viernes, 30 de septiembre de 2011

Recortes y demagogia

El diario pro socialista El País titula: "La ola de recortes ahoga a las autonomías". Aunque no pueda hablarse de un error gramatical, la expresión es penosa. ¿Un recorte "ahoga"? El mal estilo literario revela una torpeza conceptual más profunda. La asfixia financiera en todo caso la provoca el exceso de endeudamiento, de facturas por pagar. Los recortes, al reducir los gastos, y por tanto disminuir los déficits públicos, podrán ser criticados por las razones que se quiera, pero no por ahogar a las autonomías; más bien todo lo contrario, lo que hacen es aligerar el peso de la deuda que las oprime.


La izquierda, en cuanto deje de gobernar, va a utilizar la demagogia contra los recortes del gasto público de manera sistemática. Lo de ahora es solo un aperitivo, un calentamiento. Me gustaría creer que una parte cada vez más importante de la opinión pública no se dejará manipular, y que en el fondo está encontrando cierta satisfacción, más o menos inconfesada, en que a los privilegiados funcionarios-para-toda-la-vida también les llegue su San Martín. Yo no me recato en manifestarla. Me gustan los recortes, y espero que pronto, después del 20-N, les llegue el turno a sindicatos, artistas subvencionados y demás vividores del cuento.

martes, 27 de septiembre de 2011

Zapatero y Peter Sellers

La agónica despedida de Zapatero se está haciendo larga, larga. Un tertuliano de Onda Cero lo ha comparado agudamente con el trompetista del inicio de El guateque, la inolvidable película de Blake Edwards protagonizada por Peter Sellers en 1968. Después de las semejanzas con Mr. Bean, faltaba que alguien recordara al patoso inspector Clouseau, o aún mejor, al desastroso actor de origen hindú que predica el amor y la armonía mientras destroza todo lo que encuentra a su paso... Por desgracia, la realidad siempre supera a la ficción.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Experimento mental sobre la inmersión

Acicateado por algunos comentarios discrepantes, pero inteligentes, a mi post interior, intento clarificar mis ideas. Propongo un experimento mental. Imaginemos que en Cataluña hubiera inmersión lingüística, en la escuela pública, pero en castellano, igual que en la mayor parte de España monolingüe, y que el catalán solo se estudiara en la asignatura de lengua catalana. Por supuesto, habría padres que reclamarían poder elegir el catalán como la lengua vehicular de sus hijos. ¿Cuál sería la posición de quienes ahora critican la inmersión lingüística en catalán?

Anticipo primero cual sería la mía. Yo no tendría nada en contra de la inmersión lingüística en castellano, es más, la preferiría incluso a la inmersión lingüística en catalán, aunque podría entender e incluso apoyar a los padres que reclamaran la opción de la inmersión lingüística en catalán para sus hijos.

Sospecho, en cambio, que muchos que ahora hablan de libertad, contrarios a la inmersión lingüística en catalán, no verían ningún problema en la inmersión lingüística en castellano. Les parecería lo "natural", dado que el castellano es oficial en toda España, una lengua con mucho más peso demográfico en el mundo, etc. Y yo compartiría estos argumentos, debo decirlo. No pensaría que los padres catalanohablantes estarían siendo relegados a una ciudadanía de segunda. Y sin embargo, estaría de acuerdo en concederles la opción de elegir la lengua vehicular de sus hijos.

Fin del experimento mental. Lo que ocurre, como sabemos, es lo contrario. Yo, la verdad, como acabo de confesar, preferiría la inmersión en castellano (siempre que el catalán no dejara de estudiarse: también es mi lengua), pero no creo que mi libertad esté coartada porque no pueda elegir, dentro del sistema público de enseñanza, que la lengua vehicular sea el castellano. Defenderé siempre a los padres que lo reclaman, por supuesto, pero no creo que se esté lesionando ninguna libertad esencial. Simplemente, mi concepción de Cataluña y España es diferente de la de los nacionalistas, pero creo que lo peor del nacionalismo no es que haya impuesto el modelo de inmersión en catalán. Me parece mucho peor, por ejemplo, la forma en que a los alumnos se les enseña la historia. O la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Y muchísimo peor que existan delaciones lingüísticas en el sector privado, o que se pueda obligar a las emisoras de radio o a las salas de cine con cuotas lingüísticas. Porque eso sí que atenta directamente contra libertades esenciales. No la lengua que se utiliza en los colegios.

Fotografiar el pasado

El descubrimiento, aún por confirmar, de que los neutrinos pueden viajar más rápido que la luz, ha disparado las especulaciones en tono pretendidamente serio acerca de que quizás la máquina del tiempo deje de ser una fantasía en el futuro. No sé si H. G. Wells fue el primero en novelar sobre esta idea. En todo caso, eludió las paradojas irresolubles de viajar al pasado, pues su protagonista solo viajaba hacia el futuro, salvo para regresar al presente. Supongamos que un individuo retrocede varios años en el tiempo y mata a su abuelo antes de que engendre a su padre. En consecuencia, no puede haber nacido, y por tanto, no puede haber viajado en el tiempo. Luego, ese viaje al pasado no ha sucedido jamás, se anula a sí mismo. Hay autores de ciencia-ficción, sin embargo, que han explorado otras posibilidades, quizás aún más inquietantes. El viajero en el tiempo mata a su abuelo y regresa al presente, pero evidentemente este ha cambiado. Entre otras cosas, él nunca ha existido en ese presente; cuando regresa, su mujer está casada con otro, los hijos de ella no son suyos... Fue Isaac Asimov quien llevó posiblemente hasta sus últimas consecuencias las implicaciones lógicas de los viajes en el tiempo, en su novela El fin de la eternidad, donde imagina una civilización de un futuro remoto que se dedica -de manera secreta y rutinaria- a alterar la historia...

