domingo, 11 de diciembre de 2011

Aunque la mona se vista de bata blanca

¿Puede un profesor de Física Aplicada decir soberanas tonterías, incluso hablando de temas de su especialidad? No solo puede, sino que tenemos un ejemplo bien conocido en el calentólogo de guardia de El Mundo, Antonio Ruiz de Elvira. En la edición impresa del domingo se puede leer un breve artículo suyo titulado pomposamente "Camino del precipicio", al pie de un reportaje sobre el fracaso de la cumbre del clima en Durban. Personalmente, me alegro de que fracasen esta y cuantas cumbres se hagan sobre el cambio climático. Señal de que los políticos lo tendrán un poco más complicado para meternos la mano en los bolsillos e inmiscuirse en nuestras vidas. Pero vayamos al texto de Ruiz de Elvira, un modelo de ineptitud literaria y conceptual.

Desde el principio mezcla dos cosas distintas. Una es la teoría del cambio climático antropogénico, que sostiene con un dogmatismo cerril: "La subida actual de temperatura se debe, en exclusiva, al aumento de (...) CO2". (Las cursivas son mías.) No es que este hombre no pueda dudar ni por un instante sobre la correlación entre crecimiento del CO2 y la temperatura, es que niega a priori cualquier otro factor posible. ¿Esto es ciencia o superstición?

La otra es la monserga del derroche de los recursos. Nos recuerda que los combustibles fósiles "son los ahorros del planeta". Muy bien, pero ¿el problema no se halla en el acto de quemar compuestos de carbono? Según su teoría, debería ser una bendición que el petróleo se acabase, porque así se terminaría una de las fuentes principales de emisión de gases de efecto invernadero. Pero para su cuento de terror ("¡arrepentíos, pecadores, el fin del mundo se acerca!") todo alimenta.

Lo que ya es de risa es que atribuya este impulso derrochador de la especie humana a "la leyenda levantina del Paraíso, de la ilusión de que se puede vivir sin asumir responsabilidades." Qué fino pensador. Ahora la culpa de que, supuestamente, dilapidemos los recursos naturales cabe atribuirla al relato del Jardín del Edén, que como todo el mundo sabe, nos lleva a llenar compulsivamente el depósito de gasolina. Es leer la Biblia por la mañana, y ¡hala, a la gasolinera! Más allá de la estupidez que representa proferir semejante cosa, creo adivinar una pretensión sutil de culpar al cristianismo -para variar- de todos los males, como se estila en cualquier divulgador científico o cientificucho que se precie.

Por lo demás, se empeña Ruiz de Elvira en convertir un incremento de 0,7º más o menos demostrado en los últimos cien años, en una subida de 2 grados para la semana que viene, prácticamente. Lo cual no es más que un pronóstico harto dudoso. Pero ¿y el partido que se le puede sacar? "Huracanes, tifones, inundaciones, sequías, oleaje extremo [?] y destrucción de las costas". Todo esto, al mismo tiempo, nos asegura que será la consecuencia de un aumento de dos grados, que compara falazmente con una subida de temperatura equivalente del cuerpo humano, que evidentemente significaría fiebre de 38º. Todo lucubraciones gratuitas para asustar a los contribuyentes y a las empresas, a fin de que suelten la pasta, claro.

Claro que reconoce que a fin de cuentas, a la naturaleza no le pasa nada porque suba la temperatura un par de grados. El perjudicado es el hombre, que se ve obligado a traumáticas migraciones para adaptarse a los cambios climáticos, "como hacen las hormigas". Ahí le sale la vena a lo Paul Ehrlich, el majadero que lleva pronosticando la catástrofe demográfica desde hace décadas, catástrofe que como el fin del mundo en ciertas sectas, siempre se ve obligado a aplazar, porque no se produce. A todos estos totalitarios de bata blanca les encanta compararnos con los insectos. Ello les ayuda a justificar sus apologías de una organización política centralizada de la sociedad, en la cual imaginan tener un papel privilegiado. Cuando uno adopta esa perspectiva, la individualidad deja de percibirse, salvo como un prejuicio burgués que ha de ser sacrificado en aras de la supervivencia. Por el contrario, yo opino que si queremos que nuestra civilización sobreviva, una de las primeras cosas pasa por reírnos en la cara de personajes tan siniestros, sin compasión.

jueves, 8 de diciembre de 2011

El ateísmo sin esfuerzo

"Vamos, que resulta que usted es bueno sólo porque existe Dios y le puede castigar post-mortem [sic]. No porque se sienta bien sin hacer daño al prójimo. Manda narices tánto [sic] tiquismiqui con la religión: siempre hace falta un espantajo para justificarnos.

Pues mire, por ahí circulamos unos cuantos que vivimos con una ética de respeto al prójimo sin creer en Dios y con plena consecuencia; osea [sic] que no será tan imposible. Ah, y votando al PP."

El entrecomillado es un comentario firmado por un "ateo sin complejos" a mi anterior entrada, a propósito del libro Nueva izquierda y cristianismo. Como creo que su posición obedece a una serie de tópicos muy extendidos, y como una adecuada réplica requiere una mínima extensión, le respondo con esta entrada.

Partamos de reconocer una evidencia. Nadie para ser buena persona necesita leer la Ética a Nicómaco, ni el Nuevo Testamento... ¡Ni siquiera a Fernando Savater! Y al revés; la lectura de ningún libro garantiza la buena conducta. Se puede ser analfabeto y bondadoso, sin ningún problema. De hecho, durante miles de años, la mayor parte de las buenas gentes no sabía leer. Ahora bien, de esta perogrullada se podría extraer una conclusión falsa: Que la moralidad no se enseña, sino que es algo espontáneo, natural en el ser humano. Cualquiera que tenga hijos, sin que esto sea condición imprescindible, sabe que esto no es verdad, que a los niños debemos enseñarles a reprimir su egoísmo innato, a empatizar con los demás, a ser generosos y atentos con el prójimo. Nadie en su sano juicio dirá que basta criar a la infancia en plena libertad salvaje para que descubra los valores éticos por sí misma. La moral debe aprenderse. Esto no significa que, efectivamente, no existan impulsos congénitos de sociabilidad, pero también existen los contrarios, los de crueldad, territorialismo, etc. Y es la educación la que debe potenciar unos y reprimir (vuelvo a utilizar esta palabra con inmerecida mala prensa) otros.

Ahora bien, desde el momento que la ética consiste en una serie de principios que se transmiten mediante la educación, y no en una conducta espontánea de los seres humanos, puede ser cuestionada. Cualquier enunciado, por obvio que parezca, puede contradecirse. Basta que yo afirme que la Tierra es redonda para que alguien, por muy en minoría que se encuentre, pueda hallar cierto gusto en negarlo, en imaginar una extravagante conspiración milenaria para ocultar a la humanidad el gran secreto del carácter plano de la Tierra. Y lo mismo puede decirse de los principios morales. Siempre habrá quien defienda que matar no tiene nada de malo, y de hecho hay personas que matan de manera desapasionada, incluso por encargo. Desconozco qué hay en la mente de un asesino profesional, pero si le diera por leer libros de ética, una de dos, o se dejaría convencer por alguno de ellos, con lo cual abandonaría su profesión arrepentido, o bien los encontraría equivocados. Lo que no podría hacer es estar de acuerdo con ellos, y seguir con su conducta criminal sin el menor sentimiento de incomodidad.

Nadie actúa sin algún tipo de justificación, sea más pedestre o más intelectual. Hitler tenía toda una serie de ideas que le llevaron a justificar el genocidio. El más vulgar raterillo echa mano, oscuramente, de alguna concepción progre sobre las injusticias sociales, que supuestamente promueven el delito, para juzgarse a sí mismo con indulgencia. Todo el mundo tiene alguna teoría favorita para justificarse. Incluso quien niega la moral, al hacerlo está fundando alguna suerte de moral. Un ser verdaderamente amoral no necesitaría decir que "la moral es un engaño". Esta es la paradoja de Nietzsche, como ya señaló Chesterton. El pensador alemán, "por el mero hecho de predicarlo, negaba el egoísmo. Predicar algo es darlo a los demás... Predicar el egoísmo no es más que practicar el altruísmo." (Ortodoxia.) Un auténtico, un completo egoísta no andaría dando pistas, trataría de beneficiarse de las limitaciones morales de los demás y se reservaría el secreto de su falsedad solo para su propia utilización. Y aún así, en su interior se repetiría a sí mismo su doctrina secreta; ningún ser humano vive sin excusarse, como mínimo ante el tribunal interior de su conciencia. Cuando decimos de alguien que no tiene conciencia, y nos preguntamos cómo puede dormir por las noches siendo tan malvado, cometemos una ingenuidad. Los malvados tienen su particular conciencia, que los absuelve de toda culpa, y por eso suelen dormir tan tranquilos.

Hasta aquí, todavía no he dicho nada acerca de si la ética precisa una fundamentación trascendente o inmanente. A muchos, la mera cuestión sobre la fundamentación de los principios morales, les parece que está de más. Para Victoria Camps, se trata de un "empeño fundamentalista", dado que según ella, "es evidente que la ética no puede apoyarse en nada". (Citada por F. J. Contreras en Nueva izquierda y cristianismo, pág. 239, n. 489.) Ya quienes redactaron la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948 eludieron conscientemente cualquier reflexión acerca de la justificación de esos derechos. Esto pudo obedecer a criterios pragmáticos en su momento (evitar inacabables discusiones que no hubieran hecho fácil el acuerdo), pero a la larga ha dejado la puerta abierta a una constante "extensión de derechos" que conlleva el riesgo de desvalorizar a los realmente esenciales. (Por ejemplo, inventando un "derecho" al aborto que niega el derecho a la vida.)

Efectivamente, quien pretenda erigir unos principios morales sin algún tipo de fundamentación, no podrá justificar por qué debemos obedecer esos principios y no otros. Es decir, deberá al final reconocer que la moral es algo subjetivo, y que no podemos justificar racionalmente que la del asesino profesional o el déspota genocida esté equivocada. Esto sin duda no afectará a la conducta de las buenas gentes, que no necesitan de razones para amar al prójimo, pero sí puede afectar (salvo que un irremediable optimismo antropológico nos ciegue) a la conducta de potenciales asesinos profesionales, potenciales tiranos y sobre todo a potenciales votantes de los tiranos. Como mostró Hannah Arendt, los crímenes nazis no fueron posibles solo gracias a que existieran algunos ejecutores sádicos, sino a que la población alemana (lo que incluye desde el ferroviario que conducía los trenes a Auschwitz hasta el médico que extendía certificados de defunción en los campos, pasando por la portera que murmuraba sobre los judíos) había venido siendo sistemáticamente envenenada con determinadas ideas que ponían en cuestión los principios morales judeocristianos. Y para ello, los nazis debieron atacar los fundamentos de estos principios; nadie puede decir de un día para otro que ahora matar en masa está bien, porque sí, porque lo digo yo. Debe convencer a millones de que esto es así, debe fundamentar -negativamente- su posición.

