domingo, 19 de agosto de 2012

Ateos a medias

Estamos orgullosos de haber dejado atrás los cuentos. Empezando por el cuento del cristianismo, que ha sido creído, y sigue siendo creído por cientos de millones de personas, durante dos mil años. Ahora creemos en cosas como el cambio climático, el yoga o la bebida de soja enriquecida con calcio y vitaminas A y D. ¡Este ha sido el progreso! Ya no rezamos el padrenuestro ni leemos la Biblia, pero nos creemos al último gurú de pacotilla que anuncia la enésima destrucción del mundo, por culpa de las emisiones de CO₂, expresión de moda equivalente a:  por culpa del capitalismo. Y nos creemos al último farsante que nos promete adelgazar comiendo lo que queramos (véase la letra pequeña)  o aprender inglés sin esfuerzo (ídem).

El hombre contemporáneo, al igual que el medieval o el antiguo,  cree en multitud de cosas indemostradas. Algunas son ciertas, otras discutibles, otras se contradicen entre sí y otras son manifiestamente falsas y estúpidas. Pero a diferencia del hombre de épocas pasadas, el actual se cree racional, científico. “Yo solo creo en lo que veo.” Es la divisa no solo de los antaño llamados espíritus fuertes, no solo de las minorías intelectuales, sino del hombre común, de la masa. Se trata, qué duda cabe, de algo muy distinto del dogmatismo. El dogmático es consciente de sus dogmas. Nuestros escépticos de todo a cien permanecen en una inconsciencia total de la multitud de prejuicios que albergan. Y ello tiene como resultado dos cosas: La escasa o nula capacidad de autocrítica, por un lado, y la capacidad de sostener al mismo tiempo ideas que se basan en principios antitéticos, por otro. El que ignora los principios, las ideas de que se alimenta su intelecto, difícilmente podrá ponerlas en cuestión. E incluso podrá sostener conclusiones que se oponen a algunos de sus principios, sin apercibirse.
El hombre contemporáneo no tiene en realidad nada de racional, si por tal entendemos la mera coherencia. En la subvariante del progresista europeo, nuestro tipo humano actual no cree en Dios, pero sí cree en la “energía positiva”. O, si es un adepto de la divulgación científica más aseada, se burlará de quienes leen la sección del horóscopo en la prensa, pero dará credibilidad a la última hipótesis científica como si fuera poco menos que la verdad absoluta, con la misma ingenuidad acrítica con la cual otros se toman los pronósticos de un tarotista. “Lo dicen los científicos” pertenece prácticamente al mismo nivel de incuria intelectual que “lo dicen los videntes”, máxime cuando lo que supuestamente dicen los primeros ha pasado por esa máquina de simplificación y tergiversación que son los medios de comunicación, y no pocos libros del género divulgativo. Es exactamente en lo que pensaba Chesterton cuando afirmó que “los escépticos son muy crédulos: Creen fácilmente en periódicos y enciclopedias.” (Ortodoxia.)
La incoherencia intelectual alcanza sin embargo las máximas cotas en el caso del ateo militante. En Europa es un tipo muy común, y no solo entre intelectuales. El ateo no cree en nada, dice, lo cual es falso, como he señalado. Cree típicamente en la democracia, en los derechos humanos, en la justicia social, en el cambio climático, y en el feng shui. Dejemos por ahora la ecología y las recurrentes modas orientalistas. A fin de cuentas, son eso, modas que deben irse renovando, a medida que el público se cansa de ellas. Centrémonos en el credo liberal o socialdemócrata que hoy sostiene la mayoría de la población. Desde un punto de vista consistentemente ateo, ¿cómo podemos justificar que la democracia es mejor que la dictadura, o que la igualdad es preferible a la desigualdad y al racismo? Si todo es materia, cualquier escala de valores carece de base objetiva. No importa que la mayoría de la gente prefiera la libertad y la igualdad, el principio de la mayoría es tan subjetivo como cualquier otro.