Sospecho que el viaje al pasado jamás será científicamente planteable, por una razón. En la medida en que actuamos causalmente sobre el pasado, modificamos el presente. Pero quienes viven en ese período concreto son absolutamente incapaces de percibir ese cambio. Ni siquiera el viajero en el tiempo puede hacerlo, aunque regrese, porque él también forzosamente tiene que cambiar, quizás incluso dejando de existir, como en el ejemplo clásico del parricida. No hay recuerdo posible de un presente que nunca existió. Ahora bien, en ciencia, lo que por definición no es perceptible, sencillamente no existe: Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem. ¿A santo de qué postular líneas temporales paralelas que ningún experimento nos permitirá observar o siquiera barruntar?

Cosa bien distinta es la observación del pasado, sin influir en él. Aquí realmente sí que se abren posibilidades extraordinarias, y que no entrañan ningún tipo de paradojas, aunque sí una ampliación del conocimiento humano -especialmente del conocimiento de nosotros mismos- de consecuencias incalculables. En su página de El Mundo de hoy, Luis M. Ansón, sugiere el tema, aunque quedándose en los tópicos superficiales de poder contemplar a Julio César, Luis XIV o Napoleón en momentos más o menos literarios. Ciertamente, no carecería de interés profundizar en las biografías de esos personajes, pero las posibilidades van muchísimo más allá de la curiosidad erudita. Imaginemos que podemos penetrar en las edades más desconocidas, en el paleolítico y el neolítico, en los orígenes de las civilizaciones. Imaginemos también que pudiéramos observar en directo, como en la popular novela de J. J. Benítez, Caballo de Troya, la crucifixión de Cristo. Que pudiéramos verificar la resurrección... Qué revoluciones culturales no se producirían si de verdad pudiéramos conocer detalles insospechados de nuestro pasado.

A un nivel más pragmático, imaginemos la revolución que se produciría en la criminología si pudiéramos fotografiar la escena del crimen, justo en el momento que este se hubiera producido. No podríamos impedirlo, pero sí identificar fuera de toda duda al criminal. Por cierto que con ello se eliminaría la única razón seria (en mi opinión) contra la pena de muerte, al desvanecerse toda incertidumbre sobre la autoría de un asesinato. El fiscal solo debería pasar ante el jurado el cronovídeo de los hechos... Imagínense esto aplicado al 11-M y a otros muchos misterios de nuestro tiempo.

Estas especulaciones inevitablemente tienen un aire ocioso. Pero nos recuerdan la principal consecuencia del progreso tecnológico: Que el futuro no se puede prever. De ahí que siempre sea aconsejable el escepticismo ante quienes pretenden que tal o cual cosa sea imposible, para bien o para mal, o que ya lo sabemos todo sobre un determinado asunto. Quién podía imaginar, cuando se inventó la telegrafía, que eso solo era el principio, y que un día nítidas imágenes circularían instantáneamente por todo el planeta, en tiempo real. Hace unos días, un laboratorio en Roma detectó neutrinos que viajaban más rápido que una señal de radio. Quizás dentro de unos años podamos dirigir estos neutrinos hacia el pasado y obtener los reflejos resultantes. La idea es tan sugestiva como sobrecogedora.

Quatre per quatre setze

Esta mañana escuchaba el programa Sin complejos en esRadio. Me ha llamado la atención que Luis del Pino dijera que la cuestión de los toros en Cataluña no tiene nada que ver con la libertad, y que resulta esperpéntico plantearla así. Que si lo que les preocupa es la libertad, lo que deberían hacer los amigos de la tauromaquia es ir a protestar frente a los colegios públicos, donde no se permite a los padres que lo deseen elegir el castellano como lengua vehicular de la educación de sus hijos.

Minutos después era el turno de la intervención semanal de Pío Moa, casi siempre muy interesante, pero que hoy volvió con su matraca sobre el inglés, que está desplazando al español, etc. Y al final llega a decir que eso es mucho más grave que la inmersión lingüística en Cataluña, porque esta no va a tener éxito. Se entiende: no tendrá éxito en desterrar al español. De lo cual implícitamente se deduciría (esto lo digo yo) que para Moa el debate sobre la inmersión no es tanto una cuestión de libertad, como de idea de España. Igual que los toros, en suma.