Ahora bien, quien niega la existencia de Dios, o al menos que la moral se justifique por ella, o una de dos, o bien niega que la moral necesite de fundamentación (lo cual, como acabo de decir, me parece rotundamente erróneo) o bien cree posible otro tipo de fundamentación. Nos dice el ateo típico, como el del comentario que citaba al principio, que es ridículo pretender fundar la moral en el miedo al infierno, que una persona adulta no necesita de semejantes espantajos. Evidentemente se trata de una caricaturización de la doctrina cristiana (especialmente de la católica), la cual no se limita a afirmar que los mandamientos divinos deben ser obedecidos por temor a la voluntad divina, sino que considera que Dios es esencialmente benévolo, y ha dictado esos mandamientos porque realmente son lo mejor para el hombre. De ahí que Diego Poole, en el libro citado Nueva izquierda y cristianismo, vea el origen del relativismo ético en la doctrina de Guillermo de Ockham (teólogo del siglo XIV), para quien el único fundamento de la moral era la voluntad de Dios, ni siquiera limitada por ninguna idea objetiva del bien. Si por el contrario el bien es algo objetivo, al cual el propio ente divino se somete, por así decir (como defiende la ortodoxia católica), no deberíamos sentir repugnancia intelectual hacia la idea de algún tipo de sanción, de premio y castigo trascendentes. Es más, en un sentido, si se quiere, vagamente kantiano, habría que esperar que si la moral es una realidad objetiva, debiera haber también sanciones objetivas, sin entrar en detalles literarios sobre la naturaleza de esas sanciones. Este sería el sentir de mucha gente sencilla, que en su vida ha oído hablar de Kant, cuando afirma que "si hay justicia" los malvados deberían recibir algún castigo, y los inocentes que han sufrido injustamente, algún tipo de reparación ultraterrena. Podemos ridiculizar este sentimiento desde determinadas atalayas intelectuales, pero me pregunto cuál es la alternativa.

El ateo dice que no necesita creer en el infierno. Él tiene sus propias justificaciones para no matar, no robar, y para ceder el asiento a una embarazada en el tren. Lo celebro. Sería un ejercicio interesantísimo
analizar esas justificaciones, esos fundamentos inmanentistas que tan orgullosamente asegura poseer el ateo o el agnóstico típico. Pero por supuesto se trataría de una empresa que escaparía por completo a la extensión aceptable de este escrito ya excesivamente largo, por no hablar de las limitadas capacidades de su autor. Así que el lector tendrá que contentarse con una exposición de mi opinión al respecto, sin el desarrollo argumental que sería deseable.

Y mi opinión coincide con la que expresan Contreras y Poole en su libro: El ateo decente no hace más que practicar la moral cristiana fingiendo ante sí mismo que todo eso de Dios, Jesucristo, el cielo y el infierno no son más que adornos innecesarios, al menos "a estas alturas del siglo XXI", como se suele decir. El ateísmo es un lujo que se pueden permitir los individuos en una era postcristiana, en la cual siguen vigentes inercialmente los principios morales del Evangelio, porque los hemos interiorizado de tal manera que nos parecen naturales y obvios, incluso aunque no nos los hubiera enseñado el cristianismo. Ahora bien, ¿durante cuánto tiempo podrá sobrevivir la planta cristiana desarraigada de su tierra nutricia? Los previsibles síntomas de que ese tiempo podría estar agotándose parecen coincidir con los numerosos indicadores de anomia social y hedonismo suicida que aquejan a las sociedades occidentales, y especialmente a la europea.

Porque, a fin de cuentas, si el bien y el mal no se fundamentan en un Dios trascendente, la única motivación que podemos transmitir a las nuevas generaciones para que actúen bien, es la basada en la propia conveniencia. Es decir, reducir las normas morales al mismo nivel que las normas de tráfico o de higiene, tal como se observa claramente en los manuales de Educación para la Ciudadanía del zapaterismo. En última instancia, toda ética atea, por mucho que se quiera revestir de alambicados conceptos, se reduce a esto, a decirle a los niños algo análogo a que no crucen la calle con el semáforo en rojo, porque les podrá atropellar un coche. Y el problema de esta pobre concepción de la moral ha sido eternamente el mismo, que siempre puede haber quien no se crea ese cuento edificante de que el bien es lo más conveniente para su propio interés. Reducir la moral a una cuestión instrumental (haz esto si quieres obtener determinadas ventajas) es en realidad la negación de la moral. Porque de esta manera no se distingue al que ayuda a la ancianita con la bolsa de la compra de quien atraca un banco; ambos se moverían por un interés, en un caso rudamente inmediato, y en otro más sutil y a largo plazo (digamos, cultivar una reputación intachable, etc), pero interés al fin y al cabo. No se trata de que el interés sea intrínsecamente inmoral (ese es el error de aquel moralismo de pacotilla, que condenaba el liberalismo clásico como "pecado"), sino de cosas que hay que saber distinguir, para no olvidar su auténtico significado. Si reducimos la moral a una mera técnica, a la mera adecuación de los medios a los fines, acabamos olvidando qué fines debemos perseguir.

Conclusión: No creo que pueda existir un fundamento inmanente de la moral. Sí creo que uno puede tener una ejemplar conducta moral y cívica, sin percatarse de ello, manteniéndose en la inconsciencia acerca de los fundamentos trascendentes de la idea del bien y del mal. Pero eso no demuestra que esos fundamentos no existan y que su desconocimiento pueda ser indefinidamente irrelevante, sobre todo a nivel colectivo. Y, cuidado, también individual. Es muy tentador creer que uno alberga en sí mismo el único criterio para juzgar su propia conducta. El sentimentalismo ético está en la atmósfera de nuestra cultura, y resulta de lo más halagador, sobre todo para gran parte de la juventud, que confunde la bondad con la excelente opinión que tiene de sí misma como rebelde, carente de prejuicios, etc. Desconfío de quien se cree muy bueno, y no acepta lecciones de moral. Al menos, el cristiano se reconoce como pecador. No es garantía de enmienda pero es un primer paso. No diremos que ir a misa me haga mejor persona, si ello se limita a una actitud epidérmica, del mismo modo que Al Capone-Robert de Niro no era mejor persona porque se emocionara con Pagliacci. Pero es precisamente ese sentimentalismo (para el que basta que uno "se sienta bien sin hacer daño al prójimo", cursivas mías) en lo que tiende a incurrir el ateo, ni más ni menos que el beato superficial al que tanto desprecia.

martes, 6 de diciembre de 2011

La izquierda contra el cristianismo

Hay libros que, en una apretada síntesis, consiguen ponernos al día sobre el estado de una determinada cuestión. Nueva izquierda y cristianismo, de Francisco José Contreras y Diego Poole (Encuentro, 2011) es uno de esos libros. Pero cuando por añadidura la cuestión tratada implica asuntos tan decisivos y trascendentales como si puede existir una ética sin Dios o el destino de la civilización europea, entonces está justificado hablar de una lectura imprescindible. Quizás lo menos elogiable del libro sea su título, que elude sugerir cualquier ánimo polémico, e incluso valdría para una obra de signo totalmente distinto, que pretendiera vendernos alguna suerte de conciliación más o menos retórica entre el cristianismo y la izquierda. No es el caso, desde luego; pero es que además, el texto de Contreras y Poole va más allá del mero análisis político, y se adentra sin remilgos en reflexiones filosóficas de gran calado, con las únicas limitaciones propias de espacio.

Según los autores, tras el fracaso del comunismo, la izquierda ha tendido a dejar en segundo plano el discurso socialista clásico, centrándose más en cuestiones morales y culturales, como el aborto, la ideología de género, los "nuevos modelos de familia" y la hostilidad hacia el cristianismo. Esta última es en realidad la que confiere unidad a todo lo demás. Las ideologías emancipatorias popularizadas a partir del mayo del 68 se caracterizan por su colisión frontal con la moral cristiana, a la que oponen un relativismo hedonista que se pretende enemigo de todos los dogmas. Pero el relativismo es una actitud contradictoria. Si la verdad no existe, entonces esta misma afirmación no puede ser calificada de verdadera. Por ello, el relativismo en realidad encubre la defensa de unos dogmas bien determinados, que en resumen se pueden definir como de tipo ateo y materialista. Y el materialismo, al contrario de lo que pregona el cientifismo, nos conduce al irracionalismo, puesto que es incapaz de explicar la inteligibilidad de la naturaleza. Es más, desde el materialismo es imposible fundamentar la dignidad del ser humano, al quedar reducido a un trozo de materia. De ahí que hoy en día, en aparente paradoja, sea el cristianismo el último baluarte del racionalismo y de la defensa de unos derechos humanos universales erigidos sobre una base firme, independiente de las veleidades políticas. La prueba de que las críticas al materialismo y al relativismo no son producto de mentes mojigatas se halla en los síntomas de decadencia europea: Baja natalidad, disolución de los vínculos familiares, desarme moral ante el avance del islamismo... A fin de revertir este proceso, es necesaria una alianza activa entre los cristianos y aquellos intelectuales agnósticos que, pese a carecer de fe religiosa, son conscientes del papel fundamental del cristianismo en las raíces de nuestra cultural humanista y liberal, seriamente dañada por el relativismo posmoderno y el multiculturalismo. Es preciso superar la falsa neutralidad del Estado y permitir que los cristianos puedan participar como tales en los debates públicos, con el mismo derecho de convencer a los demás y sumar mayorías democráticas, que el que tienen los ateos y materialistas. Con esta nota de esperanza y al mismo tiempo de advertencia concluye el libro, citando a Ratzinger: "[U]n mundo sin Dios no tiene futuro".

Por supuesto, este resumen no le hace justicia. Para mí, los capítulos más fascinantes son aquellos en los cuales se argumenta la imposibilidad de fundamentar una ética sin Dios, pretensión que nos recuerda a ciertos manuales de autoayuda del estilo de "aprenda inglés sin esfuerzo", o "pierda peso sin dejar de comer". La ética sin Dios no pasa de ser una declaración de buenos deseos, incapaz de justificar unas determinadas normas y no otras. En el mejor de los casos, los apologistas de una moral totalmente secularizada no hacen más que reproducir por inercia ciertos principios cristianos, pero sin ser conscientes de su origen. Y suelen quedar en ridículo frente a pensadores más lúcidos y consecuentes, como Peter Singer, que defiende el aborto, la eutanasia y hasta el infanticidio partiendo de la explícita negación del carácter sagrado de la vida humana.

Aunque comparto plenamente el diagnóstico de Contreras y Poole, albergo una duda, que me lleva de nuevo a discutir el título. ¿Realmente esta izquierda es tan nueva? Es cierto que la caída del muro de Berlín ha desprestigiado las ideas económicas socialistas todavía más de lo que ya lo estaban antes. Pero desde tiranos como Hugo Chávez hasta figuras de la intelectualidad como Chomsky o Sampedro, el discurso anticapitalista sigue manteniendo gran número de adeptos, multiplicados por la actual crisis económica. Y al mismo tiempo, las ideas de ingeniería social, de crítica de la familia "tradicional", de adoctrinamiento en la ideología de género, etc, tienen muy poco de novedosas. A lo largo de las páginas de Nueva izquierda y cristianismo, se cita varias veces a G. K. Chesterton, el escritor católico que desde principios del siglo XX ya detectó estas tendencias. Las mentecateces del feminismo radical, la cristianofobia, el odio a la Iglesia y a la familia como últimos reductos contra todo totalitarismo, ya estaban ahí casi desde el principio. No deberíamos dejarnos engañar por cierta apariencia moralista del comunismo estalinista, que probablemente obedecía a razones coyunturales. No exageremos el contraste entre una izquierda "clásica", obrerista, y la izquierda sentayochista, partidaria de la promiscuidad sexual y la píldora abortiva. Las ideas sobre el "amor libre" no las inventaron los hippies, en realidad son antiquísimas, y ya estaba plenamente de moda, en ambientes minoritarios, hacia 1900. Obedecen exactamente a la misma lógica de quienes quisieran abolir la propiedad privada, abolir la familia y abolir la religión. El comportamiento de las milicianas frentepopulistas en nuestra guerra civil recuerda mucho a las concepciones sexuales que defienden los actuales manuales de Educación para la Ciudadanía. Sin duda, sus compañeros eran mucho más machistas de lo que los actuales cánones progres aprobarían, pero ¿hay algo más machista que defender el aborto libre? Como bien señala Francisco José Contreras: "El tipo de sexualidad (trivializada, de consumo rápido, desvinculada del amor, el compromiso y la reproducción) impuesta por el sesentayochismo parece diseñada a la medida de las necesidades y caprichos masculinos." (Pág. 47.) En este sentido ¿tan distinto es el anarquista o comunista del 36 del progre de hoy? Ambos creían que en el condón (usado ya por los más "avanzados") y el aborto residía el secreto de la liberación sexual. Sobre todo la del varón, que elude así cualquier tipo de responsabilidad embarazosa, valga el juego de palabras.

