mientras le digamos a la gente que es una víctima, y no la principal responsable de la mayor parte de lo que ocurre, seguirá votando a los Rajoyes y los Rubalcabas. Y los que les sucedan seguirán halagando a la claque y ofreciéndole fáciles chivos expiatorios, sean el "mercado", la "casta política" o los "reinos de taifas"; como si estos surgieran de la nada, y no de las decisiones de todos nosotros.

Hay que abandonar de una vez por todas la pretensión de que los gobiernos, del color que sean, con este marco legal u otro, nos van a solucionar los problemas. Debemos intentar influir en la sociedad directamente; el gobierno ya se verá luego obligado a seguirla. Es difícil porque difícil es lo que se pide: recuperar los valores de la autodisciplina, del esfuerzo, del perfeccionamiento moral; remar, en suma, contra el hedonismo dominante. Nadie puede hacer esto por cada uno de nosotros, pero si lo logramos, ya no será necesario esperar el harakiri de los políticos actuales, porque serán desplazados por otros mejores: los que demandarán unos votantes mejores.

lunes, 4 de febrero de 2013

José García Domínguez mete la pata

José García Domínguez dijo en unos de sus tuits de ayer domingo: "Antes del XIX, España no existía. Ni España ni ninguna otra nación europea. Asunto que también incluye, huelga decirlo, a la nación catalana."

Esta frase se puede entender de tres maneras distintas.

Primera, puede ser una boutade, a la que son tan proclives los intelectuales. Las ocurrencias o paradojas, bien administradas, tienen un gran valor. Son formas de pensamiento lateral, que nos permiten encontrar soluciones nuevas a problemas viejos. Pensar a contracorriente es algo de lo que muchos presumen, pero muy pocos practican realmente. Lo más patético se produce cuando alguien te advierte que sus ideas son "políticamente incorrectas", para acto seguido soltarte la soflama anticapitalista y sentimentaloide de rigor. Sin embargo, el abuso de la ocurrencia, de la frase epatante, puede fácilmente degenerar en tontería.

Segunda, puede ser una manera de desmontar los argumentos de los nacionalistas, mostrando que las naciones no son más que entes fantásticos, como las sirenas, los elfos o las hadas. Sin embargo, este procedimiento deja mucho que desear. Pues sostener que Cataluña no es más que un invento decimonónico como lo son España, Francia, Alemania o Italia, equivale lisa y llanamente a darle la razón a los nacionalistas catalanes, a fin de cuentas. "Así que Cataluña existe desde hace como mínimo trescientos años... ¡ja! Y ahora pretenderás decirme que Francia existe desde el siglo XVIII."

Tercera, puede ser un indicio de una ignorancia abismal. Es decir, que el autor del tuit haya leído en algún sitio la afirmación descuidada de que las naciones (no solo el nacionalismo) son un invento romántico, y se la haya tomado al pie de la letra, amén de no contrastarla. Me inclino a pensar que esta es la interpretación más cercana a la verdad, porque en el breve intercambio de tuits que mantuve con García Domínguez este me desafió... ¡a encontrar el nombre de España en el Quijote!

Confieso mi desconcierto ante el hecho de que un hombre presuntamente culto como Pepe García Domínguez desconociera que Cervantes se refiere frecuentemente a España en su obra maestra. Pero por si acaso la memoria me tendía una trampa, me dispuse a comprobarlo con plena disposición científica, es decir, con mente abierta. Debo decir que no me sorprendió encontrar seis veces la palabra "España" en sólo los ocho primeros capítulos del Quijote, dato que no tardé en señalarle a García Domínguez. No me ha contestado, aunque esto no tiene mayor importancia. (Más interesante que nuestra conversación, es la que mantuvieron él y Pío Moa, que le replicó con su acostumbrada solidez intelectual.)

Por supuesto, podemos discutir sobre el concepto de España que abrigaban Cervantes y sus coetáneos. Pero cuando alguien tiene la osadía de afirmar que nuestro más grande escritor ni siquiera utilizó la palabra España, al menos en el Quijote, lo mínimo sería reconocer que ha metido la pata hasta el fondo. De lo contrario, uno ya no puede tomarse en serio nada de lo que diga este señor: ni en la forma ni el fondo.

P.S.: Acabo de leer un tuit de García Domínguez, en el que anuncia que se ha comprado la hercúlea Historia crítica del pensamiento español, de José Luís Abellán. (Creo que son siete tomos.) Tengo entendido que esta obra arranca de la época romana, o sea que quizás le haga cambiar su idea sobre la nación española. Eso, y releerse el Quijote.


sábado, 2 de febrero de 2013

El interior del necio

El sentir general en nuestros días parece inverso al que expresa la Biblia en Salmos, 14: “Dice el necio en su interior: Dios no existe.” Hoy más bien se diría que son los creyentes quienes tenemos que justificarnos, demostrar que no somos unos espíritus simples, unos necios. Dos son las causas por las cuales, en la cultura occidental (y especialmente en Europa), el cristianismo se encuentra actualmente a la defensiva: El mito de la ciencia (más conocido como cientifismo) y el mito del Buen Salvaje. La primera es bastante obvia para cualquiera, mientras que en la segunda se ha reparado menos, al menos en relación con este tema.

Aunque el mito del Buen Salvaje arranca del Renacimiento, alcanza su desarrollo superior en las teorías de Marx, Engels y Freud. Los tres postularon que la civilización era la causante de los males del ser humano. Según Marx y Engels, las clases sociales, el Estado y la propiedad privada son productos de la civilización, que serán superados en un futuro por la propia evolución de esta. Freud, más pesimista, pensaba que la civilización es la causante de las represiones psicológicas del individuo, pero que esto no tenía remedio.

