martes, 9 de diciembre de 2008

La coartada de los derechos

Terminaba mi anterior entrada citando a Étienne de la Boétie y empiezo esta igual. Decía el lúcido autor del Discurso de la servidumbre voluntaria que no hay acto malvado de ningún gobernante que no se justifique "con algún bonito discurso sobre el bien público y la mejora del interés general". Efectivamente, posiblemente no haya existido jamás tiranía tan brutal y descarada que no intente de algún modo disfrazar sus fechorías apelando a algún supuesto beneficio para el pueblo o los individuos.

Actualmente, en España y fuera de ella, quizá la coartada fundamental de los gobiernos para incrementar sus controles, y su intromisión en nuestras vidas, sean los "derechos".

Aunque en otra ocasión ya traté el tema, creo que toda insistencia en desvelar esta estrategia malévola será poca.

Toda persona tiene derecho a la vida, a la libertad de expresión y a la propiedad privada. Rothbard pretendió deducir los dos primeros del tercero, reduciendo todo derecho al de propiedad, lo cual no carece de ciertas ventajas. Si consideramos mi cuerpo como mi propiedad, de ahí se deriva no sólo el derecho a la vida o la libre expresión de mis pensamientos mediante mis órganos de fonación o cualesquiera otros medios de mi pertenencia, sino también la libertad de circulación, de reunión, etc.

No han faltado autores que han observado perspicazmente que toda enumeración intuitiva de los derechos puede ser un arma de doble filo, en el sentido de que los que no sean explícitamente mencionados puedan ser restringidos por el poder político. De ahí que el enfoque deductivo de Rothbard sea muy estimable, aunque eso no significa que todas sus conclusiones sean lógicamente correctas. Me refiero concretamente al caso del aborto, que Rothbard incluye dentro del "derecho absoluto" de la mujer sobre su cuerpo y "sobre cuanto hay dentro de él". Creo que la falacia de este razonamiento se encuentra precisamente en este añadido. No es lo mismo en absoluto mi cuerpo que lo que haya dentro de él. El salto conceptual de una cosa a otra carece de toda justificación lógica, igual podríamos decir que tengo derecho absoluto a mi cuerpo y a todo lo que toco con mis manos. El hecho de que un feto humano dependa del organismo de su madre no cambia nada, del mismo modo que nadie considera que el derecho de una madre sobre un bebé de tres meses (que también depende de ella de manera casi total) sea ilimitado.

El peligro de admitir falsos derechos es que inevitablemente entran en colisión con los verdaderos -por ejemplo, el derecho absoluto a la vida de todo ser humano, incluido aquel que todavía se halla en el vientre materno. Todo derecho, en realidad, supone una limitación de los derechos de los demás; así por ejemplo, el derecho a la vida me impide amenazar de muerte a otra persona, lo cual es una limitación -en este caso legítima- de mi libertad de expresión. La introducción de unos derechos espurios no es por tanto algo que salga gratis, sino que conlleva multiplicar las agresiones a los auténticos derechos. O lo que es lo mismo, poner en manos de los gobernantes un repertorio prácticamente infinito de coartadas para restringir nuestras libertades.

El ejemplo paradigmático son los llamados derechos sociales (derecho al trabajo, a la vivienda, a una renta digna, etc). Cualquier traba imaginable a las libertades económicas de los ciudadanos puede justificarse invocando la necesidad de cumplir con uno u otro de los "derechos" sociales. Nadie está diciendo, excuso decirlo, que no sea deseable que todo el mundo tenga un empleo, una vivienda, etc, sino simplemente que no tiene sentido que cualquier aspiración honrada se convierta en un derecho, incluso si dejamos de lado que la libre iniciativa individual -según demuestra una y otra vez la experiencia- es mucho más eficaz en la realización de esos deriderátums que la intervención de la administración.

Pero para excitar al máximo la imaginación popular, no hay nada como denunciar la existencia de turbios intereses que se oponen a que el pueblo ejerza sus legítimos derechos. Esto forma parte de la naturaleza esencial del Poder, que siempre se presenta exactamente como lo contrario de lo que en realidad es, es decir, como un ente que promueve nuestra emancipación. Para ello necesita construirse la imagen de otro poder (económico, religioso, etc) del cual pretende liberarnos.