En realidad, de la lectura de este libro emerge con claridad la esencia profunda de la izquierda, que no es otra que la arrogancia prometeica de querer emancipar al ser humano de toda norma humana e incluso divina, lo cual no conduce a otra cosa que la peor esclavitud imaginable. Como escribió Chesterton, en un pasaje que resume con premonición inigualable el contenido del libro aquí reseñado: "Los que comienzan combatiendo a la Iglesia en nombre de la libertad y la Humanidad, acaban por lanzar de sí, con tal de poder seguir combatiendo a la Iglesia, la misma libertad y la Humanidad misma." (Chesterton, Ortodoxia, en Obras completas, Plaza y Janés, 1961, vol. I, pág. 674.)

domingo, 27 de noviembre de 2011

El origen de las ideologías

Hay básicamente dos tipos de comentarios a un blog. Los que aportan algo y los que sencillamente ignoran lo que has escrito. Los del segundo tipo pueden subdividirse en varios subtipos: Los que pretenden replicar algo que tú no has dicho; los que replican una frase o un párrafo aislados que tú has escrito, pero pasando por alto precisamente el pasaje donde ya te anticipabas a su réplica (estos son especialmente fastidiosos); los que sencillamente niegan tu tesis, pero sin molestarse en argumentar la suya; los que se limitan a aprobar lo que tú has escrito, trayendo a colación, como mucho, algún otro ejemplo... Etc. Por supuesto, agradezco todos los comentarios (salvo los insultantes), tanto los discrepantes como los favorables. Pero se comprenderá que mis favoritos son los del primer tipo: Los que aportan algo nuevo, o revelan algún cabo suelto de mi argumentación, ya sea para reforzarla o para criticarla.

A esta categoría pertenece el comentario que Caribbeanomics hace en mi anterior entrada. En ella yo defiendo una concepción del conservadurismo como lo opuesto a toda ideología. Y defino ideología como aquel sistema de pensamiento que pretende transformar la realidad a partir de unos principios aplicados con implacable coherencia. Esta concepción, por supuesto, no es mía, se puede hallar en autores como Russell Kirk (Qué significa ser conservador, Ciudadela, 2009) y otros. Reproduzco la réplica de Caribbeanomics:

Hola:

Con tu definición de "Conservadores" como carentes de ideología y defensores de "lo conseguido" (seguro estoy simplificando demasiado, pero creo que ha habido mucha "ideología" detrás de alguno de los logros que consideras merecedores de defensa) me planteo donde hubiera estado un conservador en 1812 [luego corrige: 1823] ¿en Cádiz o con los cien mil hijos de San Luis?

Puesto que si es lo segundo, no se si izquierdas, pero algo distinto y CON ideología siempre ha sido y será necesario.

El comentarista tiene razón cuando implícitamente señala que quien se llamase conservador en 1823, o en 1812, no defendía el parlamentarismo, ni la separación entre Estado e Iglesia, ni la igualdad ante la ley. Pero es que en mi definición de conservador entra tanto un liberal como un absolutista de 1812. Los redactores de la Pepa no eran ideólogos en el sentido que antes he precisado, no pretendían transformar la realidad. Eran patriotas imbuidos de una idea de la dignidad del individuo, que consideraban incompatible con el régimen absolutista. Su "ideología", si queremos llamarla así, no era en el fondo distinta de la de Cicerón o Tácito. Defender la libertad es exactamente lo contrario de cualquier proyecto de ingeniería social, de emancipación radical como los que defiende la izquierda desde un determinado momento de mediados del siglo XIX. (En 1848 Marx y Engels publican el Manifiesto Comunista.)

Una de las falacias del progresismo es que los cambios se producen gracias a ellos. Si ahora tenemos sufragio universal, mujeres arquitectos o vacaciones pagadas, es gracias a los liberales, a las feministas, a los sindicatos. Pero los liberales de principios del siglo XIX no eran progresistas, no querían cambiar el mundo, sino aplicar criterios de justicia que no tenían nada de novedoso, aunque acaso los menos cultos pudieran creerlo; la incorporación de la mujer a determinadas profesiones es más consecuencia de avances técnicos (desde la lavadora hasta los anticonceptivos) que de luchas políticas; y la legislación laboral actual es fruto del enorme crecimiento de la riqueza y la productividad, al cual los sindicatos han contribuido muy poco.

Con ello no niego el hecho histórico, sobradamente conocido, de que los izquierdistas actuales son hijos de los liberales decimonónicos. Pero también lo son los conservadores. Lo somos todos. Los absolutistas de 1812 y 1823 eran solo "conservadores" en el trivial sentido de que querían mantener el statu quo de su tiempo, y por eso se extinguieron, como se extinguen siempre todos los "conservadores" aferrados a su estrecha visión del presente, que implica mucho desconocimiento del pasado. El problema surge cuando algunos liberales, y también algunos conservadores y nacionalistas, empiezan a concebir ideologías, sistemas coherentes de pensamiento cuya finalidad es amoldar la realidad a sus deseos. Construir un puente no es transformar la realidad, en el sentido que aquí utilizo. Defender el parlamentarismo, o la abolición de la esclavitud, allí donde todavía no existe lo primero y sí lo segundo, tampoco. Los hombres siempre han visto la tiranía o la esclavitud como un mal. La prueba es que siempre que han podido, han matado a los tiranos y han liberado a los esclavos. Transformar la realidad es querer, por el contrario, oponerse al sentido común, tratar de reformar no un régimen, sino la propia naturaleza humana. Transformar la realidad es querer abolir la familia. Explícitamente, como los progresistas ingenuos del XIX y principios del XX, o sutilmente, jugando al despiste, como los Zapateros de nuestros días. Transformar la realidad es querer erradicar la propiedad privada, con métodos brutales, como los comunistas de 1917, o con métodos graduales y disimulados, como los socialdemócratas de hoy. Transformar la realidad es castigar a los niños en el colegio por jugar a juegos "sexistas"...

Quienes pretenden imponer su delirante ingeniería social siempre han jugado a mostrarse herederos de los liberales de antaño, como si defender el aborto fuera un paso más, equiparable a la abolición de la esclavitud. En realidad, son cosas diametralmente opuestas, pues quienes hoy defienden la dignidad del ser humano son precisamente los pro vida, no los abortistas. Y así podríamos decir de todo lo demás. Quienes hoy defienden la propiedad privada, son los herederos de los constitucionalistas de Cádiz. Los socialistas son algo posterior -y al mismo tiempo mucho más viejo. Les regalamos una fácil victoria cuando tragamos sin rechistar su historieta de la eterna lucha entre progresistas y reaccionarios, en la cual ellos siempre se sitúan del lado de los buenos, omitiendo el hecho de que los buenos defendían cosas frecuentemente opuestas a las que defienden ellos. Personalmente, no me planteo la ociosa cuestión de si en una vida anterior fui liberal o absolutista. Nunca he creído en la reencarnación.

sábado, 26 de noviembre de 2011

¿Para qué queremos ningún PSOE?

Estos días postelectorales algunos comentaristas políticos defienden que el PSOE debería entrar en un debate interno acerca de ideas, no meramente de personas. Debería hacer autocrítica y preguntarse -aconsejan- por qué ha tenido un resultado tan desastroso en las elecciones, a fin de ponerse a elaborar un discurso de izquierdas renovado. Esto lo dicen no solo, ni principalmente, opinadores de izquierdas, sino más bien los de derechas o liberales.

Todo esto son tonterías. Las ideas de izquierdas son las que son. Si son acertadas, no veo por qué deben renovarse, salvo en la manera de exponerlas. Si están equivocadas (como yo pienso), no entiendo por qué hay que tomar unas ideas distintas y etiquetarlas con la marca izquierda. Aconsejar a los progresistas que se renueven me parece o bien hipócrita o bien idiota. Me recuerda a cuando esa misma izquierda pretende darle lecciones a la Iglesia, para que se sitúe "a la altura de los tiempos". Es decir, para que reniegue de sí misma. Me recuerda también cuando el viejo Polanco, poco antes de morir, clamaba por que en España existiera una derecha democrática y modelna...

Discrepo del tópico tan extendido según el cual la gente debería votar a unas ideas, y no a un candidato. En realidad, esto ya sucede; lo deseable sería lo contrario. La mayoría de la gente no vota al candidato que habla mejor, o que es más guapo, sino que ve más guapo y le parece que habla mejor el candidato que encarna mejor sus ideas. Ahora bien, las ideologías (entendidas como sistemas filosóficos que tratan de amoldar la realidad a sus principios; y si no, peor para la realidad) son de lo peor. Por culpa de las ideologías se ha asesinado de millón en millón, se aplican políticas económicas suicidas, se destruyen irresponsablemente instituciones y se desprecia la experiencia acumulada de siglos. De la lucha entre ideologías que pretenden redimir a la humanidad, siempre han salido perdiendo los seres humanos de carne y hueso.

"Pero todo el mundo tiene una ideología". Falso. No todo el mundo trata de transformar la sociedad a partir de dos o tres axiomas pueriles, aplicados de manera consecuente. En el sentido decisivo, el conservadurismo no es ninguna ideología, sino todo lo contrario, el recelo hacia toda ideología que ofrece soluciones definitivas, sean comunistas, fascistas o islamistas. Lo que caracteriza una ideología es que plantea un término de llegada, un futuro en el cual por fin se habrán resuelto los injusticias, se habrán emancipado los trabajadores, las mujeres, los arios o los musulmanes. En cambio, el conservador tiene metas mucho menos ambiciosas. Aspira solo a que no perdamos lo que hemos conseguido en siglos, incluso en milenios. A que la civilización, con todos sus delicados equilibrios, perdure; a pesar de sus contradicciones, de sus imperfecciones. El conservador cree una locura pretender reorganizarlo todo, porque ello supone destruir o deteriorar lo que ha funcionado razonablemente bien (sea la familia, el mercado o los códigos morales) y sustituirlo por algo que no deja de ser una entelequia.

No necesitamos partidos de izquierdas para nada. Los partidos deberían rivalizar en propuestas concretas y, sobre todo, en personas. Al igual que intentamos elegir a los mejores profesionales y empresas en cualquier ámbito, lo mismo debería poder hacerse en la política. Los partido políticos ficharían a los mejores políticos como los clubes de fútbol hacen con los futbolistas, no porque encarnen una determinada ideología, sino porque juegan bien al fútbol. Y los ciudadanos votarían como gobernantes a quienes creyeran los más capacitados, no en función de prismas ideológicos sectarios.

Por supuesto, soy consciente de que esto no va a ocurrir. Las ideologías existen, y no parece que vayan a desaparecer, por desgracia. Por tanto, es inevitable que existan partidos de izquierdas y de derechas. Pero por favor, no digamos que es bueno que haya una izquierda moderna, española, moderada o qué sé yo. No digamos que es bueno que haya enfermedades modernas, españolas o moderadas porque hay gente que prefiere estar enferma a estar sana. Digamos que es inevitable que el error exista, y que hay que respetar a las personas que piensan diferente de mí. A las personas; no a sus ideas, por moderadamente estúpidas que sean.

martes, 22 de noviembre de 2011

Qué mal perder

El dibujante Toni Batllori nos deleita con una viñeta en La Vanguardia en la que aparecen, de izquierda a derecha, los siguientes personajes pertrechados con una tabla de surf: Un cabeza rapada con botas militares y la bandera de España pintada en la tabla. Un cura con sotana. Un ricachón con sombrero de copa y puro. Un señor en camiseta con el lema "Sí a la vida". Y José María Aznar en bañador. "¡Qué viene la ola!", exclama alguien. Supongo que a todos aquellos a quienes no les ha gustado la victoria del PP en las elecciones les parecerá muy ocurrente. Al PP lo han votado casi once millones de españoles. Pero para los que no simpatizan con él, siempre será el partido de los fachas, los curas y los ricos.