Pero partamos de los hechos, antes de entrar en debates acaso estériles. ¿Seguro que no se puede estudiar en castellano en Cataluña? En realidad, sí se puede, como lo demuestran a menudo algunos medios de comunicación, que nos revelan los elitistas colegios a los que los propios dirigentes nacionalistas (pero no solo ellos, claro está) envían a sus hijos. Lo que no se puede hacer en Cataluña es elegir el español en la enseñanza pública. Luego, no es un problema de falta de libertad, sino de concepción de lo que son España y Cataluña, y del modelo educativo. El hecho de que esos colegios donde no se practica la inmersión en catalán no sean asequibles al bolsillo de la mayoría no tiene nada que ver con la cuestión de la libertad, como todo buen liberal sabe. No porque yo no pueda permitirme comer caviar todos los días voy a decir que en Cataluña, o en Pernambuco, no existe libertad para consumir caviar.

El razonamiento anterior no es incompatible con preferir un sistema en que los padres pudieran elegir la lengua vehicular de la enseñanza de sus hijos, incluso en la escuela pública. Del mismo modo que se puede preferir que no se prohíban los toros, y no por ello hacer de ello una cuestión de libertades, sino de símbolos, tradiciones, etc. Como yo no soy nacionalista, los argumentos melodramáticos que estos emplean para defender su modelo me parecen ridículos y falaces. Pero siempre me he sentido incómodo con la obsesión de ciertos autores a quienes admiro (pienso, por supuesto, en primer lugar, en F. Jiménez Losantos) por convertir la cuestión de la enseñanza del castellano en una cuestión de libertades en sí misma. Lo es solo en la medida en que el nacionalismo, como todo colectivismo, es terreno abonado para salvapatrias y proyectos de ingeniería social. Ahí está el problema del nacionalismo. No se trata de que viole un supuesto derecho sacrosanto de elegir la lengua de la educación. Personalmente creo tanto en ese derecho como en el derecho a cambiar de sexo a cargo de la Seguridad Social, es decir, nada.

Cuando los gobernantes, en lugar de gobernar, se dedican a tratar de moldear la sociedad a su gusto (a fer país) tenemos un problema, porque ningún gobierno es nadie para imponer la transformación de la sociedad. A partir de este momento, todos los abusos imaginables son posibles. La cuestión no es que las calles no estén rotuladas en castellano o que los libros de matemáticas, obligatoriamente, estén en catalán en la escuela pública. Eso nos podrá gustar más o menos, pero no toca una libertad esencial. A fin de cuentas, por minoritaria que sea en el mundo, el catalán es una lengua culta, como lo son el danés o el húngaro, y no pasa nada por que uno aprenda el teorema de Pitágoras en cualquiera de estas lenguas, mientras entienda lo que significa. En todas ellas se puede expresar que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Lo preocupante es lo que hay detrás de estos síntomas, que es el deseo de conformar a una población según un determinado plan, ateniéndose a un guión ideológico muy concreto.

Además puede ocurrir que no solo no estemos de acuerdo con los métodos de ingeniería social, sino tampoco con sus objetivos. Desde luego, yo no deseo una Cataluña independiente; tanto por razones prácticas como sentimentales, prefiero una España cohesionada, en la cual se respeten las particularidades culturales de cada región, pero donde el castellano, o español, fuera de manera efectiva la lengua oficial, la utilizada en la enseñanza, en las señalizaciones viarias, etc. Los catalanes nunca habíamos tenido problemas con el castellano hasta que una minoría de excusionistas y sardanistas neorrománticos y fascistoides se apoderaron del gobierno autonómico y empezaron a salir de hasta debajo de las piedras tipejos con barbita blanca de chivo que se sienten vejados por recibir un tiquet de compra donde diga "Droguería Manolo, para servirle." Llevamos años aguantando a estos lunáticos, pero precisamente por ello no vamos a comprar sus propios argumentos. Porque el de la barbita de chivo dice que Manolo el droguero coarta su "libertad" lingüística, su "derecho" a recibir un tiquet en catalán.

No, que el libro de matemáticas de mis hijos esté en catalán, no coarta mi libertad, aunque yo personalmente lo preferiría en español. Lo que sucede es que no tengo dinero para enviar a mis hijos a una escuela como la de los cachorros de Artur Mas; nadie más que yo tiene la culpa de que mis hijos aprendan álgebra en catalán, aunque la perspectiva tampoco me atormenta. Lo que amenaza mi libertad es que exista un gobierno que esté todos los días inmiscuyéndose en cosas que no son de su incumbencia, que obligue a rotular en catalán comercios privados (eso sí es una violación directa de la libertad, aunque poco frecuente: vayan ustedes a Tarragona) o que se salte las sentencias judiciales. Por ejemplo, en relación a la inmersión lingüística, de acuerdo: pero no porque esta en sí misma sea un atentado a la libertad, mientras no se extienda obligatoriamente a la enseñanza privada.

