domingo, 14 de octubre de 2012

La felicidad de la apariencia

Un mundo sin principios es un mundo regido por las modas. El ciclo de las modas empieza siempre por adinerados aburridos, que encuentran cierta excitación en romper las convenciones, porque así se hacen la ilusión de distinguirse de la gente vulgar. En una segunda fase, las masas acaban adoptando la nueva moda, lo cual obliga a los ricos a adoptar alguna otra moda para recuperar la distinción. Y vuelta a empezar.

Algunas modas son pasajeras, pero no todas. Existe un efecto progresivo en el terreno de las costumbres, por el cual, determinadas innovaciones sientan precedente para ensayar otras más osadas. Esta es la razón por la cual la Iglesia se oponía a las llamadas, hace unas décadas, "relaciones prematrimoniales". El resultado confirma que la Iglesia tenía razón. Hoy la expresión ha caído en desuso, por la sencilla razón de que el matrimonio ya no es la institución de referencia en las relaciones entre hombre y mujer. Cada vez se casa menos gente y los matrimonios duran menos. Y en todo caso, ¿para qué ensayar la convivencia, si de todos modos no hay impedimento alguno para disolverla a los poco meses de la boda?

Pero la espiral de las modas continúa. Junto al matrimonio homosexual, el siguiente paso es destruir la intimidad del matrimonio, para convertirlo en algo en lo que pueden inmiscuirse terceras personas. Un ejemplo lo proporciona el reportaje del Magazine de El Mundo de este domingo, que habla de los álbumes fotográficos de la noche de bodas: "Último grito", "ahora es lo que se lleva", "cada vez se demanda más en Estados Unidos", etc, son algunos de los latiguillos en los que abunda el texto. Como es habitual en estos casos, se insiste en que no hay un "perfil" del cliente que demanda una sesión de fotos eróticas con su pareja, en un día tan señalado, que "hay de todo". Y se trata de desvanecer cualquier otra prevención, asegurando que no se llega al "sexo explícito". Pero si se llegara, no duden en que tanto el periodista como el profesional interesado (el fotógrafo que obtiene suculentos encargos) exclamarían, con falsa inoncencia: "¿Qué hay de malo en ello, mientras no se difunda sin consentimiento de los clientes?"

Lo tristemente irónico del caso es que posiblemente, la mayoría de matrimonios que se prestan a esta marranada (permitan que llame a las cosas como me plazca), se disolverán en poco tiempo, si atendemos a las estadísticas. ¿Qué ocurrirá entonces con esas fotos? ¿Acabará viéndolas el nuevo novio o la nueva novia? ¿Tendrán que pasar por ese trance, como el amante que no puede evitar leer en la penumbra, en el hombro o espalda de su pareja, en pleno acto sexual, el nombre tatuado de una anterior pareja?

Todo ello no hace más que contribuir a deteriorar aún más las relaciones entre hombres y mujeres, a convertir el sexo en un motivo de sórdidos pensamientos, a hacer más difícil que existan parejas basadas en una relación pura, sin las rémoras de un pasado poblado de experiencias no compartidas, en una forma de onanismo a dúo. La banalización del sexo lo convierte en algo que no es cosa de dos, en algo de lo que se habla sin pudor, y hasta se difunde audiovisualmente. Los sexólogos recomiendan las fantasías sexuales, aunque sean con personas distintas de la pareja, y animan a utilizar material pornográfico para mejorar las relaciones. Algunos psicólogos, como Rafael Santandreu, relativizan explícitamente la importancia de la fidelidad, considerando los celos como una idea irracional, incluso cuando están fundados. (Véase su libro, estimable en otros aspectos, El arte de no amargarse la vida, una exposición para el gran público de la psicoterapia cognitiva.)

El abandono de los "prejuicios" tiene siempre como fin último confesado la felicidad. Pero existen razones empíricas abundantes para preguntarse si el resultado no es exactamente el contrario. ¿Qué es más feliz, un matrimonio estable que dura toda la vida o el tipo de emparejamientos efímeros que hoy parece ser la norma? Y los niños ¿en que ambiente crecen más felices, en el de una familia "tradicional", o debiendo desde temprana edad convivir con el nuevo noviete de la madre, o la novieta del padre?

Por supuesto, podemos defender una felicidad de mínimos como hace Santandreu, es decir, autoconvencernos de que es muy poco lo que necesitamos para ser felices. ¿Que tu mujer o tu marido te ponen los cuernos? Bueno, no te vas a morir por eso, indudablemente. Pero una voz interior, por mucho que pretendamos acallarla, nos dice que en algún momento nos hemos extraviado por un camino de irresponsabilidad, un camino que prometía placeres fáciles, sin efectos secundarios, pero en realidad acaba conduciendo al desamparo, a la carencia de amor auténtico. Quizás no seremos del todo desgraciados, pero relativizándolo todo tampoco conoceremos la plena felicidad, y además tampoco podremos eludir el dolor o la enfermedad.

Sé cuál es la réplica del moralismo secular a estas reflexiones. Que las personas tienen derecho a elegir su modo de vida. Pero nadie niega eso. Nadie dice que haya que obligar a nadie a seguir el camino de la moralidad católica. Todo lo contrario, el cristianismo se basa en dos o tres ideas fundamentales, entre las cuales se encuentra la libertad última para elegir entre el bien y el mal. Pero que no nos pinten de color de rosa las alternativas, que no nos vendan la moto de una felicidad de la impúdica apariencia, sin otra referencia que la inmediatez, aunque quede congelada en la falsa eternidad de una fotografía.