domingo, 15 de abril de 2012

Juancarlator

El debate entre partidarios de la república y la monarquía siempre me ha parecido bizantino. En el mundo, la inmensa mayoría de países gozan, o padecen, de sistemas políticos republicanos, sean democráticos, dictatoriales o una cosa intermedia. La república no es garantía de nada, como no lo es tampoco, por cierto, la monarquía. Bien es verdad que una jefatura de Estado hereditaria resulta chirriante para la sensibilidad democrática. Pero a quienes nos preocupa más la limitación del poder político que las teorías sobre su legitimidad, las monarquías honoríficas de tipo europeo tienen también sus virtudes. Al mantener separada la jefatura del Estado, con toda su carga simbólica, del gobierno, de algún modo rebajamos la concentración de poder que pueda tener un primer ministro. En teoría esto vale para repúblicas del tipo de Alemania o Italia, pero precisamente porque allí la figura del Jefe de Estado es casi irrelevante en el plano simbólico, además de en cualquier otro, difícilmente puede cumplir la función equilibradora de un monarca hereditario... O de un presidente elegido por sufragio universal, como en Francia o Estados Unidos. Ahora bien, al sustraer al monarca del principio democrático, de alguna manera contrarrestamos también las tendencias despóticas que anidan en toda democracia, tal como vio Tocqueville. Esta función de contrapeso está muy atenuada por el hecho de que las monarquías parlamentarias prácticamente han eliminado cualquier rastro de competencia ejecutiva de sus monarcas, pero con todo, sobrevive en esto que de manera un tanto torpe y sumaria denomino plano simbólico.

Hecha esta aclaración previa de mi posición, me disculparán si paso a un tono más distendido. Porque una cosa es el debate monarquía o república, en el cual no entro porque me parece que no tiene una respuesta absoluta e inamovible, y otra muy distinta es el debate sobre un rey concreto, sobre Juan Carlos. Siempre se había dicho que los españoles éramos más juancarlistas que monárquicos. Nunca he sido ni una cosa ni otra, aunque menos todavía republicano, en el caso de España. Los breves paréntesis republicanos que ha conocido nuestra nación han sido una bufonada grotesca el primero, y una tragedia sangrienta el segundo. Enarbolar hoy la bandera republicana, esa con la banda inferior descolorida, me parece una de las muchas variantes de la estupidez política. Y que se ofenda el que quiera.

Sin embargo, salir hoy en defensa, no tanto de la monarquía como de Juan Carlos, sencillamente es una temeridad o una involuntaria autoparodia. Acabo de leer lo que ha escrito Salvador Sostres en su genial blog Guantánamo, con el que casi siempre estoy de acuerdo, principalmente en las cuestiones de fondo. Por supuesto que a Sostres le encanta provocar, y que su estilo muchas veces grandilocuente está deliberadamente concebido para sacudir a tantos espíritus sumidos en la mediocridad. Cuando habla por ejemplo de la Iglesia y del catolicismo, mientras que a muchos les parecerá ridículo y anacrónico, a mí me provoca una profunda corriente de simpatía y admiración. ¡Bravo por quien en nuestros días se atreve a defender sus creencias sin medias tintas, sin concesiones al relativismo imperante!

Ahora bien, los ditirambos dedicados a Juan Carlos, como encarnación de la institución monárquica, son dignos de mejor causa. Porque, qué quieren que les diga, un rey que a sus años se va a cazar elefantes a Botsuana y se rompe la cadera al caer por las escaleras, difícilmente evoca sentimientos de grandeza. ¿Cuántas operaciones, cuántas prótesis lleva ya el hombre? Pase que los medios de comunicación se mantengan pudorosos sobre las causas de tantos accidentes deportivos y domésticos. Pase que nadie ose expresar en público que a lo mejor una conducta más sobria habría evitado algunos de estos accidentes. Pero que encima hagamos el elogio de un hombre que se pasa todos los días en cacerías, esquiando y practicando no sé cuántos deportes más, actividades que consumen prácticamente todo el tiempo, incluso de una persona que tiene tanto, ya es pedir demasiado. Dudo que un señor con una vida tan agitada haya tenido el sosiego para leerse un libro en toda su vida, o que se pueda mantener con él una conversación larga sobre algún tema trascendente, que no verse de coches o de caza. Me dirán que un rey, un estadista, no tiene por que ser un intelectual, y me apresuro a mostrarme de acuerdo. Pero no me pidan que pese a ello lo admire. España ha tenido en su larga historia reyes sabios y cultivados, que seguramente además encontraban tiempo para la caza y las aventuras galantes. Juan Carlos (me gustaría equivocarme) no pertenece a esta tipología. Su vida está llena de una intensa, frenética actividad deportiva, como si huyera de un profundo y desolador vacío interior.