miércoles, 20 de abril de 2011

El error de Jorge Valín

Jorge Valín ha vuelto a escribir un artículo defendiendo la eutanasia. Tampoco es la primera vez que yo escribo para replicar sus opiniones. No se trata de que tenga una obsesión con él. En realidad, admiro una cosa en Valín, y es que expone con valentía sus ideas, a sabiendas del rechazo que provocará en muchos. Si generar debate intelectual es bueno, debemos agradecerle sus artículos.

Mis desacuerdos con Valín parten de nuestras posiciones de principio, que son diametralmente opuestas. Él cree que las normas éticas pueden deducirse racionalmente, en un sentido "fuerte" de la palabra, del mismo modo que se puede demostrar el teorema de Pitágoras. Según él, toda norma deriva del principio de autopropiedad del cuerpo humano. De ahí deduce que la única limitación válida a la libertad personal es el principio de no agresión. Está permitido todo lo que no implique agredir a terceros. Cualquier comportamiento humano, por extravagante o repulsivo que nos parezca, mientras no implique iniciar una agresión, debe ser tolerado. De aquí se infiere también que el Estado es intrínsecamente inmoral y no debería existir, porque no hay justificación para la coacción si no es en respuesta a una agresión.

Por el contrario, yo no creo que pueda existir una ética more geometrico, como diría Spinoza, es decir, deducible a partir del mero pensamiento. La razón permite conocer qué medios son más adecuados para obtener un determinado fin, pero es completamente incompetente para determinar cuáles deben ser los fines últimos de la vida. Con ello no me adscribo a las teorías según las cuales la normas morales son puramente convencionales, y por tanto relativas. Creo que existen un bien y un mal absolutos, aunque no pueda demostrar tal aserto, ni puedo deducir racionalmente ninguna ley moral. Sin embargo, pienso que la mayoría de personas, al menos en nuestra cultura, se conducen de acuerdo con ciertos principios procedentes tanto de nuestra naturaleza como de la tradición judeocristiana, sean creyentes o no. Y pienso, por supuesto, que el Estado no tiene ningún derecho a situarse por encima de esta moral natural-tradicional.

La enfermedad profesional del intelectual consiste en imaginar principios que él juzga superiores a la tradición y atenerse, por coherencia, a las últimas consecuencias que se desprenden de ellos, incluso cuando chocan con nuestros sentimientos naturales y el legado judeocristiano. Un ejemplo extremo fue el de los ideólogos nazis, que partiendo de su credo racial, que ellos consideraban superior al cristianismo, se esforzaron por reprimir los más elementales sentimientos de piedad. Como dijo Hannah Arendt, la ideología puede "causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana."

Por supuesto, no pretendo comparar las ideas de Jorge Valín con el nacional-socialismo, pues no hace falta decir que son completamente opuestas. Pero sí creo que el error de toda ideología que pretende suplantar la moral natural tiene siempre el mismo origen: Pensar que podemos de un plumazo prescindir de todos los "prejuicios" y reconstruir desde cero la ética.

Veamos esto ilustrado con el artículo de Valín. En las primeras líneas dice que se deberían crear "grupos de apoyo al suicidio, empresas". Ejemplo de cómo la adhesión a una aparente lógica nos puede conducir a conclusiones delirantes. Solo faltaría que facilitemos que haya suicidios, y hasta que existieran empresas interesadas en ello.

En el segundo párrafo, nuestro ácrata dice en esencia que los católicos tienen todo el derecho de no aprobar la eutanasia, pero no pueden imponer sus normas morales a los demás. Sin embargo, esta neutralidad ideológica es solo aparente, porque implica que la sociedad se rija por las normas de Valín, que por suerte incluyen perdonarle la vida a los católicos. Si permitimos el aborto o la eutanasia, ya estamos optando necesariamente por unas determinadas concepciones morales. En realidad, la neutralidad en cuestiones éticas es imposible, es una idea-trampa típica de los "progresistas" de izquierda, cuya función es ir desprestigiando la moral judeocristiana, como cosa de fanáticos integristas.