Al tratar de criticar algo tan zafio, tan burdo, tan chapucero, uno no sabe por dónde empezar. Todo chirría. Concedamos que las sotanas y los sombreros de copa realizan una función icónica, como el reloj de arena de Windows, o la vaca de las señales de tráfico. Pero quizás sería hora de que el imaginario de izquierdas, tan avanzado como pretende ser, se remozara un poco. ¡¿Quién ha visto últimamente alguna sotana?! Si ya es difícil ver a curas con alzacuello... Por no hablar de levitas y chisteras. Pero lo que ya es sencillamente anacrónico es que se siga asociando la bandera española con la ultraderecha, o a esta con el PP. Por lo demás, si lo que Batllori pretende es ridiculizar, caricaturizar a unos determinados tipos humanos, es evidente que con el pro vida fracasa completamente. No se le ocurre otra cosa que identificarlo con un eslogan. Porque claro, a favor de la vida está todo tipo de gente, religiosos y no religiosos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, científicos y profanos. Excepto Toni Batllori, es de suponer. ¿Cómo se va a mezclar un artista tan sublime con lo más casposo de la sociedad?

Eso sí, quien no podía faltar es el expresidente del bigote. Está el país al borde la quiebra, con cinco millones de parados, con los pro etarras en el parlamento, tras la nefasta gestión del peor presidente de las últimas décadas. Y los dibujantes progres aseguran tener pesadillas todavía con Aznar.

Ser progre es así de fácil. Uno está contra los fachas, los curas y los ricos, y ya está. Y si hay once millones de ciudadanos que opinan que los problemas de este país no son precisamente los cuatro fachas mal contados que hay, ni mucho menos los curas o los ricos, es que se trata de once millones de... fachas. ¿Lógica? ¿Quién necesita la lógica? Los progres no. Y menos cuando están rabiosos porque han perdido.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Ahora o nunca

El Partido Popular ha crecido aproximadamente un 4 % en número de votantes, mientras que el PSOE ha perdido cerca del 40 %. [*] Esto es lo que ha pasado, que los socialistas se han desplomado. Es evidente que los millones de votos que ha perdido el PSOE no han ido a parar al PP, sino a la abstención o a otros partidos. Y es lógico que así suceda. Existe un fuerte componente ideológico en el voto, por lo que los dos principales partidos españoles tienen su suelo y su techo electorales, y es difícil que se registren trasvases relevantes entre ellos, en ninguno de los dos sentidos. En las cuestiones de fondo, la opinión pública no cambia en cuestión de cuatro años. Sin embargo, sí se pueden producir cambios considerables de mentalidad en períodos de tiempo más largos. Esto es lo que ha ocurrido en la Comunidad de Madrid, donde la derecha liberal no ha hecho más que afianzarse con el tiempo.

La prioridad del Partido Popular es ahora capear la tormenta. Pero para conseguirlo, tendrá que seguir el modelo de Madrid, aunque tampoco eso sea suficiente. Es un imperativo y al mismo tiempo una oportunidad inmejorable, máxime ahora que va a gobernar no solo en el conjunto de España, sino en la mayoría de comunidades autónomas y municipios. No es una cuestión que dependa exclusivamente, ni mucho menos, de los gobernantes, pero es evidente que con su acción estos pueden contribuir a que aflore una manera de pensar menos estatalista, a que se consolide una sociedad más independiente del subsidio y el dirigismo cultural, más emprendedora, con mayor iniciativa y una base moral más firme frente a la arbitrariedad del poder. Es algo que va mucho más allá del aspecto económico, tiene que ver con la voluntad de la gente de asumir el control de sus propias vidas, de tener más hijos, de concebir proyectos que vayan más allá del hedonismo nihilista de cortos vuelos.

La crisis económica nos ha colocado de manera dramática en la situación de que no podemos ya elegir. Ya no podemos permitirnos las veleidades izquierdistas, los experimentos de ingeniería social ni los dispendios del pasado. Ya no podemos seguir huyendo hacia adelante, en una estúpida carrera por ser cada día más modernos, sin preguntarnos en qué consiste ser moderno y si es algo mejor que no serlo. O cambiamos de mentalidad o nos vamos al cuerno. Es ahora o nunca.
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* Con el 100 % escrutado, el PP sube un 5,8 % y el PSOE baja un 38 %.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Mis razones para votar al PP

Primera. El voto útil. Solo una mayoría absoluta del PP garantiza que saquemos al PSOE del gobierno. Es evidente, para cualquiera que no esté dominado por un profundo sectarismo, que el partido gobernante ha sido desastroso para España. No solo esto, basta con escuchar al candidato socialista, por si alguien abrigara una mínima duda, para constatar que un nuevo gobierno del PSOE se empeñaría en repetir los mismos errores, consustanciales a su ideología. En el debate televisado con Mariano Rajoy, Rubalcaba no hizo más que reafirmar que su máxima preocupación no es que este país vuelva a crear riqueza, sino en mantener mediante mayores exacciones fiscales el gasto sanitario y los subsidios de desempleo. Es decir, en anclarnos en la pobreza eternamente temerosa y dependiente de las ayudas de la administración. Peor aún, mientras el candidato del Partido Popular desgranaba sus propuestas de apoyo a los empresarios, que son a fin de cuentas los únicos que pueden crear empleo productivo, el socialista se enrocaba en la defensa de los convenios colectivos incluso para las pequeñas empresas. De lo contrario, aseguraba, en una empresa de cuatro trabajadores, estos no tienen ninguna protección frente al empresario. ¡Poco le faltó para afirmar que un emprendedor que da trabajo a cuatro empleados es un individuo sospechoso!

Segunda. El voto ideológico. El PP está realizando una campaña claramente orientada al voto útil. Rajoy no hace más que insistir que aquí no se dirime una cuestión de ideologías, sino si queremos continuar como ahora o que haya un cambio. Tiene parte de razón, en el sentido de que el votante típico del PP no es una persona con ideología. El conservadurismo, en su acepción positiva, no es una ideología. El conservador es una persona que cree en el valor de la tradición, de los valores morales, del sentido común y de la experiencia. Por tanto está en contra de todo sistema ideológico, entendido como la pretensión de transformar la realidad partiendo consecuentemente de una serie de principios filosóficos. De ahí que un conservador, instintivamente, sea también un liberal, receloso del Estado como promotor de políticas de ingeniería social. Y que sea también un demócrata, receloso de las élites intelectuales o seudointelectuales que a menudo pretenden avergonzar a la gente corriente por su manera de pensar. No hay nada más democrático que el sentido común, expresión que tanto gusta de utilizar Mariano Rajoy.

Al PP se le critica con frecuencia (también yo lo he hecho) por su ambigüedad ideológica, por su evanescencia centrista. No es una crítica injustificada, desde luego, pero sí creo que quienes la hacemos hemos pecado a menudo de una cierta miopía. Nos hemos centrado excesivamente en lo que dice, o deja de decir Rajoy o cualquier otro dirigente del Partido Popular. Los contrarios al aborto, por ejemplo, porque no es lo suficientemente contundente. Lo mismo quienes abogan por la derrota policial y judicial del terrorismo, quienes son contrarios al mantenimiento del ruinoso Estado del Bienestar, etc. Ahora bien, ¿qué partido con posibilidades de gobernar hay en España en el que se puedan sentir absolutamente cómodas las posiciones antiabortistas, contra la negociación con ETA, a favor de la sociedad civil y de menos Estado, todo ello a la vez? La respuesta para mí es perogrullesca.

Tercera. Razones personales. Conozco al cabeza de lista por mi circunscripción electoral, Alejandro Fernández, que vive en el mismo barrio tarraconense que yo, un conglomerado de numerosos edificios de entre cinco y doce plantas, integrado por gente trabajadora de clase media-baja y media-media, con su buena cuota de inmigrantes rumanos y magrebíes... Hace unas semanas le saludé junto al cajero automático de la esquina de mi bloque y vi que todavía tiene el mismo Peugeot 406 de hace cuatro o cinco años, por lo menos, si es que eso es indicativo de algo. (Bueno, yo tengo el mismo Peugeot 306 de hace ocho años, si es que eso es indicativo de algo. Supongo que no.) Nos conocimos, tras un breve diálogo en su blog, en la presentación de un libro de Juan Carlos Girauta, La eclosión liberal. A través de Alejandro conocí también a Alberto Acereda, profesor de literatura nacionalizado estadounidense, gracias al cual publiqué artículos en algunos medios, incluido Libertad Digital. Nunca me ha sugerido que me apunte al PP (no creo que el partido ande precisamente falto de militantes), ni a mí se me ha pasado por la cabeza nunca tener ningún carnet. Pero el hecho de que en el PP haya personas como Alejandro (buena gente, inteligente, y de una apabullante normalidad) no hace más que convertir en un impulso natural un voto que nace de mucha reflexión previa.

Cuarta. El 11-M. En cierto modo tengo una espina clavada. No voté nunca a Aznar, a pesar de que me alegré de sus dos victorias electorales, en 1996 y en el 2000. Al igual que muchos ahora, que más o menos íntimamente desean y confían en la victoria del PP, pero por mojigaterías de diversa índole prefieren votar a otros partidos, sea UPyD, el Foro de Álvarez-Cascos, o al nacionalismo moderado, yo votaba a otros partidos hasta que por vez primera lo hice por el PP. Fue un 14 de marzo de 2004, día de infausto recuerdo en la historia de España, casi tanto como aquel jueves 11 de marzo en que la democracia (que es en esencia un cambio de gobierno incruento) perdió su sentido en esta nación. La vil y degenerada reacción de tanta gente manipuladora y manipulada, que tras el asesinato de 191 ciudadanos no se les ocurrió otra cosa que cargar contra el gobierno, que llamar asesino a Aznar e intentar linchar a dos miembros de su gabinete en una manifestación en Barcelona, me llevaron a votar a Rajoy en 2004, y a repetir luego mi voto en 2008. Tras la segunda derrota electoral del PP, a los pocos minutos de conocerse los resultados, escribí manifestando mi deseo de que Rajoy dejara paso a otros, por ejemplo a Esperanza Aguirre. Sin embargo, ahora volveré por tercera vez a votarlo, porque es lo que tenemos, y esta vez por fin parece que lo va a conseguir. No le doy ningún cheque en blanco, pero sí una oportunidad. Nada desearía más que tenerlo que votar de nuevo dentro de otros cuatro años, porque será la señal de que España ha salido razonablemente bien parada de la tormenta. Con esa esperanza le votaré mañana.

domingo, 13 de noviembre de 2011

La ideología del por qué no

Si tuviéramos que resumir en pocas palabras la esencia de la mentalidad progresista o avanzada, podrían valer las siguientes: El progresista es una persona que no se limita a preguntarse el porqué de las cosas, suponiendo que siquiera se moleste en ello, sino que atisba otras posibilidades y se pregunta: ¿Por qué no? Su ventaja sobre el conservador, dialécticamente, es que se trata de un tipo de pregunta muy sencilla, aparentemente inocente, pero para cuya respuesta no suele bastar con la mera lógica, sino con la experiencia acumulada de siglos, quizás milenios. Algo complicado de compendiar en una frase más o menos brillante. Por eso, con frecuencia parece que el conservador rehúye la controversia de fondo, o que se refugia en el oscurantismo. Aunque es cierto que existe una derecha política acomplejada ante la hegemonía cultural de la izquierda, nos quedamos en lo superficial si lo atribuimos exclusivamente a la incompetencia de unos políticos solo preocupados por la mercadotecnia electoral. Por principio, no es nada fácil sostener una posición determinada frente a quien traslada a esta la carga de la prueba. Es mucho más cómodo imaginar que entender, hacer preguntas que responderlas. Lo fácil es remitirse al futuro, que no está escrito, y por tanto podemos recrear a nuestro gusto; conocer el pasado –incluso el mero presente– y aprender de él, eso es otro cantar. Requiere mayor esfuerzo intelectual ser conservador que progresista.