Lo que subyace tanto al marxismo como al psicoanálisis es que el hombre es esencialmente bueno (inocente), pero las circunstancias materiales le hacen ser malo, son la causa de sufrimientos acaso inevitables, pero que no se merece esencialmente, por alguna suerte de pecado original. Las divisas del hombre moderno son: “¿Qué hay de malo en esto o lo otro?” y “¿por qué no podríamos hacer tal o cual cosa?” Se presupone que el experimentar determinados sentimientos o deseos, sean del tipo que sean, es siempre algo inocente en sí mismo, y solo puede ser regulada la conducta, especialmente la que choca contra los deseos igualmente inocentes de terceros. El concepto de pecado es ajeno a la sensibilidad moderna.

Esta concepción es cuanto menos discutible. Durante siglos, y hasta no hace tanto tiempo, la mayor parte de la humanidad no ha dado por sentado que los sentimientos son en cualquier caso inocentes. Las tradiciones sapienciales heredadas de la Antigüedad siempre han defendido el cultivo del espíritu, la posibilidad y la necesidad del ser humano de perfeccionarse a sí mismo desde su interior. Y además han sostenido que solo mediante la autodisciplina podemos alcanzar nuestra plenitud.

Sea como fuere, esta mentalidad dejó en algún momento de ser la predominante. Desde la pedagogía hasta la política, la modernidad ha entronizado los conceptos de espontaneidad y emancipación. Se predica que la educación consiste en dejar que los niños desarrollen libremente su personalidad. Se sostiene que el ideal político es ir liberando progresivamente al individuo de todas las ligaduras tradicionales, económicas, familiares y religiosas, para que pueda alcanzar sus sueños.

El resultado ha sido en parte previsible, y en parte paradójico. Al mismo tiempo que la educación proscribe la autoridad y la disciplina, se ha visto que los viejos demonios del odio y la violencia reaparecen, como si pertenecieran a estratos mucho más profundos de nuestra psique de lo que creíamos. Y a la vez que se pretende liberar al individuo de la economía y la religión, se lo desarma material y espiritualmente ante un Estado cada vez más invasivo y regulador, como no podía ser menos, dado que está integrado por hombres de carne y hueso. Sin embargo, pocos se aventuran a sacar la conclusión que parece más lógica. En lugar de cuestionar la bondad intrínseca del ser humano, se insiste en culpar a los prejuicios y atavismos de todos los males.

Esta mentalidad se ha visto reforzada formidablemente con el mito de la ciencia, que incluso le ha prestado también un aura de racionalidad. La ciencia es un método para acumular sistemáticamente la experiencia. La ciencia no explica por qué existe el universo, ni por qué es como es, ni cuál es el fin de la vida humana. No es esa su función. Sin embargo, sus logros prácticos son impresionantes. En los últimos dos siglos, el dominio del hombre sobre la naturaleza ha alcanzado niveles impensables poco antes.

Esto, que en sí mismo puede ser una bendición (curación de enfermedades, mayor producción de alimentos, difusión de la información, etc.), tiene también su reverso: El ser humano ha llegado a creer en el progreso ilimitado. Y cuando digo ilimitado, no me refiero tanto a lo que podemos hacer, como a lo que nos está permitido hacer. Esto implica que las preguntas últimas (por qué y para qué existimos) o bien ya han sido respondidas científicamente, o bien carecen de sentido. El cientifismo es la ideología según la cual no existe otra verdad que la científica, es decir, la que procede de la experiencia. O, en términos wittgensteininanos, que solo existen los hechos, lo fáctico.

Y aquí surge otra paradoja sublime. Si solo existen hechos, la libertad humana es una quimera. Hay el hecho de que los fenómenos parecen estar conectados causalmente entre sí, y debemos negar, consecuentemente, que haya algo distinto de los hechos que los conecte causalmente, como ya vio Hume. Asimismo, hay el hecho de que los seres humanos se comportan de tal y cual modo, y debemos resistir la tentación de pensar que la conducta humana obedece a una voluntad distinguible de los hechos de la bioquímica neuronal. Por tanto, aceptadas las premisas cientifistas, en la medida que la ciencia nos hace más poderosos, nos priva de la ilusión de que somos auténticamente libres para emplear este poder.

El resultado es que el progreso se convierte en una especie de Hado al que es inútil que nos resistamos, sean cuales sean sus consecuencias. Si alguien, por ejemplo, manifiesta escrúpulos ante la experimentación con embriones, se le tacha de oscurantista, de oponerse a la curación de terribles enfermedades, como si no existieran otras vías de investigación, y como si el progreso fuera una fuerza impersonal a la que debemos rendir culto incondicional.

Por lo demás, si solo existen los hechos, no tiene sentido hablar del bien y del mal en un sentido objetivo; lo cual converge de manera natural con el mito del Buen Salvaje. En ausencia de criterios morales que trasciendan lo fáctico, será bueno todo lo que nosotros decidamos que es bueno, y no es de extrañar que nos autoabsolvamos de todo pecado. Como los diputados que votan aumentarse sus propios sueldos, el hombre abandonado a sí mismo tiende a lo que le proporciona satisfacción inmediata. Y el cientifismo le asegura que ese es el único criterio del bien.

Emprendemos así un viaje hacia el fondo de la noche, porque lo que nos satisface cambiará a medida que seamos capaces de alterar la propia naturaleza humana –lo que significa que en sí mismo no es nada. Dijo Agustín de Hipona que la autocomplacencia es alejarnos de Dios y acercarnos a la nada, de la cual fuimos creados. Pero si no hemos sido creados, ya somos nada, como comprobará cualquiera que se pasee por un cementerio.