martes, 10 de abril de 2012

La caza del políticamente incorrecto

Mario Vargas Llosa ha escrito un artículo titulado "La caza del gay", movido por una loable indignación. El hecho que desencadena su reflexión es el brutal asesinato de un joven homosexual, acaecido en Santiago de Chile, a manos de unos supuestos neonazis. Digo supuestos, porque el propio escritor deja entrever que esos bárbaros asesinos posiblemente utilizan la estética neonazi como pudieran utilizar cualquier otra, a fin de adornar su necia y pervertida forma de divertirse.

Sin embargo, más allá de la buena intención del gran escritor peruano, y como suele ser ya habitual en este tipo de piezas de denuncia, en el artículo se deslizan dos supuestos muy discutibles. El primero es que la causa de este tipo de crímenes (las agresiones contra homosexuales) hay que buscarla en una extendida homofobia que "se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación, aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y en las comedias teatrales". El segundo supuesto es que, quien de verdad esté contra las sevicias y atentados contra las personas homosexuales, debe estar consecuentemente a favor del matrimonio homosexual, y de la adopción de niños por gays, lesbianas y transexuales.

El primer supuesto es una de las variantes de la falacia sociologista, que consiste en responsabilizar a la sociedad de conductas individuales. Si un tarado entra en un edificio público y empieza a pegar tiros indiscriminadamente, porque lo han despedido del trabajo, los medios de comunicación convencionales se explayarán hasta la sociedad sobre la "cultura de la violencia" que existe en nuestra sociedad. Si la matanza se produce en Estados Unidos, no duden que volverán por enésima vez a criticar la libertad de posesión de armas, caricaturizando a los miembros de la NRA como unos vaqueros chiflados. Y en cualquier caso no faltarán los mentecatos que deplorarán la proliferación de videojuegos belicistas y hasta clamarán contra la obsesión por la "competitividad" que domina las sociedades occidentales. Todo con el resultado de escamotear la ineludible, la única culpabilidad que existe, que es la individual. La de quien desprecia la vida del prójimo, sea cual sea el pretexto que enarbole.

Cuestión aparte es si realmente está tan extendida esa homofobia radical de la que habla Vargas Llosa; o mejor dicho, a qué llamamos homofobia. El artículo sugiere que dentro de esta actitud se incluiría un amplio espectro de conductas, desde los chistes de maricas hasta los casos más lacerantes de discriminación. En su relato Los cachorros, Vargas Llosa nos narraba la historia de un joven accidentalmente castrado desde la infancia. Se trata de una pieza literariamente magistral, que entre otras cosas, retrata insuperablemente la crueldad, muchas veces torpemente involuntaria, con la cual el entorno trata a menudo al que es diferente, forzándole a ocultar esa diferencia. Sin embargo, más allá de interpretaciones en el fondo triviales, para las cuales la castración física del protagonista es un símbolo de la castración moral de una sociedad alienante y bla, bla, bla (que seguramente el Vargas Llosa izquierdista de la época, aprobaría) hay un hecho insoslayable. Y es que el protagonista tiene un problema físico real, que le impide llevar una vida sexual normal. Por muy exquisitamente, por muy inteligentemente que su familia, amigos y educadores hubieran gestionado la situación, el problema no hubiera desaparecido.

Por supuesto, la corrección política actual desaprueba que comparemos a los homosexuales con personas enfermas o discapacitadas. En cierto sentido es verdad que no lo son, pues pueden llevar una vida perfectamente normal, exactamente igual que las personas heterosexuales. Pero al mismo tiempo es evidente que la homosexualidad es una desviación o alteración de un sentimiento con fundamentos biológicos indiscutibles, como es la atracción hacia el otro sexo. Este sentimiento solo puede equipararse en importancia a otros distintos si hacemos un ejercicio de frivolidad considerable. Lo cual, a despecho de la extendida homofobia que denuncia Vargas Llosa, es moneda corriente en la actualidad. Hemos pasado de la denigración  y persecución del homosexual (cosa ciertamente inhumana y deplorable) a una absurda exaltación, no exenta por cierto de hipocresía. Cualquiera que pretenda estar a la última dirá que no sentiría la menor contrariedad en caso de que un hijo le descubriera su homosexualidad, salvo por los problemas que le pudieran ocasionar los prejuicios sociales todavía existentes.

El segundo supuesto es mucho más insidioso, pues supone una condena moral apriorística de cualquier crítica contra la homosexualidad. La Iglesia, la institución más importante que se opone a la corrección política (no sin discrepancias en su seno), distingue perfectamente, para cualquiera que quiera escuchar, entre las personas homosexuales (dotadas de la misma dignidad irreductible que cualquier otro ser humano) y la conducta homosexual, que desaprueba profundamente. Se puede compartir o no esta postura, pero lo que no es válido, intelectualmente al menos, es tergiversar la esencia del mensaje cristiano. El mismo Jesús que desaprueba el adulterio es el que salva a una adúltera de la lapidación. Que hasta hace bien poco las sociedades cristianas, al igual que muchas otras, siguieran aplicando sanciones crueles o desorbitadas en materia de moralidad sexual, no demuestra que esa crueldad sea atribuible al cristianismo, ni demuestra que esa moralidad (la desaprobación de la promiscuidad, de la homosexualidad, etc) sea en sí misma condenable, y debamos entronizar unos valores antitéticos. Que en algunos países bárbaros corten la mano a los ladrones no significa que el robo deba ser considerado uno de los derechos humanos. Que en esos países también ahorquen a los homosexuales, no significa que debamos promover la homosexualidad, enseñando a los jóvenes desde la más tierna infancia que es una cosa estupenda. Que los nazis recluyeran a los comunistas en campos de concentración no significa que criticar el comunismo nos acerque a posiciones nazistoides.