El progresista pregunta, con supuesto candor: ¿Por qué no podemos aumentar los impuestos a los ricos para reducir la pobreza? O bien: ¿Por qué no puede alguien casarse con quien quiera –supongamos una persona de su mismo sexo? El conservador no puede responder a esto con solo tres o cuatro palabras, precisamente porque se trata de preguntas cuya respuesta implica la naturaleza esencial de las cosas, es decir, lo más difícil de expresar. Como señaló G. K. Chesterton, “no hay ningún filósofo escéptico capaz de hacer preguntas que no pueda formular igualmente un chiquillo.” Nuestra época moderna, probablemente desde Descartes, ha atribuído un mérito exagerado a cuestionarse las cosas más obvias. Ha formulado como si fuera un triunfo del intelecto las preguntas más chocantes, cuando en realidad cualquier niño se las hace en una determinada etapa de su aprendizaje vital, para regocijo de sus padres. En cambio, en sus respuestas la modernidad ha dejado mucho que desear, como si una vez formulada la pregunta, cualquier contestación ocurrente mereciera la máxima consideración. Y el progresismo se convirtió ya muy pronto, desde principios del siglo XX, si no antes, en una loca carrera de metas cada vez más disparatadas, con tal de ponerlo todo en cuestión. “Di algo, por idiota que sea, y te habrás anticipado a tu época”, observó el citado Chesterton ya en 1909.

Existe con todo una manera de parar el golpe dialéctico del progresista. Y es plantear un por qué no todavía más radical. Podemos inquirir: ¿Por qué no confiscar todos los bienes a los ricos? O ¿Por qué no puede casarse un padre con su hija? Por supuesto, existen precedentes de autores que han propuesto con total seriedad cosas semejantes, e incluso que las han puesto en práctica. La réplica del progresista puede consistir en aceptar el reto y sumarse a estas propuestas descabelladas, en cuyo caso, se desacreditará a ojos de la mayoría por sí solo. Se convertirá por sí mismo en la ilustración más esclarecedora de la locura inherente a querer llevar cualquier principio, por muy válido que sea, hasta las últimas consecuencias, más allá de todo límite razonable. Sin embargo, más probable es, hoy en día, que el progresista rechace esta vía, y se revista de un carácter moderado, que le impide llegar a tales extremos. Que descalifique al conservador como una persona de imaginación calenturienta, que ve asaltos al Palacio de Invierno donde solo hay una inocente ansia de justicia, o incestos y perversiones de toda índole donde solo hay un deseo de libertad. Pero es en este momento donde el progresista muestra toda su debilidad. O bien es consecuente hasta el final, o bien no lo es, siendo esto último de lo que acostumbra a acusar al conservador. Y tiene su parte de razón. El conservador no es consecuente hasta el final, porque la vida no puede reducirse a mera lógica. Existen toda una serie de supuestos, de hechos dados que en sí mismos no son “lógicos”, pero sin los cuales no podríamos hacer una descripción reconocible del mundo real. No es lógico que existan dos sexos. No es lógica la propiedad privada. Sin embargo, antes de suprimir las diferencias sexuales o económicas, convendría estar muy seguros de las consecuencias. El progresista, aunque lo crea, no lo está más que ninguno de nosotros, no es un ser investido de una sabiduría superior. Simplemente, confía en que la posteridad le dará la razón, que lo señalará como un “adelantado a su época”. Su criterio de la verdad se reduce a esperar a que se mueran quienes discrepan de él. Lo cual es una forma de decir que le importa muy poco la verdad.

La verdad, por definición, es inmutable, es algo válido para todos los tiempos. El progresista lúcido no puede creer en algo así, necesariamente debe pensar que todo puede cambiar, que nada es para siempre. Hoy vemos (todavía) como algo natural que los padres críen a los hijos. Dentro de unos siglos, como imaginó Aldous Huxley en su distopía Un mundo feliz, eso podría parecer un atraso propio de épocas prehistóricas, en las que la reproducción y crianza humanas todavía no habían sido estatalizadas. Un progresista consecuente no puede rechazar esta posibilidad, salvo para disimular sus verdaderas intenciones, sus secretos anhelos. El conservador cree en unos valores eternos, pese a que no esté muy seguro de reconocerlos en toda su pureza. Cree, a diferencia de Nietzsche y de la posmodernidad, que la verdad existe, que cualquier sistema social no será válido solo porque llegue a triunfar en un futuro. Un conservador no necesita creer que la historia está de su parte, le basta con creer que tiene la razón, aunque sea una causa perdida. En cambio, un progresista que lea la novela de Huxley, si es sincero consigo mismo, tendrá que decirse a cada momento lo que la Serpiente bíblica le susurró a Eva en una olvidable (y olvidada) obra de teatro de George Bernard Shaw:

Tú ves cosas; y dices '¿Por qué?' Pero yo sueño cosas que nunca han existido; y digo '¿Por qué no?'

sábado, 5 de noviembre de 2011

A favor del conservadurismo

En el debate político e ideológico, las palabras con frecuencia sirven más para confundir que para aclararnos. Cuando una persona de izquierdas pronuncia el vocablo derecha, está pensando en algo distinto de lo que entienden las propias personas de derechas. Y viceversa. De ahí que en realidad casi nunca se produce un verdadero diálogo; lo que hay son monólogos impermeables, diálogos de sordos, cuando no de besugos.

Algo parecido ocurre incluso en las discusiones de familia, por así decir, entre liberales y conservadores. Hay liberales, o conservadores, que pretenden demostrarnos que en realidad ambas expresiones no aluden más que al mismo objeto, o a aspectos complementarios del mismo objeto. En cambio, otros liberales, así como algunos conservadores, se esfuerzan en señalar un foso infranqueable entre ambos, enviándose mutuamente a compartir el infierno con el adversario socialista o progresista.

En realidad, las dos tesis tienen su parte de verdad; lo que ocurre es que, una vez más, se utilizan las mismas palabras para referirse a cosas distintas. Lo cual solo genera confusión. Liberal significa cosas distintas según quien lo diga, e incluso a menudo cuando lo dice la misma persona en contextos diferentes; y lo mismo pasa con conservador. Lo importante es distinguir entre lo que son estériles debates nominales y lo que son disputas filosóficas genuinas, para no malgastar energías.

Estoy de acuerdo con Santiago Navajas cuando, citando a Vargas Llosa, enuncia que uno de los rasgos definitorios del liberalismo, si queremos atenernos al uso común, es el espíritu de tolerancia, es decir, si se me permite citar a otro autor menos de moda, “estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo” (Gregorio Marañón). Sería imposible definir como liberal a quien negara esto. Pero para ello, es preciso partir de unas determinadas convicciones, porque a fin de practicar la noble virtud de entenderme con quien piensa diferente, primero es necesario que yo piense algo, que crea en algo. La tolerancia no es indiferencia ni relativismo, no consiste en afirmar que todo es verdad o que nada lo es. Todo lo contrario, la tolerancia solo puede arraigar allí donde existen dogmas incompatibles, si se me permite la paradoja. O como diría un consumado maestro de la paradoja:

“Yo estoy muy dispuesto a respetar la fe de otro hombre; pero es demasiado pedir que respete sus dudas, sus mundanos titubeos y sus ficciones, sus regateos políticos y sus farsas.” (G. K. Chesterton.)

Precisamente por ello, discrepo rotundamente de Santiago cuando afirma que “cuantas menos restricciones morales, más grados de libertad política”. ¡Es exactamente al revés! Solo gracias a que existen restricciones morales, es posible reducir la coacción política. De ahí que la aparente contradicción entre la permisividad moral de la izquierda y su pasión estatalista no sea tal, sino que se trate de las dos caras de una misma moneda. Cuando el gobierno permite que las niñas de dieciséis años aborten sin conocimiento de los padres, no está aumentando la libertad de que dispone la sociedad, ni siquiera las de esas niñas, que ya antes podían hacer lo mismo, aunque sin la colaboración del contribuyente. Aparte de socavar el derecho a la vida, el gobierno está entrometiéndose brutalmente en el ámbito privado de la familia, está laminando la autoridad paterna para dejar sin rival, sin contrapeso alguno a la autoridad estatal. Y de manera general, al relativizar, desacreditar y poner en entredicho las normas morales de los gobernados, de manera directa los gobernantes están escapando ellos mismos a toda norma. La única norma es su propia arbitariedad.

Santiago acusa a los conservadores, generalizando con forzada simetría, del mismo error que la izquierda. Si esta pretende imponer la utopía, análogamente los conservadores aspiran a restaurar un pasado mítico, una edad dorada tan quimérica como las elucubraciones futuristas de fabianos, anarquistas o marxistas. Si los socialistas hablan de “democracia popular”, los conservadores hablan de “democracia orgánica”... Pero en realidad, Santiago hace trampa, porque la nostalgia de una edad mítica o una comunidad primigenia es lo que define al fascista o al islamista, no a un conservador occidental típico. Defender la moral judeocristiana no es pretender regresar a nada, es simplemente tratar de preservar los cimientos que hacen posible nuestra civilización. Que debemos respetar a las personas que no tienen la mismas creencias, es indudablemente la gran aportación del liberalismo al pensamiento moderno. Pero esa aportación procede en gran medida del propio cristianismo y su doctrina de un Dios piadoso, que no se olvida ni siquiera de los pecadores. Lo cual es algo por completo distinto de negar que exista el pecado.

Así pues, tenemos que el liberalismo es tolerancia, pero esta palabra hoy en día se malentiende sistemáticamente, confundiéndola con relativismo. La tolerancia implica partir de unas convicciones, de unos dogmas, de lo contrario es otra cosa, es indiferencia, simple pasotismo. El liberalismo, por tanto, no puede reducirse solo a la tolerancia, debe tener algún contenido adicional, un núcleo de convicciones a partir del cual puede precisamente ejercer esa virtud de tolerar a quienes no las comparten. Antes citaba a Marañón, pero la cita no era completa. Decía el eminente médico que además de entenderse con el que piensa distinto, ser liberal es en esencia una segunda cosa:

“...no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin.” (Ensayos liberales.)

Que el fin no justifica los medios no equivale meramente, como superficialmente se suele creer, a una más o menos estrecha actitud legalista y garantista. La discusión sobre qué medios son moralmente adecuados para obtener un fin determinado jamás podrá zanjarse mediante un enunciado genérico. ¿La prevención de atentados justifica las torturas a miembros de Al-Qaeda? La respuesta puede depender, claro, de qué tipo de torturas hablamos, pero en todo caso, sería inútil pretender que solo hay una posible respuesta liberal. Algunos liberales dirán que no, otros que sí.

Más allá de sus aplicaciones concretas, necesariamente imperfectas y discutibles, el principio de que el fin no justifica los medios significa la negación rotunda y explícita del utilitarismo. Y por tanto, la afirmación de que existe un orden moral previo a la razón, la cual no es otra cosa que la facultad de planear la acción de acuerdo a determinados fines. Solo si admitimos que existen unos derechos inalienables del ser humano, previos a cualquier consideración racionalista, podemos poner límites a las pretensiones de la ingeniería social de la izquierda. Solo aceptando la existencia de un orden natural podemos distinguir radicalmente al liberalismo de la izquierda, más allá de una disputa sobre métodos. Y ese es precisamente el componente inequívocamente conservador. Si la tolerancia está en el código genético del liberalismo, la postulación de unos fines últimos, más allá de las convenciones humanas, es lo que caracteriza al talante conservador. El izquierdista cree que hay que solucionar los males sociales, e incluso los que no son males en absoluto, como sea. El conservador no cree en soluciones finales, no está dispuesto a lo que sea con tal de terminar con la pobreza, las injusticias o lo que algunos iluminados juzgan como tales. Recela de las ideologías de todo signo porque cree que hay límites a lo que los seres humanos pueden legítimamente hacer, por muy buenas que sean sus intenciones declaradas. Cree en unas normas que nos son dadas inapelablemente, no que nos damos a nosotros mismos. La libertad conservadora lo es frente a los hombres, no frente a Dios o la moral.

