domingo, 4 de enero de 2009

Bosquejo de una teoría del progresismo

El autodenominado progresista suele ser un individuo que está en posesión de una determinada idea acerca del progreso y que acusa a quien discrepa de tal idea de ir contra el progreso. Es decir, lo que suele llamarse progresismo se fundamenta en una lógica defectuosa. Si yo afirmo que p = x, y alguien niega la verdad de esta proposición, lo que no es correcto es decir que está negando p (puede que defienda p = y o p = z, etc). Aunque haya quien efectivamente esté contra cualquier concepción posible del progreso, no es válido afirmar a priori que quien cuestiona mi idea del progreso carece necesariamente de otra distinta.

Ahora bien, con esto no pretendo decir en absoluto que el progresismo estándar sea un mero error formal. Mi tesis es que el progresista no es intrínsecamente estúpido, sino que en realidad lo que él defiende no es el progreso, sino otra cosa. Y si a esa cosa la llama progreso es porque sencillamente confía en ver sus particulares ideales o intereses bendecidos por el gran ídolo moderno, de la misma manera que en otras épocas cualquier facción política presentaba sus objetivos como los únicos acordes con la voluntad divina. El Progreso, al menos por la función que sus acólitos le asignan, no sería más que un trasunto laico de Dios, al que la piedad popular tiende siempre a poner de su lado, sin plantearse a fondo la justicia o el acierto de su causa.

Un ejemplo. Los progresistas defienden el papel del Estado en la redistribución de la riqueza. Otros, por el contrario, afirmamos que la iniciativa privada cumple ese objetivo de manera mucho más eficiente. Conclusión que extraen los primeros: El “neoliberalismo” está en contra de la redistribución de la riqueza y a favor de los ricos. O dicho de otro modo, para ellos, si el intervencionismo es progreso (¡y no hay más que hablar!) cualquier teoría alternativa, por mucha evidencia empírica que aporte, será tachada de ultraconservadora. Jamás se les ocurrirá plantearse la posibilidad de que los resultados que declaran perseguir puedan conseguirse sólo aplicando procedimientos o métodos distintos –por no decir opuestos– a los suyos.

El ejemplo nos sugiere que una de esas cosas que en realidad están defendiendo los progresistas bajo el término progreso es la igualdad. Así que cabe preguntarse ¿realmente la igualdad supone un avance? Ante la crudeza de la cuestión, seguramente muchos lectores tenderán a pensar algo así como: “Ah, no, eso sí que no. La igualdad no me la toques. Si para ti la igualdad no es un progreso de la sociedad, pues a paseo el progreso.” Ahora bien, nótese que según mi teoría del progresismo estándar, sería muy raro que un progre tuviera el valor o la sinceridad de decir esto. No. Lo que diría es que quien cuestione que la igualdad sea factible o siquiera deseable, es de hecho un reaccionario, una persona que se opone a que la sociedad avance. El prestigio inherente al término progreso le resulta demasiado tentador para que renuncie a ampararse en él, o a cuestionarse siquiera un instante si es verdaderamente tan indisociable de determinados principios sacrosantos.

La ventaja de esta teoría estriba en que permite explicar muy bien la alianza objetiva –aparentemente contra natura– de los progresistas con el nacionalismo o incluso con el islamismo. Si como yo defiendo no son verdaderamente progresistas, no debería sorprendernos tanto que coincidan con movimientos o ideologías que se caracterizan por la nostalgia de un pasado idealizado, es decir, hablando con propiedad, reaccionarios.

Ahora bien, está bien decir lo que no es el progreso, pero sin duda se echará de menos una definición positiva del término. Evidentemente, todos entendemos por progreso algún tipo de mejora, pero con apuntar un posible sinónimo apenas aportamos algo a su esclarecimiento. ¿Qué debemos considerar como una mejora? ¿Puede haber un consenso universal acerca de lo que entendemos por mejorar? En mi opinión, esta pregunta, como casi todas, sólo puede tener una respuesta empírica. A lo que la mayoría de los individuos aspiran (independientemente de si aciertan o no con los métodos, o con sus votos) es a cierto estado de bienestar material para sí y para su familia más próxima (pareja e hijos). Es la clase de aspiración que con frecuencia ha sido tildada despectivamente de “burguesa”, y que despierta en ocasiones las burlas, o las iras, tanto de artistas como de fundamentalistas religiosos. Pero no hay precisamente mayor prueba de su profundo arraigo en la naturaleza humana que el hecho de que esos mismos sujetos que fingen desdeñar las cuestiones materiales, suelen cuidarse mucho de no tenerlas perfectamente cubiertas.

Pese a esta definición burguesa del verdadero progreso, no se nos puede escapar una característica inherente al progresismo que realmente merece ese nombre, que es su tendencia a cuestionar lo establecido, en la medida en que este se convierte en obstáculo para las aspiraciones de muchos individuos. Por ello no debe sorprendernos que una estrategia típica de todo establishment para blindarse frente al cambio sea identificarse con el mismo cambio, o lo que se entienda por tal. Esta es la razón por la cual buena parte de la clase política, intelectual y empresarial se apresura en nuestros días a posicionarse como progresista. Le va en ello seguir gozando de su estatus sin sentirse excesivamente cuestionada, en un mundo que a pesar de todo sigue evolucionando a un ritmo acelerado, con el riesgo angustioso que ello entraña para algunos de quedar desfasados y de perder por tanto sus posiciones. Si uno consigue que la etiqueta de progresista sobreviva a cualquier avatar, no importa las veces que meta la pata (que apoyara a la URSS en tiempos, o el maoísmo, o la causa aberrante que fuera). Podrá seguir impartiendo lecciones de ética y de democracia, y pronunciando anatemas contra quienes no cayeron en esos errores o supieron reconocerlos con posterioridad. Ser progresista es, en definitiva, como pertenecer a un club. Las razones son lo de menos; el instinto grupal lo es casi todo.