sábado, 29 de enero de 2011

Meditación neocón (no apta para almas sensibles)

Cuando escribo estas líneas, los acontecimientos de Egipto hacen temer lo peor: Un desenlace à la Tiananmen. Ocurra lo que ocurra a corto plazo, ahora es más oportuna que nunca esta reflexión: ¿Qué actitud debe tomar Occidente ante las dictaduras? El conservadurismo en política exterior tradicionalmente ha sido partidario de la Realpolitik, es decir, de apoyar si es preciso a regímenes poco o nada democráticos, siempre que sean "de los nuestros". Esta tendencia (muy propia de las ex potencias coloniales europeas) ha dominado también en Estados Unidos. Su formulación más conocida, aunque posiblemente apócrifa, se debería al demócrata Franklin. D. Roosevelt, quien refiriéndose a Somoza habría admitido que "es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta."

En el último tercio del siglo XX surgió en los Estados Unidos una línea de pensamiento distinta, la neoconservadora. Los neocón de primera generación eran intelectuales desencantados de la izquierda, que en su evolución hacia las ideas liberal-conservadoras vinieron a aportar un aire de radicalismo o, según se mire, de idealismo, al conservadurismo tradicional. Los neocón eran partidarios de implantar la democracia incluso por la fuerza, si es necesario, tanto por razones morales como de interés, pues los países democráticos tienden a ser aliados firmes de Occidente.

Esta concepción, que permitió justificar ideológicamente la Segunda Guerra de Irak, recibió críticas desde la derecha y desde la izquierda, por razones menos disímiles a veces de lo que se suele reconocer. Muchos progresistas que ahora echan en cara de los gobiernos occidentales sus buenas relaciones con el derrocado dictador de Túnez, defendieron de hecho alguna forma de convivencia con Sadam Hussein con tal de evitar una guerra. Más aún, en general han sido reacios incluso a medidas mucho más suaves, como embargos y apoyo político a las disidencias internas, las cuales han sido tachadas igualmente de imperialistas, sobre todo cuando iban dirigidas a regímenes que contaran con su comprensión, como la Cuba castrista.

Una versión especialmente radical de estas concepciones contrarias al neoconservadurismo llegó en los años noventa de la mano de Samuel P. Huntington, que la expuso en su célebre libro El choque de civilizaciones. Este profesor de Harvard sostuvo que las ideas liberales y democráticas que caracterizan a Occidente no son en absoluto universales y sería una insensata arrogancia pretender exportarlas a otras civilizaciones. "La creencia de Occidente -afirma Huntington- en la universalidad de su cultura adolece de tres males: es falsa; es inmoral, y es peligrosa. (...) El imperialismo es la necesaria consecuencia lógica del universalismo." Consecuentemente, calificó la guerra de Irak como un "error terrible" (La Vanguardia, 9-10-2004). Resulta cuando menos cómico que el progre típico, pese a no haber leído una línea de Huntington (o precisamente por ello), por alguna razón lo considere una especie de ideólogo del imperialismo, cuando en realidad coincide en gran medida con sus planteamientos.

Desde luego, la diferencia entre el pacifismo estilo "Alianza de Civilizaciones" y el "choque de civilizaciones" que vaticina Huntington no es intrascendente. Este último pretende evitar o paliar un gran conflicto de civilizaciones preservando al mismo tiempo la identidad cultural de los Estados Unidos y Occidente, aun a riesgo de caer en una posición francamente nacionalista, que en el caso de su país llega a excluir a los hispanos. Es decir, reconoce el multiculturalismo en el nivel de las relaciones internacionales, pero lo deplora dentro de cada civilización, incluida la occidental. Huntington cree que Occidente está inmerso en un proceso de lenta decadencia, y que su destino es acabar perdiendo la hegemonía mundial. Sin embargo, piensa que podemos replegarnos en nosotros mismos evitando ser devorados por el islam o por China, siempre y cuando no provoquemos un conflicto a gran escala (que posiblemente perderíamos) por culpa de nuestros delirios universalistas (recordemos: imperialistas).

En cambio, los líderes islamistas y los tontos útiles como Zapatero, los burócratas de la ONU, la UE y la tropa de periodistas, maestros, activistas e intelectuales del montón, tras sus melifluas expresiones de paz y concordia, en la práctica proponen una especie de "muerte digna" de Occidente, la única civilización que por lo visto no tendría derecho a defender su identidad. La "alianza de civilizaciones" equivale a pregonar el respeto por todas las culturas, especialmente la islámica, pero sin exigir claramente que éstas deban correspondernos. Por ilustrarlo con una anécdota reciente, nosotros estamos obligados a admitir a Turquía en la Unión Europea, pero Turquía no se siente obligada a condenar la persecución de los cristianos en Oriente Medio. Véase si no la Recomendación 1957 (2011) del Consejo de Europa y las abstenciones y votos en contra (Doc. 12493).