Liberalismo y conservadurismo tienen orígenes diferenciados, pero felizmente pueden confluir. Que al resultado lo llamemos liberalismo, conservatismo, o liberal-conservadurismo, es asunto relativamente menor, que puede decidirse en función del contexto. Pero me atrevo a sugerir que quizá el término más englobador sea el de conservadurismo. ¿Por qué? Pues porque no deja de ser consecuente con el ánimo más desengañadamente conservador pensar que, del mismo modo que no existe la solución definitiva de todos los males, reales o supuestos, tampoco se impondrá nunca, definitivamente, de una vez por todas, la verdad. La tolerancia significa reconocer que la verdad y la mentira coexistirán hasta el final de los tiempos, que nunca amanecerá una era de unanimidad universal, al contrario de lo que izquierdistas, fascistas, islamistas y herejes varios han imaginado en todo tiempo y lugar. Curiosamente, también fue ese un error de la Ilustración (sin que ello implique negar sus aspectos enormemente valiosos), pensar que podía advenir una edad adulta de la humanidad, que supusiera un corte radical con el pasado. El conservador, no hace falta decirlo, no cree que exista ese corte, ni menos aún espera que se produzca.

martes, 1 de noviembre de 2011

Se acabó la fiesta

Hace tiempo que Salvador Sostres viene publicando artículos en los que desarrolla su opinión sobre la crisis, que en el fondo es de carácter moral. Hay una generación que se ha creído que se puede vivir muy bien sin dar golpe, o trabajando muy poco y mal; indefinidamente. Una generación que se ha creído que el bienestar es un "derecho" y que llama a las comodidades materiales "conquistas sociales". Pues bien, esto -nos dice Sostres- con la crisis se ha acabado, aunque muchos todavía sigan sin darse cuenta. Hablan con afectada preocupación de la crisis, pero siguen saliendo de puente. Continúan llenando las zonas de ocio de masas, continúan luciendo sus piercings, tatuajes e indumentarias de macarras y de fulanas en las aglomeraciones, como si su existencia no estuviera enfocada a otra cosa que la diversión, fastidiosamente interrumpida por tediosos intermedios laborales. Todavía no han despertado del sueño socialdemócrata.

Sostres lanza la verdad a la cara a toda esta gente, suponiendo -lo que es mucho suponer- que esta gente lea periódicos o blogs de opinión. Les dice que la sopa boba se ha terminado, que las comodidades materiales de las cuales han disfrutado hasta ahora, como si fueran derechos inalienables, no han caído del cielo, son fruto del trabajo de sus padres, que se incorporaron al mercado laboral con doce o trece años, que practicaron el pluriempleo, que trabajaron 40, 50, 60 horas a la semana, que estudiaron abrigándose por las noches sin calefacción y no compraron la primera vivienda o el primer coche hasta que no hubieron ahorrado lo suficiente, tras años de trabajar duramente.

Sin duda, el fruto de este trabajo de las generaciones anteriores ha sido un aumento de la productividad, que nos permite tener una mayor nivel de vida, trabajando menos horas. El bienestar no ha sido la graciosa concesión de los políticos ni un logro de los sindicatos. Ha brotado del sudor, del esfuerzo y el hacer bien las cosas de mucha gente. Y la riqueza generada se puede dilapidar muy fácilmente si perdemos por completo la ética del trabajo, el sentido de la responsabilidad, la noción de que hemos venido a esta vida para algo más que divertirnos y ser felices. Sabemos que no es popular ni políticamente correcto decir esto, insinuar que puede haber un sentido trascendente de la existencia, que vaya más allá de la búsqueda del placer y el bienestar. Pero sin este sentido, al final no tendremos ni la trascendencia, ni la felicidad. Ni siquiera el bienestar material.

Otros textos de Sostres sobre el tema, aparte del enlazado arriba, son los siguientes:

Se pondrán a trabajar
Esta crisis me gusta
Los puentes y la salida del túnel
Hay que reivindicar el infierno
Carta a un indignado

domingo, 30 de octubre de 2011

Rubalcaba es una mala persona

No de otra forma puedo describir a alguien capaz de decir semejante mezquindad: Que respecto a ETA, su final dependerá no de que los terroristas entreguen las armas, sino del "talante del nuevo Gobierno". Y por si esto no fuera lo bastante insidioso ha añadido: "Con Aznar hubo más muertos; con Zapatero, más etarras detenidos." Esto lo dice del presidente del gobierno que estuvo a punto de ser asesinado por ETA. Esto lo dice quien era portavoz del gobierno de los GAL, es decir, de un gobierno que asesinó directamente. Esto lo dice el ministro del caso Faisán. Hay que ser mala persona. Hay que tergiversar con premeditación y alevosía para omitir que fue Aznar quien estuvo a punto de derrotar policialmente a la organización terrorista, quien además lo consiguió ilegalizando a su brazo político (no como ahora que está exultante) y acabando prácticamente con la kale borroka. Hasta que llegó el gobierno de Zapatero para dar oxígeno a los asesinos durante siete años. Esto lo dice el miembro de un partido que no se ha cansado de acusar a la oposición de hacer un uso indecente de la política antiterrorista para atacar al gobierno. Esto lo dice quien utilizó el peor atentado terrorista de la historia de España para atacar al gobierno el día de reflexión electoral. Se puede ser más cínico, se puede tener más cara dura, se puede ser más vil y despreciable, sin duda. Se puede ser más hipócrita que quien derrama lágrimas de cococrilo para capitalizar políticamente el comunicado de la falsa "paz" de los etarras. Pero Rubalcaba ha puesto el listón muy alto.

Somos 7.000 millones

Al poco de que, en tiempos de Jordi Pujol, la Generalidad impulsara la campaña identitaria "Som sis milions", circuló un chiste.

Llega Pujol de visita oficial a China y al bajar del avión les dice a sus anfitriones:
-¡Somos seis millones!
-Muy bien -responden los chinos- ¿y en qué hotel se alojan?

La población del planeta ha alcanzado los 7.000 millones. Como era de esperar, estos días los medios de comunicación nos ofrecerán reportajes alarmistas sobre el significado de esta cifra. Pocos analizarán la cuestión en sus justos términos, señalando, por ejemplo, que la tasa de crecimiento mundial no ha dejado de diminuir desde los últimos treinta o cuarenta años. Por supuesto que mientras que esa tasa sea positiva, la población seguirá creciendo, pero a un ritmo muy inferior al del crecimiento económico, incluso en períodos de crisis. Si bien es cierto que en 2009 la economía mundial se contrajo un 0,7 %, en 2010 el crecimiento fue del 5 %, y las previsiones del FMI para 2012 son del 4 %. En cambio, la tasa de crecimiento demográfico es del 1,1 y bajando. El apocalipsis malthusiano ni ha tenido lugar ni tendrá.

La tasa de fecundidad (número de hijos por mujer) se encuentra ya en el 2,5, según el último informe de la ONU. No está tan lejos del mínimo de reemplazo generacional, que matemáticamente se halla en el 2,1. (Una curiosidad: Debido a que nacen 1,05 niños por cada niña, una tasa media de exactamente 2 no sería suficiente para el reemplazo generacional, porque nacería menos de 1 niña de media por mujer.) Así pues, aunque la natalidad de los países menos desarrollados, y de los inmigrantes de estos países que llegan a los nuestros, es todavía bastante elevada, el propio crecimiento económico actúa haciendo que su evolución demográfica converja con la de Europa. En cuanto la gente empieza a disfrutar de ciertas comodidades materiales, tiende también a planificar el número de hijos que quiere tener. Esto, que en principio parece razonable, puede degenerar en una reducción del tamaño medio de las familias que nos conduzca ya no a la estabilidad, sino a la disminución de la población. Es precisamente el riesgo que corre Europa, incluso teniendo en cuenta el efecto de la inmigración. Que nuestros periódicos alerten sobre los supuestos riesgos de la superpoblación mundial, con el panorama que tenemos en casa, es igual de ridículo que si un periódico etíope alertara en su portada de los riesgos de la obesidad en el mundo.

Claro que hay quien no ve nada malo en que la población disminuya. Todavía hoy los medios siguen entrevistando a Paul Ehrlich (el majadero que "previó" hambrunas terribles en Estados Unidos a finales del siglo XX, por culpa del crecimiento demográfico), como si fuera un gran sabio. Las barbitas blancas hacen estragos... Este tipo pretende que la población mundial debe reducirse drásticamente, porque es imposible mantener más de 1.000 millones de seres humanos con la renta per cápita de Estados Unidos. Para ello confía en la "presión suave" de políticas antinatalistas encaminadas a convencer a la gente de que no tenga más de dos hijos. Aunque no dice claramente qué habría que hacer si la gente no obedece ante la "presión suave", al final de la entrevista se le escapa la expresión "organizar", referida a la población mundial. Estos seudosabios que pretenden organizarnos la vida son uno de los mayores males que padece la civilización occidental desde el siglo XIX. Si a pesar de ellos hemos conseguido llegar a los 7.000 millones es que algo hay en nuestra especie que le permite sobreponerse a todas las plagas, incluidos los delirios totalitarios de intelectuales ensoberbecidos -y los ignorantes periodistas que les bailan el agua.

El aumento de la población y el crecimiento económico van indisolublemente unidos. No hay riesgo de que la Tierra se nos quede pequeña, no al menos antes de que seamos capaces de emigrar a otros planetas, porque los recursos son por definición de carácter dinámico, dependen del nivel tecnológico. Es evidente que la Tierra no puede soportar cualquier población, pero es imposible determinar el límite que puede alcanzar, porque nadie puede prever las innovaciones tecnológicas. Si hubiera habido ecologistas en tiempos del Imperio romano, seguramente hubieran considerado que el planeta no podría soportar una población de 500 millones de habitantes... Un Ehrlich de tiempos de Augusto hubiera propuesto reducir la población mundial a 50 o 100 millones. Hoy, los habitantes de los países desarrollados, con una renta per cápita muy superior a la de un ciudadano romano medio, suman 1.240 millones.

Decir que la población debe dejar de crecer, o incluso decrecer, equivale exactamente a negar a millones de seres humanos que tengan derecho a prosperar como ya lo ha hecho Occidente y parte de Asia. Es de un egoísmo tan ciego y pueril como solo son capaces de alimentarlo nuestros "intelectuales". Como esta novelista (Isabel Allende) que, en una entrevista del Magazine de El Mundo, se descuelga con la típica gansada progre-ecologista: "Pero ¡¿cómo a alguien se le puede ocurrir que el progreso [sic], la ganancia y el consumo se den de modo indefinido en la Tierra?! Es enfermizo, esto tiene que estallar pronto." Claro, cuando uno vive en California más que pasablemente, es estúpidamente fácil decir que a dónde vamos a parar si todos los chinos quieren aire acondicionado y beber vinos de crianza. Pero cabría esperar más de quienes pretenden pertenecer a una cierta élite cultural, además de la repetición de los tópicos más vulgares, que cualquiera puede escuchar en una barra de bar.

El negativo

El candidato socialista, Pérez Rubalcaba, lo ha dicho. Quiere subvencionar (¡textual!) el empleo. Y también que baje más (aún más) el precio del dinero. Pasemos ahora por alto que son precisamente los tipos artificialmente bajos, establecidos por las autoridades monetarias, uno de los desencadenantes de la crisis económica mundial. Lo de subvencionar el empleo me ha llegado al alma. Estos tíos, los socialistas, son incapaces de imaginar que exista vida más allá de los presupuestos estatales. Ya lo sabíamos. Pero que lo manifiesten con semejante candidez (aunque aplicada al sujeto en cuestión no sea la palabra más indicada) resulta conmovedor. Definitivamente, no tienen cura. Incluso un drogadicto llega a ser consciente de que la droga lo está matando, aun cuando sea incapaz de alejarse de ella. Pero los dirigentes del PSOE son capaces de llevar a un país a la quiebra a base de gasto público, y todavía te dirán que el problema es que no se gasta lo suficiente.