En el tercer párrafo habla de "suicidio y asistencia al mis[m]o". Son dos cosas muy distintas. Me parecería absurdo legislar sobre el suicidio, por dos razones: 1) Por definición, no podemos sancionar al que comete suicidio con éxito; 2) Si castigamos a quien ha intentado quitarse la vida sin éxito, se daría el resultado perverso de que estaríamos incentivando la eficacia en el suicidio. En cambio, la asistencia al suicido es un homicidio, y no veo razones por las cuales deba despenalizarse en general.

Cuarto párrafo. Contra quienes temen los peligros del ejercicio estatal de la eutanasia, Valín responde, de acuerdo con su filosofía anarquista, que el problema es el Estado, no la eutanasia. Dice que sería tan absurdo prohibir la eutanasia por ello como prohibir llevar dinero encima porque hay ladrones. Pero entonces me queda la duda de si la eutanasia debe aprobarse una vez hayamos abolido el Estado o antes. Si es lo primero, toda la discusión adquiere un carácter bizantino. Si es lo segundo, entonces, por utilizar la comparación de Valín, es como si defendiéramos llevar dinero encima en un barrio poco recomendable, a altas horas de la noche. Precisamente, cuando todas las cautelas del liberalismo clásico se inspiran en su desconfianza hacia el Estado, nuestro anarquista feroz propone que levantemos una de las barreras que protegen la dignidad de la vida humana frente a la amenaza estatal.

Finalmente, para evitar la posible acusación de frivolidad, Valín nos cuenta su proximidad al caso de una amiga suya que se suicidó arrojándose al tren. En caso de haber existido una ley de suicidio asistido, sostiene, esta persona no hubiera tenido que escoger "el brutal medio a la [sic] que le obligó la ley". Aunque obviamente no conozco los detalles ni las circunstancias del caso, sinceramente no lo entiendo. Para empezar, creo que lo terrible del suicidio es la pérdida de una vida, no tanto el método empleado, salvo que sea de efectos dolorosamente lentos, como quemarse a lo bonzo. Pero en cualquier caso, no entiendo que la prohibición del suicidio asistido le prive a uno de suicidarse de muchas maneras, por ejemplo mediante una sobredosis de medicamentos, accesibles en cualquier farmacia. Máxime cuando en el caso que se nos relata, parece que esa mujer tenía muy fácil un recurso similar ("iba literalmente drogada por órdenes del psiquiatra").

No, definitivamente, yo no veo que exista ninguna necesidad de ayudar a nadie a suicidarse, sino más bien todo lo contrario, lo que hay que hacer es disuadir de semejantes ideas, o dar tratamiento médico en caso de trastorno mental. Quien de todos modos quiera acabar con su vida, siempre lo podrá hacer. Salvo que se encuentre físicamente impedido, es cierto, pero también entonces estará imposibilitado de hacer muchas otras cosas. ¿Por qué esa obsesión de facilitar a un tetrapléjico que acabe con su vida, convirtiendo tal cosa en un "derecho", y no por ejemplo preocuparnos por que pueda realizar determinadas actividades que quizás le darían un sentido nuevo a su existencia? ¿No estamos sugiriéndoles la idea, a muchas personas que se encuentran en situaciones parecidas, de que nos cuesta entender cómo diablos pueden querer seguir viviendo? Es como si les dijéramos: "Qué desgracia, vivir así, siendo una carga para los demás. Yo preferiría morirme". Para mí en todo este debate late una pretensión falsamente caritativa de suprimir no solo el sufrimiento, sino también la visión del sufrimiento, que nos molesta íntimamente, como si viniera a aguarnos la fiesta. Y ello a costa de la dignidad de la vida humana, que es infinitamente más importante que la "dignidad" de la muerte.