Si abusamos de la palabra libertad, incluso aunque sea para defender cosas perfectamente defendibles por otros motivos, no estamos favoreciendo la causa de la libertad, sino en el mejor de los casos, creando confusión. No nos preocupemos tanto por los pobres niñitos que estudian la tabla de multiplicar en catalán. Preocupémonos por la ideología del odio que se les inculca sutilmente, por las multas lingüísticas, por el famoso "tres por ciento" que se le escapó a Maragall, por la violación de la separación de poderes, por el mesianismo político. No hagamos un problema de lo que en sí mismo no lo es, no confundamos los síntomas con la enfermedad. Los toros, las banderas, el idioma de los libros de texto, no son tan trascendentes, me atrevo a afirmarlo. El problema, como siempre, son las ideas, las sutiles cadenas que estas forjan. Los gobiernos con ideas, los ideólogos en el poder: ahí está siempre el peligro.

sábado, 24 de septiembre de 2011

Cuántos profesores necesitamos

El mundo parece deslizarse hacia una catástrofe, mientras los supuestos expertos pontifican, cada cual con arreglo a su escuela o, por decirlo con las palabras de Borges,

...todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira...

Y sin embargo, lo que está sucediendo es muy fácil de explicar: Tanto gobiernos, como empresas, como individuos, hemos gastado durante años mucho más de lo razonable, nos hemos endeudado y ahora no tenemos más remedio que reducir nuestros gastos, para pagar las deudas. De lo contrario, si estas quedan sin pagar, la confianza y el crédito, en los cuales se basa toda civilización concebible, se destruirán. Las consecuencias de ello podrían ser terribles; alguien ha dicho que si el euro desaparece (pero se podría aplicar a la situación mundial), tendremos una guerra en diez años. Sin ánimo de ser apocalíptico, este tipo de pronósticos no carece de justificación. Basta detenernos en la historia del siglo pasado para extraer advertencias nada agradables. Pero los dirigentes de las principales naciones desarrolladas hasta ahora han optado por la huida hacia delante, con unas políticas de austeridad insuficientes, e inyecciones monetarias descabelladas, lo que supone el traspaso del problema a las generaciones futuras, o ni siquiera a tan largo plazo, a los próximos ciclos políticos en cada país.

Achacar al sistema la culpa de esta crisis es incurrir en una obviedad muy facilona. Evidentemente, un sistema en el que ocurre lo que está ocurriendo no funciona bien. La cuestión verdadera estriba en determinar qué parte del sistema ha fallado. El capitalismo de principios del siglo XXI consiste, grosso modo, en una economía en un 40 % pública y un 60 % privada, y esta última muy regulada en aspectos esenciales (como los tipos de interés) por el Estado. Afirmar, como hacen los opinadores escorados a la izquierda, que la culpa de todo la tiene el mercado, es cuando menos muy aventurado. Pero si así fuera, lo que no pueden hacer quienes defienden tal posición es disfrazar sus implicaciones: Que hay que dar más poder (todavía más) a los gobiernos.

Vicenç Navarro, catedrático de Políticas Públicas en la universidad Pompeu Fabra, insiste en que la única salida a la crisis es un aumento del gasto público, pero aunque se muestre contrario al déficit cero, y se haya manifestado en contra de la reforma constitucional pactada entre PSOE y PP, tampoco se atreve a defender cualquier endeudamiento, por mucho que le cueste reconocerlo. (Se puede escuchar aquí una tensa entrevista -en catalán- a la cual lo somete Manuel Fuentes. No se pierdan la prepotencia del catedrático, que se cree autorizado a sugerirle al periodista las preguntas que debería hacer, e incluso los tertulianos que debería invitar.) Lo que propone Navarro es más impuestos a los ricos, para seguir manteniendo el Estado de bienestar sin que se dispare excesivamente el déficit. El problema es que, como él sabe perfectamente, y sin contar los efectos contraproducentes de cualquier aumento de la presión o la progresividad fiscal (se acaba recaudando menos, al desincentivar la inversión, favorecer la economía sumergida y la deslocalización), las contribuciones de los "ricos" siguen sin ser suficientes para sostener los paquidérmicos Estados-providencia europeos. Como mucho permiten arañar algunos votos, no tanto por la medida en sí, como por el debate artificial que pretende provocar, con la intención de que la derecha se retrate "a favor" de los ricos.

En realidad, ninguna persona sensata puede poner en cuestión que hay que realizar recortes. Las discrepancias pueden surgir, en todo caso, acerca de a qué capítulos concretos de gastos hay que aplicar los tijeretazos.

Los socialdemócratas opinan que hay mucho margen para recortar gastos sin tocar la educación y la sanidad. La derecha, sobre todo en períodos electorales o preelectorales, no se atreve a cuestionar esta tesis. Pero a todas luces se trata de una media verdad. Por supuesto que existe un despilfarro estatal absolutamente injustificable. Pensemos, en el caso de España, en las televisiones públicas, tanto centrales como autonómicas y locales, en las ayudas al cine español (superiores el pasado ejercicio a lo recaudado en taquilla) o en la llamada "Ayuda Oficial al Desarrollo", que en 2010 fue de más 4.350 millones de euros. Sin embargo, el volumen de gasto "social" (sanidad, educación y pensiones) sigue siendo mucho mayor, descomunalmente mayor: Representa en España, aproximadamente, las dos terceras partes del presupuesto público del Estado central y las comunidades autónomas.