Dejémonos de bromas. Son un peligro público. Apelan a lo peor que hay en la gente, al gratis total, a la carencia de responsabilidades, a los sentimientos de envidia, al odio de clases (si es que algo así existe todavía) y al odio de sexos. Engañan a la gente, sí, pero solo a aquellos que quieren dejarse engañar, a todos aquellos millones de personas que prefieren vivir en una mentira llamada "derechos sociales" antes que tomar el destino en sus manos. Y también a todos aquellos que desde sus situaciones personales más o menos acomodadas se gustan a sí mismos adoptando la pose de izquierdistas biempensantes.

Un sujeto que dice que la solución al desempleo es subvencionarlo, o bien es un completo imbécil, o bien es que carece del menor escrúpulo. Creo que Rubalcaba es menos inteligente de lo que pregonan algunos, pero desde luego no me parece idiota. Por tanto, necesariamente no puedo evitar pensar que es capaz de decir cualquier cosa con tal de arañar un puñado de votos. Con todo, es de agradecer que opte por un discurso clásico de izquierdas. Ya que el PP opta por evitar meterse en honduras ideológicas, como de costumbre, basta con escuchar a Rubalcaba para obtener, aunque sea en negativo, el discurso que realmente le conviene a España. Si el gobierno que salga del 20-N hace todo lo contrario de lo que defiende Rubalcaba, o por lo menos lo intenta, hay esperanza. Saber por dónde no debemos ir ya es un progreso.

sábado, 29 de octubre de 2011

¿Quién colocó la mochila de Vallecas?

En la madrugada del 12 de marzo de 2004, apenas veinte horas después de los atentados del 11-M, dos agentes de policía encontraron en la comisaría de Puente de Vallecas una bolsa de deportes con diez kilos de dinamita Goma-2 Eco, 640 gramos de metralla, un detonador Ensign Bickford y un teléfono móvil Mitsubishi Trium T-110 con número 652282963. (Actualmente, al llamar a este número, se escucha: "Buzón Orange. La persona a la que llama no está disponible. Por favor, deje su mensaje después de la señal.") Era la "mochila de Vallecas", una de las pruebas principales que condujo a la detención de Jamal Zougham, en cuyo local se vendió la tarjeta SIM del móvil. Este Zougham fue reconocido en el juicio del 11-M por tres testigos que aseguraron haberle visto con una mochila en uno de los trenes, antes de las explosiones. Cumple una condena de más de cuarenta mil años como autor de la masacre. (Ver La cuarta trama, de José María de Pablo, Ciudadela, cap. 14.)

Estos son los hechos principales. Ante ellos, cualquier persona con un mínimo sentido crítico debería hacerse dos sencillas preguntas:

(1) ¿Por qué no se descubrió que una bolsa de más de diez kilos de peso contenía una bomba hasta que fue depositada en comisaría, si es que realmente procedía de los escenarios de los atentados?

(2) ¿Cómo fue Jamal Zougham tan imbécil de utilizar una tarjeta SIM de su propia tienda, para que en el caso nada improbable de que una de las bombas no estallase, por cualquier fallo del mecanismo, la policía pudiera detenerlo en menos de 48 horas?

Según las declaraciones policiales en el juicio, tras los atentados los TEDAX revisaron concienzudamente, de la cabeza a la cola de los trenes, cada objeto que encontraron, para asegurarse de que no quedara ningún artefacto sin explosionar. Los bultos encontrados fueron conducidos, después de ser rechazados en las comisarías de Villa de Vallecas y Puente de Vallecas, a un pabellón de IFEMA, donde permanecieron sin custodia hasta que finalmente, por orden judicial, hacia las diez de la noche se depositaron en la segunda comisaría mencionada.

Solo caben dos respuestas posibles a la pregunta (1). O bien se produjo una terrible negligencia de los TEDAX, que pasaron por alto la existencia de una bomba sin estallar en una sospechosa bolsa de deportes, o bien esa bomba jamás estuvo allí, sino que alguien en algún momento la introdujo entre los restantes objetos acarreados por los agentes policiales. Asimismo, la pregunta (2) admite también solo dos respuestas. O bien los autores del mayor atentado de la historia de España eran lo suficientemente estúpidos para utilizar sus propios números de teléfono para activar los explosivos, o bien alguien utilizó esas tarjetas para incriminarlos.

A los hechos expuestos debemos añadir, además, los siguientes:

-En los cadáveres de las víctimas del 11-M no existían restos de metralla, material que sí se halló en la mochila de Vallecas, como acabamos de ver.
-Como se pudo comprobar mediante la radiografía previa a la desactivación, los cables de la bomba que contenía la mochila estaban incomprensiblemente sueltos, de manera que nunca hubiera podido estallar.
-El Tedax "Pedro", que desactivó la mochila de Vallecas, realizó unas fotografías antes de la desactivación, que un superior le obligó a entregar, impidiéndole además que hiciera otras fotografías posteriores a la desactivación, según el protocolo habitual. Las primeras no aparecieron en el juicio.
-En el asa de la mochila se halló una huella dactilar no identificada con perfil genético europeo.

La conclusión de que la mochila de Vallecas es una prueba falsa, elaborada para incriminar a un ciudadano magrebí, se impone con toda su fuerza. Ineludiblemente, las respuestas más verosímiles a las preguntas anteriores conducen a esta otra pregunta: ¿Quién colocó la mochila entre las pruebas? La elaboración de un artefacto explosivo, que necesariamente tuvo que producirse a lo largo del mismo día 11, si no antes, no pudo tratarse de un acto de improvisación. Quien fuera que fuese el que depositó esa prueba falsa entre los bultos recogidos en el lugar de los atentados, obtuvo el material adecuado (dinamita de la mina Conchita, el detonador y el móvil) en escasísimas horas después de la masacre, o bien ya lo tenía preparado antes de los atentados. Solo cometió, acaso, un error, que fue incluir metralla dentro de la bolsa, cuando sabemos que los explosivos que causaron la masacre no la contenían.

La presencia de metralla en la mochila de Vallecas podría llevar a pensar que quien la elaboró no podía tener relación con los autores de los atentados. Aunque es posible que sea así, veo muy poco verosímil que quien es capaz de tener preparada el mismo día de los atentados una prueba tan sofisticada, pueda hacerlo sin poseer una información de primera mano de lo que ha ocurrido, una información que en esas primeras horas no tenía absolutamente nadie, salvo que estuviera implicado en los atentados. Más creíble me parece la hipótesis de un error de coordinación. Quienes idearon y dirigieron el asesinato masivo del 11-M no fueron, con toda probabilidad, aficionados. Pero precisamente los errores de coordinación suelen ser inherentes a las organizaciones integradas por especialistas en diferentes materias (logística, explosivos, información, destrucción de huellas, creación de pruebas falsas, etc). Por ejemplo, en los servicios secretos.

La mochila de Vallecas, disculpen mi insistencia, difícilmente se pudo improvisar en las escasas veinte horas que median entre los atentados y su hallazgo en la comisaría. Y además todo indica que no fue la única prueba falsa o manipulada. Las irregularidades en la investigación de los atentados del 11-M fueron algo más que el intento de unos policías oportunistas y sin escrúpulos que vieron la ocasión de hacerle la cama al gobierno para influir en las elecciones del 14-M. Son parte misma de los atentados, o al menos, mientras no sepamos toda la verdad, tenemos todo el derecho del mundo de pensarlo. De pensar lo peor.

domingo, 23 de octubre de 2011

La solución al terrorismo y a todos los males

Curro, comentarista habitual de este blog, además de un gran amigo del que siempre procuro aprender, opina que esta vez puede ser cierto que ETA abandone la vía del terrorismo, porque es evidente que le beneficia mucho más la vía política. Y se plantea entonces qué hacer ante un posible escenario de declaración unilateral de independencia del País Vasco, con o sin referéndum, poniendo sobre la mesa la opción de "soltar lastre de una vez por todas respecto al podrido tema vasco (hay mucha gente harta de estar toda la vida con lo mismo), y comenzar de nuevo (refundando España sin autonomías)." O sea, aceptar la independencia y que nos dejen en paz de una vez.

Por una vez voy a discrepar de mi amigo. Voy por partes.

1. Lógicamente, nadie sabe el futuro. ¿Volverá ETA a atentar, a poner bombas? No lo sabe nadie, y un servidor menos que nadie. Pero dudar de la credibilidad de un comunicado etarra es una actitud sobradamente avalada por la experiencia. Dice Curro que aunque no abandonen las armas, "por lo visto, les quedan muy pocas". Yo eso no lo sé. Si de verdad les quedan solo cuatro pistolas y un fusil oxidado, no les supondría demasiado sacrificio entregarlos. ¿Por qué no lo hacen? Señala Curro que si en su momento creímos las actas de ETA sobre las negociaciones, que dejaban al aire las vergüenzas del gobierno socialista, ¿por qué ahora no vamos a creer en este comunicado? Aquí respondo, primero, que una cosa es la documentación interna de la banda (que no tiene por que engañarse a sí misma) y otra su propaganda. Y segundo, que si leemos el comunicado, tampoco afirma en absoluto que ese abandono de las armas sea irreversible. Son el gobierno y sus terminales mediáticas quienes han hecho esa interpretación.

2. Esto no significa que no sea probable el escenario que plantea Curro. Todo indica que, al menos en los próximos meses, ETA se cuidará de cometer atentados, porque es lo que más le conviene para favorecer unos buenos resultados de los batasunos en las elecciones del 20-N y después en las autonómicas. Algunos ya especulan con la posibilidad de un Otegi lehendakari que proclame la independencia en 2013. Curro sugiere permitir la celebración de un referéndum de autodeterminación, que a lo mejor los independentistas perderían. Y si no lo hacen, por lo menos los daños quedarían limitados al País Vasco, porque en Cataluña no cree que ganaran los partidarios de la separación. ¡Demasiado suponer, me parece a mí! Si se independiza el País Vasco, con o sin referéndum, la siguiente es Cataluña. Esto es impepinable. ¿Refundar España sin Cataluña y el País Vasco? No digo que no se pueda, pero evidentemente el resultado ya no será España, al menos como la entendemos desde los reyes católicos.

3. Lo fundamental, sin embargo, es lo siguiente: Aceptar la independencia del País Vasco, se mire por donde se mire, supone dar la razón a los terroristas, es decirles que su "lucha" (como ellos denominan a sus crímenes) ha tenido sentido. Quizás podíamos haber concedido la independencia a Euskadi en 1978, quién sabe si no hubiera sido mejor. Pero ahora, moralmente ya no podemos. Los más de ochocientos asesinados por los terroristas se revolverían en sus tumbas.

Los dos primeros puntos en el fondo se reducen a cuestiones de hecho; el segundo atañe al problema filosófico central. Dice Curro que "hay mucha gente harta de estar toda la vida con lo mismo". Claro, quién no está harto de que se produzcan asesinatos y todo tipo de violencias. Pero la pregunta es si los familiares de las víctimas no tienen mucha más razón para estar hartos que la inmensa mayoría de nosotros. ¿Vamos a darles la razón a los etarras porque al español medio le fastidia ver informativos encabezados por la noticia de un atentado? ¿Vamos a decir: "venga, dadles la independencia, lo que sea, con tal que no tengamos que soportar más sobremesas con este coñazo de ETA, los vascos y la madre que los parió"? Por supuesto que se trata de algo más que de imágenes desagradables en la tele. Cualesquiera podemos ser víctimas de un coche-bomba. Pero estadísticamente tenemos más probabilidades de morir en un accidente de tráfico. Quiero decir que no creo que el hartazgo ante la violencia de ETA sea siquiera miedo personal (podría comprenderse), sino que en gran medida obedece a la superstición moderna de que todo problema tiene solución.

