domingo, 17 de enero de 2010

¿Cómo llamaremos ahora a la extrema derecha?

Últimamente he observado en mi barrio un cierto incremento de pintadas de contenido ultraderechista y xenófobo. En la persiana de un locutorio, por ejemplo, se puede leer en grandes letras: “España blanca”, con una esvástica torpemente ejecutada debajo. Un periódico de provincias titula hoy, trascendiendo el ámbito local: “Los grupos neonazis rebrotan en España abonados por la crisis” (Diari de Tarragona). Y El Mundo publica una entrevista al dirigente de la formación ultraderechista Plataforma per Catalunya, Josep Anglada, a propósito de la polémica generada por la decisión del ayuntamiento de Vic de no empadronar a inmigrantes ilegales.

Los medios de comunicación apuntan a la crisis económica y a una mala política de inmigración como factores que alimentan a estos grupos. Estoy de acuerdo. Cuando las políticas socialdemócratas destruyen empleos y riqueza, dos son las posibles reacciones de la sociedad: Demandar una mayor liberalización (reducción de impuestos, reforma laboral, recorte del gasto público), o bien todo lo contrario, exigir aún más intervencionismo, más gasto “social” y subidas de impuestos “a los más ricos”. Lo primero sería lo racional: Si un modelo ha fracasado, lo lógico es ensayar otro distinto (sobre todo si en realidad ya está más que probado y contrastado, como es el caso). Sin embargo, por desgracia en ocasiones sigue triunfando lo segundo, es decir, el populismo. Y los programas de los partidos ultraderechistas rebosan de este brebaje.

Sumemos a esto una política de inmigración irresponsable, que favorece la llegada incontrolada de extranjeros, los cuales desde el primer día reclaman todas las prestaciones del Estado del Bienestar, sin que en justa contrapartida se les exija el menor esfuerzo de integración. Todo lo contrario, desde la administración y las ONG se cultiva con frecuencia su victimismo, instruyéndolos en las artimañas necesarias para acceder a los numerosos subsidios y ayudas que sufragamos los contribuyentes autóctonos.

Tenemos aparentemente el terreno abonado para la demagogia xenófoba. Pero a ese victimismo le conviene exagerar el peligro de la xenofobia y el racismo. No hay que perder de vista que en las últimas legislativas los grupos que atizan estas emociones alcanzaron menos del 0,25 por ciento de los votos. En España, por suerte, no existe un partido comparable en influencia al FN francés o al BNP británico. ¿Cuál ha sido (hasta ahora, al menos) la razón de ello?

La explicación favorita de la izquierda es que en España, los votantes de extrema derecha votan al PP, porque lo ven como el heredero del franquismo. Pero en realidad, yo creo que ocurre exactamente lo contrario. El perfil del potencial votante de la extrema derecha no es Martínez el facha, la caricatura de Kim en El Jueves (especie obviamente en vías de extinción) sino más bien cierto joven radicalizado de clase media, que lo mismo puede inclinarse por la izquierda antisistema que por los grupos de estética neonazi... O por el PSOE. Mucho más, desde luego, que por un partido aburridamente conservador como el PP.

La sempiterna estrategia izquierdista de presentar al PP como un partido de fachas, que llega al delirio cuando a una dirigente de trayectoria inequívocamente liberal como Esperanza Aguirre se la incluye en la “derecha extrema”, resta muchos más votos a la derecha de los que podría obtener de los Martínez el Facha que aún queden, y que se crean que el partido de la presidenta de Madrid es el suyo. De hecho, lo que cabe preguntarse es qué haría la izquierda si en España surgiera un grupo de ultraderecha verdaderamente relevante, no los meros grupúsculos que hasta ahora se han disputado unos pocos miles de votos. ¿Cómo lo definirían, tras años de llamar fascista, de extrema derecha o derecha extrema al Partido Popular?

Si se consolida algún día la extrema derecha en nuestro país, quizá no estarán exentos de responsabilidad aquellos que han vaciado de sentido la expresión, aquellos que han hecho sonar tantas veces la sirena de alarma que la han convertido en inservible, metiendo en el mismo saco a liberales, conservadores y extremistas antiliberales.