El hecho incuestionable es que las partidas de gasto superfluo e incluso más o menos vagamente corrupto existen gracias a que son fácilmente disimulables o relativizables en medio del colosal gasto "social". Quien dedica decenas de miles de millones de euros a pagar nóminas de profesores, de médicos o pensiones de jubilados, no tiene demasiado problema en distraer unas pocas decenas de millones de euros (bah, menudencias) en subsidiar películas de cine infumables u ONGés escasamente transparentes, además de, por supuesto, coches oficiales, dietas y ordenadores para personal político.

Del 2004 al 2010, el PIB español creció más o menos un 25 %. En el mismo período, el gasto en educación, según datos del gobierno actual, se incrementó en un 102,6 %. Los partidarios del PSOE lo esgrimirán como un motivo de orgullo, por supuesto. Pero a todas luces, se trata de un insensatez, sobre todo si tenemos en cuenta que el gasto público por alumno en España es superior al de la mayoría de países europeos, lo que no significa que la calidad de nuestra enseñanza lo sea también, sino todo lo contrario. El viernes pasado, el ex presidente de Castilla-La Mancha, entrevistado por Carlos Herrera y Casimiro García-Abadillo en Onda Cero, tras reconocer a regañadientes que el déficit dejado por su administración era mayor que el de muchas otras comunidades, dijo dos cosas. Primero, que asumía toda la responsabilidad por ello, lo cual nadie sabe en qué se traduce, más allá de una bonita frase. Y segundo, que ese déficit era consecuencia del enorme esfuerzo de su gobierno (mejor dicho, de sus contribuyentes) en educación, sanidad e infraestructuras, incluso cuando nadie podía negar la crisis.

Claro, ahora no hay dinero para pagar a los farmacéuticos, pero como ya no está el PSOE en el gobierno de la comunidad, quien venga detrás que arree. Es muy fácil incrementar el gasto en educación, en sanidad y en servicios asistenciales dejando las facturas por pagar para el gobierno entrante. Y encima, qué gozada, se puede acusar a la derecha de querer desmantelar el Estado del bienestar. Pero la cuestión es: ¿Fue nunca viable, más allá de un espejismo temporal, un sector público como el que tiene España, teniendo en cuenta sus niveles de productividad? Porque no sirve de nada compararnos con países "de nuestro entorno", como suele decirse, cuyo sector público es todavía porcentualmente superior en relación al PIB. Primero, porque eso no demuestra que a largo plazo no sea también insostenible, y segundo, y muy importante, porque países cuya economía es más productiva y competitiva que la nuestra quizás, en buena lógica, puedan permitirse una sanidad y una educación de más calidad.

"La educación es una inversión", nos dicen, y efectivamente es así, como también lo son las carreteras y los puentes, pero no podemos invertir cualquier cosa en ningún capítulo, por importante que sea. ¿Cómo debería la sociedad decidir lo que debe invertirse en autopistas, en colegios, hospitales, etc? La respuesta para quedar bien es que ello lo deciden los ciudadanos a través de sus representantes democráticamente elegidos. Pero la experiencia demuestra que eso conduce a construir colegios y hospitales, con sus correspondientes plantillas de profesores y médicos, que luego quizás no podremos mantener, porque a los representantes solo les preocupan los votos, no los problemas que se producirán dentro de veinte o treinta años.

Por suerte, existe un método perfectamente conocido para optimizar los recursos, invirtiendo en cada área lo que realmente la sociedad necesita, que se llama mercado, esa entidad ominosa que tanto deploran los adalides del Estado del bienestar. Cuando la gente libremente intercambia sus productos y servicios, el resultado es que acabamos teniendo los profesores, los médicos, los electricistas, los camareros y los actores, con sus correspondientes emolumentos, que realmente nos podemos permitir, no los que unos políticos deciden en función de sus miopes intereses electorales o de grupos de presión, que suelen coincidir, curiosamente, con sus conmovedoras proclamas ideológicas. O dicho de otra manera, el bienestar procede, ahora y siempre, del trabajo productivo, que es el que nos permite tener más y mejores escuelas y coches, más y mejores hospitales y casas, más y mejores carreteras y teatros, con el coste más razonable.

Desde tiempo inmemorial, este sistema no ha sido muy del gusto de los intelectuales, porque al contrario de la falacia tan extendida, el mercado no suplanta a la democracia, sino que es la democracia en su sentido más literal. El mercado está basado en las millones de decisiones que toma la gente, muchas de ellas equivocadas o estúpidas, pero en conjunto mucho más sabias que cualquier mente individual. Y eso es algo que los intelectuales nunca han sabido digerir bien. Parece que halagan a la gente cuando demandan mayor gasto social, pero en realidad se halagan a sí mismos, cuando se arrogan el derecho a que unas determinadas élites (con las que se identifican o se sienten influyentes) decidan por la gente en qué debe gastarse su dinero. Por supuesto, estos mismos intelectuales rebatirán esta elemental verdad con alguna versión más o menos remozada de la lucha de clases, de la supuesta eterna lucha entre los fuertes y los débiles, entre dominadores y dominados, y así conseguirán justificar una vez más su exigencia de un Estado justiciero que se oponga a la altanería de los fuertes... Convirtiéndose en el más fuerte de todos. Viejas mentiras cuyos daños son incalculables, pero que aún pueden hacer muchos más, si seguimos creyéndolas.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Una explicación más profunda

