viernes, 21 de agosto de 2009

La superstición política

Sánchez Dragó, en su columna de El Mundo del pasado martes se pregunta retóricamente: "¿Vivíamos mejor con y contra Franco?" Y se responde sin el menor matiz remilgado: "Sí, porque éramos más libres."

Seguro que muchos se escandalizarán ante semejante afirmación. En una entrada anterior, titulada ¿Pío Moa, Liberal?, algún comentarista me trató de ignorante por afirmar que en algunos aspectos, existía mayor libertad no sólo en tiempos de Franco, sino incluso en los de María Antonieta.

En el presente se concede gran importancia a términos grandilocuentes, como la libertad de expresión, el derecho de sufragio, etc, mientras que toleramos mil y una pequeñas coacciones gubernamentales que hace pocos siglos, o incluso pocas décadas, nadie hubiera podido imaginar. Si un policía de tráfico nos obliga a detenernos cuando circulamos en automóvil, es probable que si se esmera lo suficiente encuentre algún motivo de sanción: Tantas son las normativas y leyes que regulan el hecho de desplazarnos en vehículos a motor. Y los ejemplos se multiplican cuando tomamos en consideración casi cualquier otro ámbito.

El problema de estas regulaciones es que, consideradas una por una, suelen parecer tan sensatas y necesarias que encuentran fácilmente ingenuos defensores entre muchos de los ciudadanos que las padecen. Pero su carácter acumulativo, y sobre todo su crecimiento ilimitado las convierten en una de las amenazas más tangibles que se ciernen sobre las sociedades libres.

Por eso, aunque no siempre simpatizo con las boutades de Sánchez Dragó, y tiendo a desconfiar de las contradicciones de su pensamiento, que pasa fácilmente del liberalismo a cierto discurso antioccidental, en esta ocasión, como en otras muchas, me parece que tiene toda la razón. No es casual que quienes verdaderamente se jugaron el tipo contra la dictadura, como Sánchez Dragó y Pío Moa, tengan la osadía de decir lo que piensan del régimen parlamentario. Que las libertades se vean recortadas en nombre de la voluntad popular, no cambia la naturaleza despótica del fenómeno. Como sentenció Herbert Spencer en El Hombre contra el Estado:

"La gran superstición política del pasado fue el derecho divino de los reyes. La gran superstición política del presente es el derecho divino de los parlamentos."