viernes, 18 de febrero de 2011

Diarrea legislativa


Y ahora, después de la ley antitabaco, prohibido circular en ciudad a más de 30 km/h. ¿Cuál será la próxima prohibición? No es difícil imaginar multitud de normas que seguramente contribuirían a mejorar la salud de la población, e incluso a disminuir la mortalidad por determinadas causas.

Inciso: Otra cosa distinta es la mortalidad total. Por ejemplo, si prohibiéramos por completo los vehículos a motor, el efecto inmediato sería hundirnos en la autarquía y la miseria, por lo que la esperanza de vida de la población retrocedería a niveles preindustriales. Es decir, moriría mucha más gente por causas indirectas de la prohibición que la que se salvaría como consecuencia directa de ella. Muchas normas bienintencionadas, aunque no sean tan drásticas, incurren en este error, tener sólo en cuenta los efectos inmediatos. Pero no quería hablar de eso.

No, lo realmente perverso de la diarrea legislativa del Estado es que no hay límite a lo que se puede regular, normativizar, fiscalizar. Desde el momento en que aceptamos que el Estado nos puede obligar a cualquier cosa por nuestro bien (y no limitarse a protegernos de la coacción o el fraude), estamos un poco más cerca de la tiranía. No quiere esto decir que inevitablemente vayamos a transitar ese camino hasta el final, pero sí que hemos dado un paso más en esa dirección. El mundo es mejorable, sin duda, pero lo sería mucho más por la eliminación de leyes innecesarias que por la introducción de otras nuevas, por benéficos que supuestamente sean sus efectos.

Ahora bien, debemos precavernos de caer en el error de Rousseau. Las normas en sí mismas no son malas. Todo lo contrario, sin normas no podría existir la civilización. La propiedad privada es una norma: Me prohíbe tomar cualquier cosa que desee. El matrimonio es otra norma, que también implica prohibiciones y obligaciones muy claras.

El problema no son las normas, sino la forma en que se generan. Toda norma creada deliberadamente por alguien que se arroga autoridad para ello, en realidad no es una norma, sino una orden, un mandato. Los mandatos también son necesarios (pensemos por ejemplo en una medida policial o judicial), pero no pueden jamás sustituir a las leyes, porque ello supondría que la autoridad se sitúa por encima de ellas. Un gobierno que se crea imbuido de la misión de mejorar la sociedad (en lugar de dejar que lo haga por sí misma), creando unas (falsas) leyes detrás de otras, inmiscuyéndose en todos los asuntos de la gente, en lugar de servirla, es lo contrario del Estado de Derecho, aunque se revista de su apariencia. El Estado debe ser un guardián de las normas que está sometido a ellas.

La norma verdadera no es un mandato, sino una constricción no creada por nadie, que ha surgido espontáneamente de la evolución social. Aunque pueda tener forma de código escrito, o incluso religioso, éste no hace más que sancionar una realidad previa. Así son las normas más importantes de la civilización, las que conforman instituciones como el mercado y la familia. Los gobernantes pretextan que la realidad es cambiante, y es preciso adaptar la legislación a los nuevos tiempos. Pero si la realidad puede cambiar por sí sola, también pueden hacerlo las normas, aunque sea lentamente. Intentar acelerar transformaciones que estamos lejos de comprender (porque estamos sumidos en ellas)   acaba obstaculizando el progreso, más que favorecerlo.

Los "progresistas" objetan que el laissez faire -como lo denominan despectivamente- conduce a crisis, desigualdades e injusticias. Naturalmente, esta es una teoría imposible de refutar. Como el paraíso en la Tierra no ha existido jamás ni existirá, siempre habrá quien lo atribuya a que las normas espontáneas son imperfectas, y deben ser reformadas. En cambio, por mucho que la ingeniería social demuestre una y otra vez que es más eficaz produciendo infiernos que ningún paraíso, el "progresista" siempre encontrará una explicación, una disculpa, un atenuante. Como sus decretos (sus coacciones) no consiguen el resultado que buscaba, en lugar de abandonar sus prejuicios dirigistas, se empecina en ellos. Lo que se necesita -concluye- es más control, más regulación todavía.

Por supuesto, la justificación de este avasallamiento de la sociedad se ve coronada por el concepto de democracia. Puesto que las "leyes" (órdenes) las elaboran los representantes elegidos por el pueblo, el individuo debe acatarlas. Pero la naturaleza del amo (sea una parlamento o un monarca) no cambia para nada el hecho de la esclavitud. El autogobierno del pueblo no es más que una ficción metafísica. La gran virtud del sufragio es que permite reemplazar el personal gobernante sin violencia. Pero su gran defecto es que promueve la falsa idea de que las leyes proceden de una voluntad consciente (sea el pueblo o un consejo de sabios) en lugar de la evolución espontánea de la sociedad.

El debate no es si la velocidad máxima debe estar en 30 o en 50 km/h, ni si en el teatro debe aplicarse la prohibición de fumar en lugares de trabajo. La cuestión es: ¿Quién se ha creído que es el gobierno para cambiar nuestras vidas sin pedirnos permiso para ello, aunque sea "por nuestro bien"?