La enfermedad profesional del corresponsal de guerra, ya lo sabíamos, es el antiamericanismo. Un ejemplo prototípico es Mercedes Cabrera, cronista de la guerra de Irak, a la que el malvado ejército yanqui permitió sin embargo ir “empotrada”, como se dice en el argot, en sus filas. En uno de sus textos, la periodista de Vocento llegaba a comparar las víctimas del 11-S con las víctimas civiles de esa guerra. Es decir, implícitamente equiparaba el terrorismo con una intervención militar, que es exactamente como quieren que lo veamos los terroristas. Mucha gente, manipulada y agitada por la propaganda izquierdosa, interpretaría poco después del mismo modo los atentados de Madrid. Dijeron que el gobierno de Aznar mintió sobre su autoría, pero si no hubieran pensado, insinuado –y hasta enunciado crudamente– que el 11-M fue un acto de guerra, no hubieran exigido a ninguna administración que resolviera el caso antes de 24 horas, ni la SER se hubiera atrevido a inventarse la falsa noticia de los terroristas suicidas. El mensaje de la chusma izquierdista era evidente: “¿Veis lo que nos ha pasado por la estúpida guerra de Bush y Aznar?” Que es algo así como si alguien dijera, ante un atentado de ETA: “¿Veis lo que pasa por no respetar el derecho de autodeterminación de los vascos?”

El pasado 13 de setiembre leí un artículo especialmente deleznable de Cabrera en el Diari de Tarragona. Puede leerse también aquí. Se titula “La generación de la venganza”, y en él, de un modo miserable, se ridiculiza a todos aquellos ciudadanos norteamericanos (y a los que no lo somos) que se alegraron de la muerte (“asesinato”, dice nuestra puntillosa corresponsal) de Bin Laden. En su crónica, la sectaria periodista contrapone a dos jóvenes que eran unos niños cuando los islamistas perpetraron el mayor atentado terrorista de la historia. Uno, cuyo padre murió en el World Trade Center, al hacerse un adolescente no se conformó con la explicación “muy simplista” según la cual “hombres malos de otro país [vinieron] a atacarnos porque les molesta nuestra libertad y nuestra democracia”. Su ilusión ahora es entrar en la política “para acabar con la guerra de Afganistán y dar seguro médico a todo el país”. El otro, algo mayor (tenía 15 años el 11-S), declara que al ver por primera vez la imagen de Bin Laden “supe que mi vida no tendría sentido hasta que lo matáramos”; después acabaría ingresando en los marines.

No hace falta decir hacia quién van las simpatías de Mercedes Cabrera. El segundo le parece una víctima de la propaganda de la guerra contra el terrorismo iniciada por Bush hace diez años. Su predilecto, en cambio, posiblemente acabará perteneciendo a ese 80 % de estudiantes de las “escuelas de élite socioeconómica e intelectual” que, según una encuesta, miran por encima del hombro al norteamericano medio que salió a la calle a celebrar la muerte de Bin Laden, gritando “¡U-S-A, U-S-A!”, qué vulgaridad.

Es definitorio el empeño del artículo por desacreditar como simplista y propagandística la interpretación del 11-S como un crimen, un acto cometido por “hombres malos” que odian la libertad y la democracia occidental: “Tiene que haber algo más, (...) una explicación más profunda.” ¿Cuál es esa explicación más profunda que reclama la autora? Pues posiblemente algo tan sofisticado como que los Estados Unidos son una potencia imperialista que oprime y explota a los parias de la tierra...

Todo indica que aquellos que con cierto complejo de superioridad creen estar en posesión de una visión profunda de las cosas, en realidad son presas de una grosera superstición materialista, por la cual las ideas y creencias son un mero decorado de relaciones de dominación. El éxito de esta teoría, que Karl Marx elevó a su formulación más brillante, se debe en el fondo a no otra cosa que a su irresistible... simplicidad. Es sin duda muy tentador un juguete intelectual que sirve para explicarlo todo y que permite identificar sin vacilación a los buenos y a los malos, precisamente aquello de lo que se burlan todas las Mercedes progres de este mundo. La derecha defiende a los fuertes y la izquierda a los débiles. La historia es una lucha constante de los segundos (obreros, mujeres, inmigrantes, palestinos, gays y repartidores de pizzas) contra los primeros. La guerra civil española fue un conflicto entre demócratas y fascistas. El PP defiende a los ricos y el PSOE a los pobres. Profundidades insondables, que solo la élite intelectual alcanza a vislumbrar.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Columnista de El País compara al Tea Party con Al-Qaeda

"Es obvio que los extremistas del Tea Party no son asesinos", admite Moisés Naím. ¡Cómo! Si yo pensaba que Sarah Palin ya había abatido a tiros a unos cuantos opositores con su M16... "Pero... [prosigue] este grupo de radicales... es -por razones y con métodos muy distintos a los de Al Qaeda- una fuente de inestabilidad internacional."

A lo largo del artículo, Naím enumera algunos cargos contra estos extremistas:

No apoyan las medidas económicas de Obama,

cuestionan la teoría antropogénica del cambio climático,

están en contra del sistema público de Seguridad Social,

están a favor de la pena de muerte,

cuestionan a Darwin,

"insultan" a Keynes,

están a favor de la libertad de posesión de armas,

defienden la abstinencia sexual entre los adolescentes...