Sin embargo, tanto el realismo huntingtoniano como el buenismo progre parten de la misma concepción relativista. Para el profesor de Harvard, los valores liberales, por mucha simpatía que le inspiren, no son expresión de elevada civilización, sino que forman parte de la idiosincrasia de una civilización concreta, que ha tenido un principio en el tiempo y tendrá algún día su final, como todas las demás. Esta idea enfermizamente sugestiva ya fue expuesta en 1918 por Spengler en su clásico La Decadencia de Occidente, donde lleva el relativismo y el irracionalismo polilogista a sus últimas consecuencias, negando incluso que exista una matemática universal.

El problema de estas profecías de decadencia es que de alguna manera tienden al autocumplimiento. Si nosotros mismos divulgamos alegremente urbi et orbi que nuestros valores no tienen vigencia más allá de ciertas fronteras culturales, inevitablemente estamos concediendo una ventaja inestimable a otras civilizaciones, que previsiblemente no tendrán tantos escrúpulos a la hora de intentar imponer los suyos propios. Con lo cual es posible que al final ni siquiera podamos preservar los nuestros dentro del ámbito geopolítico occidental.

Es preciso reconocer que la estrategia de entenderse con aquellas dictaduras que no nos sean hostiles, sin pretender venderles con demasiada insistencia la democracia y los derechos humanos, es a veces un triste imperativo realista. En determinados casos ha funcionado, y no hace falta que nos vayamos muy lejos para encontrar ejemplos. Durante la guerra fría, Estados Unidos seguramente no tuvo otra opción que apoyar a Franco y, a la vista del desarrollo económico de los años sesenta, y de la transición democrática posterior, es evidente que la jugada salió bien no sólo para los americanos, sino también para España. Algo parecido podemos decir del caso de Chile.

Ahora bien, en cuanto salimos del ámbito occidental, no está tan claro que el apoyo a dictaduras, o por lo menos la coexistencia pacífica con ellas, no acabe siendo a la postre un mal negocio. Tras el derrocamiento del sah de Persia, amigo de Washington, se instauró una teocracia que hoy representa una seria amenaza, sólo retardada mediante las admirables acciones de la inteligencia israelí. Por otra parte, las excelentes relaciones con Arabia Saudita no han servido para impedir que en ella se incube el huevo de la serpiente de Ben Laden, autor del mayor ataque contra Estados Unidos desde Pearl Harbour. Por no hablar de Pakistán, extraño aliado cuyos servicios secretos apoyan a los talibanes.

Renunciar a la universalidad de nuestros valores, incluso aunque fuera un cínico cuento imperialista, supone incumplir la primera regla de toda negociación, que es no dilapidar las propias bazas. ¿Debemos dejar de comerciar con China porque no respeta los derechos humanos? No seremos tan ilusos para sostener esto. Pero llegar hasta el extremo de no hacer la menor mención al tema es una estúpida demostración de debilidad, que nuestros competidores y nuestros enemigos aprovecharán sin miramientos. El factor diferencial de Occidente, lo que le permitió derrotar al comunismo, aparte de la carrera armamentística, es su cultura, lo que incluye desde las ideas políticas y el mercado libre hasta el cine, la música popular e internet. Todas las dictaduras temen la popularidad de la cultura europea, y sobre todo estadounidense, y reaccionan con la censura y la represión para que sus poblaciones no reclamen mayores libertades individuales, aunque sea bajo el influjo trivializador de ciertos productos culturales importados. Y es bueno que los dictadores, como mínimo, sigan sintiendo ese temor.

Esto no significa que la cultura occidental, por sí sola, esté destinada a triunfar en todo el mundo. Habrá circunstancias en las que será preciso además defender nuestros intereses militarmente, como han hecho siempre todas las civilizaciones. Y también habrá casos en que deberemos establecer alianzas, tapándonos la nariz, con regímenes dictatoriales, basándonos en el que quizás sea el principio geoestratégico más viejo de todos: El enemigo de mi enemigo es mi amigo (o por lo menos, no me interesa que se debilite demasiado). El objetivo final, sin embargo, aunque acaso no llegue a realizarse nunca, debe seguir siendo que la libertad y la democracia triunfen en todo el mundo. Tal vez el idealismo neocón sea una forma más sutil de realismo; y aspirar a lo máximo, el único medio que tenemos de no perderlo todo.