El ateo mínimamente lúcido admitirá eso sin problemas. Nos revelará aquello tan conmovedor de que él no necesita creer en un Dios justiciero, en un sistema de premios y castigos ultraterrenos para desear el bien. Nos hablará de la empatía, de la natural sociabilidad del hombre, que le lleva a preferir el bienestar ajeno, dejando de lado los casos patológicos. Pero hay un problema con esta teoría de la empatía. La experiencia demuestra que es muy limitada y, en ocasiones, caprichosa. Pasamos fácilmente del amor al odio hacia el prójimo, con motivos irrisorios. Y somos muy fácilmente manipulables al respecto. Los nazis supieron anular los más elementales sentimientos de compasión hacia nuestros semejantes, por el procedimiento de la deshumanización del otro. Sin llegar a esos extremos de maldad, lo innegable es que la empatía adopta una forma de círculos concéntricos de intensidad decreciente. Nos preocupan nuestros familiares cercanos más que los lejanos; más nuestros amigos íntimos que los conocidos; más nuestros compatriotas que los extranjeros.  Nos apena y perturba profundamente la muerte de un ser querido; pero recibimos la noticia en televisión de la muerte de miles de personas en un terremoto a ocho mil kilómetros de distancia, y esa noche dormimos perfectamente.
¿De dónde surge entonces la idea de que debemos preocuparnos por el hambre en el mundo,  de que las persecuciones raciales son execrables o, incluso, que se deben respetar las garantías judiciales de los peores criminales confesos? La explicación más extendida, desde antiguo, ha sido la convencionalista. Los seres humanos han dado en convenir los principios morales, con el fin de poner freno a las pasiones de los individuos, que destruirían el orden social. La moral obedece a la clase de cálculos que todos realizamos cotidianamente, por los cuales renunciamos a una satisfacción inmediata, en pos de una futura, que consideramos preferible. Así, por ejemplo, rechazamos la sed de venganza, porque creemos que el mecanismo de una justicia impersonal es mejor para todos. (Mañana podrían acusarnos a cualquiera de nosotros de algo que no hemos cometido.)
El problema de la teoría convencionalista es conocido: No hay un solo orden social posible. ¿Cómo determinamos cuál es el mejor sistema social posible? Si nos basamos en razones morales (por ejemplo, el  que permita la felicidad del mayor número) caemos en un razonamiento circular. No podemos defender una determinada moral con presupuestos morales, sin caer en una regresión al infinito para defender esos mismos presupuestos. ¿Por qué es mejor la felicidad de la mayoría que de la minoría?
En el caso límite, desde un punto de vista lógico podemos preguntarnos por qué es mejor la felicidad de todos que la de un solo individuo. O dicho más crudamente, ¿por qué habría de importarme a mí el interés general? ¿Qué me impide beneficiarme cínicamente de que los demás acaten las reglas en general, mientras yo las incumpla a mi conveniencia, siempre y cuando pueda eludir las sanciones? No puedo oponer a este punto de vista razones morales, puesto que ya antes he definido la moral como una forma inteligente de egoísmo. O por expresarlo lapidariamente: Si la moral es convención, todo lo que convengamos pasa a ser moral.
Se podría replicar que esto no es ningún problema, salvo si estamos contaminados todavía por prejuicios judeocristianos. Efectivamente, la idea de que las leyes morales son algo objetivo, preexistente a cualquier tipo de ordenamiento social, tiene un origen inequívocamente religioso. En el momento en que negamos la objetividad de los principios morales, tenemos que aceptar que no existe ningún otro motivo para deplorar el asesinato, el robo o el estupro que el hecho de que están prohibidos por normas encaminadas a preservar la vida civilizada, no porque en sí mismos estos actos sean malos. Y el ateo o agnóstico seguramente dirá sin inmutarse que con eso nos basta.
Sin embargo, los ateos rara vez son consecuentes con este razonamiento. Ellos hablan y actúan como si existiera una moral universal y objetiva, y con frecuencia demandan cambios en la legislación positiva para que se adapte a su idea de esa moralidad. Por ejemplo, exigen la abolición de la pena de muerte en los Estados Unidos (de China o de países islámicos no suelen acordarse) y demandan el aborto libre, alegando que es un derecho de la mujer. Incluso exigen el respeto a los derechos de los animales, con medidas como la prohibición de las corridas de toros.
El filósofo Jesús Mosterín ha defendido esta incongruencia con una sinceridad poco común. Según él, el único derecho que existe es el positivo, es decir, las leyes elaboradas por los hombres.  El derecho natural (fundado en la naturaleza y/o en Dios) es puramente “mitológico”. Ahora bien, en ocasiones, utilizamos la “jerga de los derechos” como una pura “herramienta retórica” para promover cambios en la legislación. No tenemos que ser tan ingenuos como para creer que existe algo así como un derecho universal y eterno de los negros o de las mujeres a votar.  “Los presuntos [sic] derechos humanos (...) tienen un gran valor retórico, práctico, propagandístico y persuasivo, lo que no es poco...” (Mosterín, ¡Vivan los animales!, 2003, cap. XVII.)