Se podrá estar de acuerdo o no con algunas de estas posiciones, pero es ridículo pretender que son exclusivas del Tea Party. Muchas de ellas las comparten muchos estadounidenses, y no solo entre los republicanos. En todo caso, comparar los efectos del cambio climático con los del terrorismo es una estupidez que pensábamos estaba reservada a figuras del calibre intelectual de Zapatero.

Otra cosa, claro está, es insultar a Lord Keynes. Eso sí que pone los pelos de punta y que remueve los cimientos de nuestra civilización. Querer eliminar el nombre de Cristo de la vida pública es una medida loable para nuestros progres, pero negarse a reverenciar las teorías de un finnochio inglés (por lo demás, que no era en absoluto progre) les produce urticaria. Afirmar que el gasto gubernamental nunca es en sí mismo algo bueno, ¡qué horror!

Cuenta George Bush (lo leía hoy en el ABC) que la mañana del 11-S, poco después de madrugar, había estado leyendo la Biblia. Bien, comprendo que esta es la clase de cosas que a los progres les ponen enfermos. A mí en cambio, qué quieren que les diga, me provoca envidia. Cuando aquí tengamos un presidente que se desayune con Isaías (o con Virgilio) en lugar de con el editorial de El País (o con el Marca) me sentiré más orgulloso de ser español.

La lástima es que en el Tea Party algunos no sean muy amigos de Darwin. Si leyeran a Steven Pinker, se darían cuenta de que el evolucionismo es un aliado esencial en el combate contra la corrección política. Pero dejando de lado detalles doctrinales, comparar la defensa de los valores cristianos con el integrismo islámico es un ejemplo de la repugnante equidistancia de la izquierda, que solo beneficia al islamismo, por mucho que hipócritamente niegue simpatizar con él.

Todos los que tuvieron sentimientos encontrados cuando se hundieron las Torres Gemelas son el verdadero problema, la quinta columna que da esperanzas a los islamistas de poder destruir nuestra civilización. No podrían ni soñar siquiera con esta posibilidad si no fuera por los enemigos internos de Occidente, por la guerra civil cultural (Martín Alonso) que nos corroe. Y que hace que a pedantescos y egolátricos personajes como Naím les preocupe tanto el Tea Party como Al Qaeda.

¿Quién manda en España?

Ante esta pregunta, un alumno aplicado podría responder con el artículo 1.2 de la Constitución: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.” Pero eso no responde la cuestión empírica, que no es quién ejerce el mando legítimamente, sino realmente.

Esto no implica dar por sentado que la legalidad sea una mentira, o como decían los marxistas, una superestructura de la clase dominante. Si realmente el poder se redujera a una posición de fuerza, no se entendería qué necesidad tendrían los poderosos de construir tales superestructuras para justificar su dominio de facto.

En realidad, como muy bien explicó Ortega, la fuerza viene dada por el mando y no al revés. Y el mando no se nutre de otra cosa que de la “opinión pública”, tanto en los países democráticos como entre los aborígenes australianos. Todo poder es en el fondo un poder espiritual.

La diferencia entre una democracia y una tiranía no es, como se suele creer ingenuamente, que la segunda carezca de apoyo popular, sino que en la primera el poder está limitado por las leyes, las instituciones y las costumbres políticas. Franco no hubiera gobernado durante cuarenta años si una parte considerable de la población no le hubiera apoyado, aunque fuera silenciosamente. Y lo mismo puede decirse de Fidel Castro.

Por tanto, la pregunta sobre quién manda, en España o donde sea, lo único que da por sentado es una obviedad: Que en toda sociedad humana, y en todos los niveles (empresas, asociaciones, ejércitos, naciones, etc) hay quien manda y quien obedece. El progreso de la civilización consiste en poner límites y controles al mando, al uso de la fuerza por parte de la autoridad, no en eliminar ni la una ni la otra, lo cual es mera fantasía.

Aclarado esto, cuando queremos saber quién manda, lo único que pretendemos es conocer qué clase de individuos ejercen esta actividad, cómo son y cómo alcanzan tal posición. Para nada nos interesan las elucubraciones conspiratorias.

Una respuesta muy difundida es precisamente alguna versión más o menos vulgarizada de la explicación marxista. Según esta, quienes mandan son los ricos; el poder y la riqueza son una y la misma cosa. El dinero puede comprar a la policía, a los jueces, a los políticos. Y todas las ocasiones en que eso efectivamente sucede, tanto en la realidad como en Hollywood, vienen a reforzar una tesis tan popular.

Pero si los ricos mandaran, no necesitarían pagar a quienes de verdad mandan. El dinero no compra al poder, aunque a veces se lo crea –paga un peaje. A veces esto no se entiende bien porque existen poderes que aparentemente se basan en el dinero, como la mafia. Pero en realidad su fuerza no tiene un origen económico, sino que se funda en vínculos de tipo parafeudal. Todo poder es por definición político y, en su estado de plenitud, carismático.

