sábado, 21 de abril de 2012

Puestos a ser cínicos

Carlos Iaquinandi Castro, presidente del Centro Latinoamericano de Reus (Tarragona), en un breve artículo titulado "El control de los recursos propios", defiende la expropiación de YPF a manos del gobierno argentino, con argumentario de la paleoizquierda tercermundista. (Lo leí en la versión impresa del Diari de Tarragona del 18 de abril.)

Hasta aquí, no se pierden nada. Lo que me ha llamado la atención es la frase con la que arranca la pieza, que dice así:

"La lógica de la empresa privada es la ganancia. El objetivo de un gobierno es mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos."

Es entrañable la capacidad de desdoblamiento de personalidad que tiene la izquierda. Por un lado, sus acólitos son capaces de manifestar el mayor escepticismo, una visión cínicamente desengañada de la vida y de la sociedad, propia de hombres de mundo escarmentados por los muchos palos recibidos. Como en el tango, "el mundo fue y será una porquería", etc. Pero por otro lado, atesoran en su interior, presto a sacarlo a relucir, la mayor de las ingenuidades, el idealismo más rayano en el lirismo multicolor: "El objetivo de un gobierno es mejorar las condiciones..." ¡Qué enternecedor!

La pregunta, claro, es la siguiente: ¿Cómo saber cuando toca idealismo y cuando toca escepticismo? Porque en principio, parecería más coherente ser escéptico o ingenuo siempre, con la misma vara de medir, no las dos cosas a la vez o alternativamente. Si decimos que los gobiernos están para mejorar la vida de la gente, lo justo y equilibrado es decir que las empresas también, puesto que crean puestos de trabajo que son -con gran diferencia- el principal instrumento de distribución de la riqueza. Además, gracias a la competitividad generada por el mercado libre, se reducen progresivamente los costes de numerosos bienes de consumo, medidos en términos de poder adquisitivo. Los ciudadanos del 2012 viven mejor que los de 1992 gracias a las empresas, a los puestos de trabajo que han creado, y a las mejoras productivas que han introducido en estos últimos veinte años (no hablemos de los últimos treinta, cuarenta, etc). Y tampoco lo olvidemos: gracias a los impuestos que han pagado.

En sectores como la sanidad, la educación o las pensiones, donde el sector público tiene una presencia dominante, sencillamente no nos han dejado comprobar cómo hubiera funcionado el mercado. El Estado ha impuesto su modelo, y nos ha dicho que en consecuencia debemos estarle agradecidos. Y efectivamente, una mayoría de la población ha desarrollado un claro síndrome de Estocolmo ante quien le ha educado, le ha sanado y subsidiado durante décadas, sin posible término de comparación.

El izquierdista impenitente concederá, tal vez, que los empresarios crean puestos de trabajo, pero que esa no es su verdadera motivación, la cual se reduce al mero afán de lucro. Aquí cierto liberalismo autosuficiente  e ideológico (a lo Ayn Rand, para entendernos)  nos dirá que eso no importa en absoluto, que lo decisivo es lo que obtenemos gracias al egoísmo de los agentes económicos, tantos empresarios como consumidores, optimizando todos el aprovechamiento de las recursos en la búsqueda de sus intereses individuales. Personalmente, estoy en desacuerdo con esta afirmación. Creo que sin unos cimientos morales, previos al liberalismo económico en sentido teórico estricto, el mercado no funciona a la manera idílica que nos describen los tratados de economía. Por supuesto que un empresario busca la ganancia, pero simplificamos burdamente su psicología si no tenemos en cuenta sus ilusiones por un proyecto, por un producto y, sí, también su compromiso con sus empleados, con los que llega a estrechar con frecuencia vínculos que van más allá de lo meramente contractual.

Pero si todo esto le parece muy edulcorado al progre que solo ve en un empresario a un explotador, pues bien, juguemos a ser cínicos. Las empresas solo persiguen la ganancia, pisoteando a quien sea con tal de obtenerla... Y los gobiernos solo buscan el poder, su única ambición es mandar, controlar, inmiscuirse en la vida de la gente, allanando todos los obstáculos jurídicos, institucionales y por supuesto morales que se les oponen. Puestos a ser escépticos y desilusionados, seámoslo hasta las últimas consecuencias, no según nuestra conveniencia o nuestras simpatías.