El mal no tiene "solución". Siempre habrá seres humanos que elegirán el camino del asesinato y del robo. Una de las tesis centrales del progresismo es que la violencia tiene unas "causas" que es posible erradicar. Por ejemplo, eliminando la propiedad, se evitaría la mera posibilidad del robo. Eliminando la religión, acabaremos con el fanatismo. Eliminando la familia, acabaremos con no sé qué discriminaciones... Dando la independencia a los vascos, haremos que la existencia de ETA sea innecesaria.

Pues yo creo todo lo contrario. Aunque suene duro decirlo, creo que vale la pena afrontar que determinados problemas quizás no tienen solución, al menos durante un período inferior a la duración de nuestras vidas, y que es mejor enfrentarse al mal y a sus consecuencias que renunciar a valores superiores, como son la justicia, la dignidad de la vida humana o la unidad de España. Si los terroristas vuelven a matar será su decisión. La nuestra debe ser continuar persiguiéndolos allí donde se encuentren. Quizás los malos no nos dejen descansar, pero al menos que ellos tampoco lo hagan. Puede parecer una actitud moralista, y efectivamente lo es, pero no por ello es poco práctica, sino todo lo contrario. Decía Chesterton que "el idealismo sólo consiste en considerarlo todo en su esencia práctica." Solo si nuestros enemigos saben que no estamos dispuestos a ceder un milímetro, existe la posibilidad de que algún día se rindan.

"Ah, pero entonces esto quizás no terminará nunca", protestan algunos. Efectivamente, el mal, bajo una forma u otra no se terminará nunca, mientras exista el mundo. Solo la moderna superstición utópica ha podido convencer a muchos de que determinados males tienen que remediarse al precio que sea, aunque sea transformándolos en males de naturaleza distinta, cuando no peor -que en realidad es lo que suele ocurrir. España puede vivir sin una décima parte de su territorio (sumando la pérdida de Cataluña y País Vasco), y con una especie de Corea del Norte batasuna como vecino. Seguramente. También puede vivir luchando sin cuartel contra el terrorismo, por muy duro e insensible que suene a nuestros delicados oídos pacifistas. Yo elijo lo segundo, y creo que tú, Curro, en el fondo también, aunque quizás lo hayas olvidado por un momento. Un abrazo.

sábado, 22 de octubre de 2011

El comunicado conjunto Gobierno-ETA

Partamos de una consideración previa: Una organización terrorista no puede comunicar su disolución, porque si lo hace, es que todavía existe, y si ya está disuelta nadie puede hablar, en rigor, en su nombre. Mientras conserve una mínima capacidad criminal, ETA no se va a rendir sin condiciones. Bien mirado, y dejando de lado las consideraciones morales (que son precisamente las que por definición no tienen en cuenta los terroristas), sería del género tonto. ¿Por qué no utilizar la fuerza, o la amenaza de la fuerza, si con ello aún puedes obtener algo a cambio, y la moral es para ti un cuento de viejas? Por el contrario, suponiendo que ETA estuviera derrotada, con prácticamente todos sus miembros detenidos, encarcelados o muertos, un comunicado de abandono de la "actividad armada" sería en realidad un chiste, un acto superfluo.

Ningún comunicado de ETA puede tomarse en sí mismo como una buena noticia, porque lo único que realmente demuestra es que ETA sigue siendo una amenaza, cosa que por lo demás ya sabíamos. No es demasiado alivio que quien nos perdona la vida siga conservando las pistolas que le permiten cambiar de opinión en cualquier momento. Y máxime cuando la experiencia demuestra que ETA ya ha "abandonado" la lucha armada muchas veces antes, como el fumador que asegura que no tiene dificultad alguna en dejar el tabaco porque lo ha hecho ya en una docena de ocasiones.

La razón por la cual muchos han reaccionado alborozados ante el comunicado de ETA no es por el empleo de la palabra "definitivo", después de que en el pasado la organización criminal utilizara otros adjetivos, como "indefinido" o "permanente". En todos los casos, se sobreentiende la cláusula "hasta que deje de serlo." Es más, el comunicado no solo no muestra el menor arrepentimiento por el uso de la violencia (todo lo contrario, rinde homenaje a quienes la han utilizado), sino que abre la puerta a retomarla en caso de que los gobiernos español y francés no se avengan a solucionar el "conflicto" de acuerdo con las directrices etarras. Más que una declaración de paz, el breve comunicado de ETA es una clara amenaza dirigida, sobre todo, al gobierno que surgirá de las elecciones del 20-N.

En realidad, el comunicado no tendría el menor interés, sería uno más de tantos que demostraron ser un engaño, si no fuera por las declaraciones de Zapatero (pronunciadas una hora después de la escenificación de los encapuchados), seguido de las de Rubalcaba y de los titulares de las ediciones digital e impresa de El País y otros medios de la izquierda. Es cuando el gobierno y sus terminales mediáticas adoptan, con perfecta coordinación, una solemne perspectiva histórica, que el anuncio de ETA se convierte (o eso pretenden que creamos) en un anuncio de su final. "Durante muchos años... hemos sufrido y combatido el terror" (ZP); "[el anuncio] pone fin a décadas de acciones terroristas" (Rubalcaba); "la banda terrorista ETA pone fin a 43 años de terror" (El País) .

He dicho coordinación, y no me refiero solo a la del gobierno con sus medios afines, sino a la de todos ellos con la propia ETA. Solo las palabras del presidente del gobierno, del candidato socialista y de su periódico de campaña podían conferir al papelucho de los terroristas ya no credibilidad, sino una significación que por su mero contenido no se le puede atribuir. En ningún lugar dice que el "cese de la actividad armada" sea sin condiciones, en ninguna línea hay algún giro, alguna expresión que lo diferencie de otros comunicados anteriores. Incluso es más discreto que aquel de 1998 donde los encapuchados afirmaban que aquella "generación" no volvería a tomar las armas. A los cuatro meses se comprobó que las generaciones de las ratas se suceden con mucha mayor rapidez que las de los hombres.

Tenemos, pues un comunicado conjunto Gobierno-El País-ETA. Alguno añadirá también a la oposición. Desde luego, no envidio el papelón de Mariano Rajoy, pero creo que ha actuado con bastante inteligencia para eludir la entente izquierda-ETA. El líder del PP no puede regalarle al PSOE la campaña ideal, tiene que morderse la lengua y no expresar lo que pensamos muchos, empezando por la gran mayoría de sus votantes: que todo esto es una farsa repugnante, producto de la negociación política con ETA. Si ahora manifestara Rajoy algo así, la maquinaria socialista exultaría de felicidad. Estaría hasta el 20-N acusando a Rajoy de sabotear la "paz", de ser un miserable que se niega a reconocer el gran éxito del genial Rubalcaba. Emponzoñaría el ambiente hasta el delirio, con la entusiasta colaboración de los nacionalistas catalanes y vascos, a fin de evitar una mayoría absoluta del PP. Hace bien, pues, Rajoy, esquivando una trampa tan burda.

Lo importante aquí, lo que no hemos de perder de vista, son los objetivos de la izquierda y de los terroristas. Uno inmediato es insuflar unos cuantos votos a un PSOE en sus horas más bajas. Se nos venderá la "paz" como el gran logro de Zapatero y Rubalcaba. Otro es que el brazo político de los terroristas obtenga la mayor representación posible en el parlamento. Y el más vil de todos ellos es condicionar la política del partido que previsiblemente saldrá elegido en los comicios de noviembre.

Si ETA vuelve a cometer atentados bajo un gobierno del PP, no les quepa la menor duda de que oiremos a los miserables de siempre culpar de ello no a los que pegan tiros, ponen bombas o extorsionan, sino a "la derecha". Volverán los eternos tontos útiles, junto a los cínicos más redomados, a clamar por el "diálogo", y el jefe de Estado que nos ha tocado soportar volverá a pedir "la unidad de los demócratas", es decir, que la derecha le dé la razón a la izquierda y anuncie el cese definitivo de su actividad.

domingo, 16 de octubre de 2011

Manifestantes útiles

Quien va a una manifestación para oponerse al "sistema", para criticar el capitalismo y exigir "verdadera" democracia, y se sorprende de que se produzcan actos vandálicos, destrucción de mobiliario urbano y agresiones a la propiedad; quien se sorprende de encontrarse de repente en medio de una batalla campal entre los agitadores profesionales y la policía... definitivamente, tiene que ser un perfecto idiota. Y si además ha llevado a sus hijos pequeños a la manifestación, es un completo irresponsable.

Leyendo la crónica de El Mundo sobre los altercados en Roma, uno no puede evitar indignarse, pero de verdad, no como estos niños malcriados que exigen que los contribuyentes les sigamos costeando la regalada vida que han venido disfrutando hasta ahora. La corresponsal, Irene Hernández, chapotea en todos los tópicos buenistas: "la inmensa mayoría de las cerca de 150.000 personas que participaron en manifestación de los indignados (...) lo hicieron de manera pacífica"; los estragos solo son atribuibles a "un pequeño grupo de unos 300 vándalos. (...) El ambiente era de protesta, sí, pero festivo." Conmovedor.

Claro que había "un siniestro grupo de unos 50 tipos (...) vestidos de los pies a la cabeza de negro, varios con la cabeza cubierta con cascos de moto, otros con gafas de sol con cristales negros. Todos con el rostro indefectiblemente cubiertos." Fueron estos sujetos quienes empezaron a saquear un supermercado, para proseguir luego la violencia con rotura de escaparates, incendios de coches, profanación de iglesias (estos debían ser españoles, seguro) y ataques brutales a la policía, poniendo en riesgo las vidas de al menos dos agentes que, por poco, escaparon de un furgón en llamas. Según el alcalde de Roma, se trataría de miembros de "grupos bien organizados que se han infiltrado en la manifestación". ¡No me diga! Así que no fueron pacíficos padres de familia quienes destrozaron todo a su paso... Vaya, vaya.

Quién lo duda, la mayoría de los manifestantes eran gente candorosa y pacífica. Pero en su candor y su mansedumbre, una y otra vez, sistemáticamente, se dejan utilizar por los agitadores profesionales, tanto en las manifestaciones antiglobalización como en las del movimiento del 15-M, tan parecidas. Son los tontos útiles de la extrema izquierda, los que luego lloran ("¡pero si yo no he hecho nada malo!") cuando les cae algún porrazo en una carga policial; son los panolis que se tropiezan con los cordones de las zapatillas cuando hay que echarse a correr frente a los antidisturbios, como los típicos americanos que todos los años van a los sanfermines a jugar a ser Hemingway y un toro acaba revolcando por el suelo: Por gilipollas.

¿Cuándo se enterarán algunos de que ir a una manifestación contra el capitalismo, y contra la actual democracia representativa, no es ningún juego? Es peligroso, y no solo porque es la ocasión que están esperando los extremistas para incendiar las calles, sino porque en sí misma, la ideología que subyace a estas propuestas buenistas, es siempre la justificación de toda dictadura. En los lemas de apariencia naif de las pancartas se apuntan medidas que, de traducirse a la práctica, destruirían libertades esenciales de nuestra civilización. Uno no puede sencillamente apuntarse a una manifestación antisistema y no hacerse responsable de las consecuencias de esa manifestación, simplemente por el procedimiento de declararse retóricamente en contra de la violencia. Uno no puede jugar a la revolución y luego lamentar que se rompan cristales y cosas peores.

Nadie niega el derecho a la manifestación. Pero también existe el deber moral de elegir a qué manifestaciones se va. Si aquí en España no ha ocurrido lo mismo que en Italia posiblemente sea porque todavía no gobierna la derecha. Después del 20-N, veremos cómo se ponen las cosas. Y quien acuda a las manifestaciones que entonces se convoquen, por favor, que no nos venga con el cuento de sus tiernas intenciones, que ya somos mayores de edad. Si vas a una discoteca y le sonríes a la novia de un macarra, luego no te quejes si te rompen esa cara de buen chico. ¿O nunca te dio ningún consejo tu padre?