Todavía hay quien pretende hacer creer que en España existe una aristocracia del dinero que se perpetúa hereditariamente. Según Maruja Torres, la derecha está en contra de la función igualadora de la educación pública, porque "su objetivo a largo plazo es prolongar la hegemonía de sus cachorros, educados en las más exquisitas escuelas e imbuidos de la noción, que se les transmite, de merecedores de la herencia por derecho natural." (Como si los “cachorros” de los dirigentes de izquierdas no acudieran a los mismos centros.) En esta línea, el sociólogo José L. Álvarez afirma que en España la clase política, la judicatura, los consejos de administración de las grandes empresas, los bancos, siguen todavía impermeables a la movilidad social, y asegura que el PP es un partido que solo defiende los intereses de estas élites. (Sus millones de votantes tienen que ser, en consecuencia, “tontos de los cojones”, según la célebre definición de un alcalde socialista.)

En los años cincuenta, Charles Wright Mills, en su clásico La élite del poder, cuestionó el mito del sueño americano, según el cual cualquiera puede llegar a lo más alto en el país de las barras y estrellas. Decía Mills: “Por lo que yo sé, nadie ingresó en las filas de las grandes fortunas norteamericanas por el mero ahorro de un excedente de su salario.” Desde luego, no es fácil. Pero las estadísticas demuestran que la mayor parte de las grandes fortunas actuales de los Estados Unidos no tienen origen hereditario. ¿Puede decirse lo mismo de España? Seguramente, en menor grado que en Estados Unidos, pero en absoluto parece realista el cuadro de la sociedad que nos pintan los articulistas del periódico de Rubalcaba.

Toda élite o corporación tiende a la cooptación de sus miembros. Los juristas, los médicos, los periodistas, son admitidos como tales por otros juristas, médicos y periodistas, que son quienes establecen mediante las universidades y los colegios profesionales los criterios de admisión y de promoción. Uno no llega a juez, por lo general, por pertenecer a una familia de rancio abolengo, sino por sus resultados académicos y profesionales.

Más bien, lo que observamos es que, si existe algún criterio de admisión, es de tipo ideológico. Las universidades están dominadas (aquí como en Estados Unidos) por la izquierda. ¿Tiene las mismas posibilidades de promoción un estudiante de periodismo de ideas conservadoras o liberales que la mayoría que se deja llevar por la corriente “progresista”?

Existen gremios donde la tiranía de la izquierda quizás no sea tan absoluta. Todavía quedan médicos que objetan al aborto y jueces que creen que las leyes no pueden supeditarse a las circunstancias políticas. Es a esos jueces o empresarios o médicos a los que la izquierda considera como representantes de una clase con ínfulas elitistas, cuando en realidad defienden reductos de libertad que muchos quisieran ver desaparecer. Las sandeces tan repetidas sobre el clasismo de la derecha traslucen lo mal que lleva la izquierda la disensión. Y retratan al lector de El País, que también a su manera cree pertenecer a la élite cultural.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Golpe a la inteligencia

Material escolar de mis dos hijos, que estudian Primaria en un colegio público: 145,94 €. Libros de texto: 401,58 €. Total 547,52 €. Para los profesores, al parecer no hay crisis. Este año han remitido a los padres una lista de libros y material similar a los cursos anteriores, donde no faltan diferentes tipos de lápices, bolígrafos, rotuladores, papel, libretas, carpetas, etc.

Sabemos de antemano lo que replicarán si les criticamos por ello. Que la gente se gasta alegremente el dinero en los bares y en cambio luego protesta cuando tiene que comprar libros. El funcionario típico está convencido de que tiene derecho a decidir cómo debemos gastar nuestro dinero, sin consultarnos.

Tanto profesores como personal sanitario amenazan con ponerse en pie de guerra por los recortes de presupuesto. Su argumento siempre es el mismo: la sanidad y la educación no son "mercancías" (qué vulgaridad). Un editorial de El País titulado "Golpe a la enseñanza", denuncia que se considere a las políticas educativas de las comunidades de Madrid, Castilla-La Mancha y Navarra "como un gasto más, importante sin duda, pero sometido como el resto a los condicionantes de la coyuntura económica".

Siempre que alguien quiere defender una posición de privilegio, un interés corporativo, aludirá al interés general, al servicio público. Por alguna razón, a diferencia de cualquier otro producto, como por ejemplo el pollo o las patatas, se diría que es algo obsceno hablar de los costes de la enseñanza o la sanidad, pese a que es evidente que los tiene, como todo en este mundo. Y por supuesto, ni hablar de que podamos intercambiar libremente los servicios educativos y sanitarios al igual que hacemos con cualquier otro.

Que haya quien crea esta retórica interesada y falaz dice poco de la inteligencia humana. Claro que la educación y la sanidad están sometidas como todo a las condiciones económicas. Como todo en esta vida, tienen un coste, y eso significa que existen límites a lo que un país, al igual que un individuo cualquiera, puede gastar en educación, como en cualquier otra cosa. Pretender que existen sectores de la economía privilegiados, a los cuales deben subordinarse los criterios de racionalidad económica, es una de las mentiras más estúpidas de cuantas existen, por muchas veces que se repita.