Ahora bien ¿cuál es el motivo esencial por el que demandamos cambios en la legislación? Según Mosterín, las razones son puramente sentimentales y emocionales. Es decir, a medida que cambia nuestra “sensibilidad moral”, demandamos la reforma del derecho positivo y de las costumbres para acomodarla a nuestras “intuiciones morales”. Así que volvemos de nuevo a la empatía como fundamentación de la moral, pero ahora con una perspectiva histórica. La empatía hacia otros seres humanos, hacia otros grupos, es algo que cambia con el tiempo, y de ahí que antes se tolerara e incluso defendiera la esclavitud, mientras que ahora se aborrezca.
“El cambio de nuestros sentimientos morales de empatía y compasión conduce al cambio de nuestra consideración moral de otros grupos, lo cual a su vez (a través de la postulación de derechos para esos grupos) conduce a la reforma de la legislación.” (Loc. Cit.)
Por qué los sentimientos morales cambian, eso no parece preguntárselo nuestro filósofo. Pero él no se limita a constatar cómo se generan las normas humanas, sino que toma partido, y considera como un progreso, por ejemplo, que la prohibición de la tortura se extienda no solo a todos los seres humanos, sino incluso a todos los “hominoides”. La sospecha de que su visión del progreso moral no es meramente descriptiva, sino que se han deslizado en ella presupuestos morales, es inevitable. Mosterín caería también, miren por dónde, en el razonamiento circular. Por un lado, nos dice que la moral es algo cambiante, según los gustos. Por otro lado, nos sugiere que unos gustos son moralmente superiores a otros, que abominar de las torturas animales es un progreso moral comparable a la abolición de las torturas a los prisioneros de guerra. No explica en absoluto por qué las intuiciones morales más recientes son mejores que las anteriores, y es lógico, puesto que con su concepción de la moral no puede hacerlo.  De hecho, en la historia se han dado casos de cambios hacia la exclusión de determinados grupos humanos de la esfera de los derechos.  Es más, los propios cambios que defiende Mosterín excluyen a una parte de los seres humanos de cualquier consideración de empatía: Los fetos humanos pueden ser exterminados sin compasión, en aras de un “retórico” (recuerdo que el adjetivo es de Mosterín) derecho de la madre a decidir sobre su propio cuerpo, lo que parece reducir al feto a la categoría de tumor. Y la preservación de los derechos de los animales implica la restricción de ciertos derechos humanos, por ejemplo, a celebrar corridas de toros, lo que puede conllevar acaso hasta penas de prisión para quien incumpla la nueva legislación animalista. La empatía de nuestro filósofo es curiosamente selectiva.
El problema de nuestros ateos y su ética sin Dios es que casi nunca son verdaderamente consecuentes. Por un Max Stirner o un Nietzsche, los miles de ateos o agnósticos del montón continúan expresándose en términos de una moral universal y eterna, que han interiorizado procedente del cristianismo, aunque a menudo les moleste que se lo señalemos. Jesús de Nazaret defendió amar incluso a nuestros enemigos. El fundamento de todo nuestro garantismo jurídico, de las leyes para proteger tanto a delincuentes comunes como a prisioneros de guerra, está ahí. Cuando nuestros progresistas ateos se escandalizan por la situación de los presos en la base de Guantánamo (los once millones de cubanos que viven fuera, bajo una férrea dictadura socialista, no les suelen incomodar tanto) están aprovechando, para sus fines propagandísticos,  la vigencia que sigue teniendo en nuestra cultura el precepto evangélico de amar al prójimo, incluso a los enemigos. (Lo que por cierto nunca defendió Cristo es el suicidio ni, por tanto, la rendición incondicional ante quien quiere destruirnos.)
Así pues, el ateo tiene dos opciones ante sí, si quiere ser consecuente: O abandonar por completo cualquier reminiscencia de cristianismo que quede en él, dejando toda la retórica de los derechos humanos y la defensa de los débiles para los profesionales de la política, que seguirán utilizándola, como aconseja Mosterín, por mera conveniencia propagandística. O bien tiene que dejar de ser ateo, y admitir que existe un orden moral trascendente. Esto no es todavía una conversión religiosa. Es simplemente adoptar una posición de humildad intelectual, cuyo primer efecto sería el de respetar mucho más nuestra tradición cristiana, y abrirse a un debate franco, sin alaridos contra el “integrismo”, la “intolerancia” y todas esas expresiones que tanto gustan de cultivar los medios y los intelectuales autodenominados progresistas.