Históricamente, los partidos comunistas y socialistas se han erigido en defensores de los trabajadores contra la explotación de los patronos. Para ello han trazado una imagen de la burguesía como un ente abstracto, enormemente poderoso e inteligente, que opera entre bastidores y trasciende las fronteras (la "burguesía internacional"). Las teorias conspiratorias de los distintos fascismos y populismos, cimentadas sobre burdas historietas protagonizadas por los "especuladores" y los judíos, no han hecho más que desarrollar esta técnica. Se trata de crear un "enemigo del pueblo" para liberarnos del cual debemos lanzarnos en brazos de un partido político y, a la postre, el Estado.

Los partidos socialistas democráticos, aunque en gran medida herederos de las antiguas organizaciones revolucionarias, no suelen adoptar hoy una retórica tan grosera, pero las críticas al "neoliberalismo" y al "capitalismo salvaje" siguen en la misma línea, y se recrudecen durante los periodos de crisis económica como el actual. El Estado, según esta concepción, es el gran redistribuidor, una especie de Robin Hood que roba a los "ricos" (mediante los impuestos) para darle a los "pobres", mediante prestaciones sociales, servicios públicos y subvenciones varias. El Estado vela además por nuestra seguridad y nuestra salud con infinidad de normativas ("derechos" de los consumidores) que la industria se ve obligada a cumplir bajo amenaza de las correspondientes sanciones.

Sin embargo, la realidad sólo muy remotamente coincide con esta retórica. Para empezar, los impuestos los pagamos todos, no sólo los ricos. De hecho, son precisamente las clases altas las que pueden acceder a los servicios jurídicos que les permiten explorar todas las vías posibles para reducir sus contribuciones, mientras que las clases medias apenas tienen escapatoria. En segundo lugar, la presión fiscal y regulatoria tiene un efecto objetivo de desincentivación de la inversión competitiva que anula por completo sus beneficios sobre la sociedad, al disminuir su riqueza, y es falso que ello sea el precio a pagar para que los menos afortunados puedan acceder a ciertos servicios básicos, como la sanidad o la enseñanza, cuando el mercado demuestra ser mucho más eficaz que el dirigismo burocrático en satisfacer otras necesidades no menos básicas como son la alimentación o el vestido. Y en tercer lugar, una buena parte de los impuestos se destina a sostener una ingente plantilla de funcionarios y unos gastos de representación (viajes, dietas, etc) que sería ingenuo pretender que no se convierten en un fin en sí mismos.

Por otra parte, lo que entendemos por necesidades básicas no es inmutable. Siempre existirán aspiraciones que no todas las personas verán cubiertas; no hay límites, como decía antes, a los "derechos" que podemos reivindicar. Pero debemos ser absolutamente claros a este respecto, la noción de progreso aplicada a los derechos es completamente ahistórica. Determinados ciudadanos (mujeres, homosexuales, miembros de minorías étnicas o nacionales) han luchado durante muchos años por obtener la igualdad, es decir los mismos derechos a la vida, la propiedad, etc, que el resto. En algunas partes (básicamente Occidente) lo han conseguido, aunque puedan quedar reducidos ámbitos en los que perviven las injusticias pasadas. Visto en perspectiva, se trata de verdaderas revoluciones, muy delimitadas en el tiempo. No ha habido una lucha milenaria de las mujeres por lograr la igualdad, por mucho que retrospectivamente siempre encontraríamos casos aislados de mujeres que ya en la Antigüedad ejercieron sus derechos. Con ello quiero decir que la imagen de un progreso ininterrumpido e infinito ("todavía queda mucho por recorrer") de los derechos, es absurda. ¿Sería un "progreso" que el 50 % de los estibadores portuarios fueran mujeres? Cuando en el consejo de administración de una empresa se cumple la cuota de género por imposición del gobierno, si algo podemos asegurar es que aquí no ha habido progreso alguno, sólo una intromisión injustificada de los funcionarios en la actividad privada de los individuos. Progreso ha sido que en la Universidad ingresen al menos tantas mujeres como hombres, sin necesidad de ningún Ministerio de la Igualdad.

Lo mismo puede decirse de los llamados "derechos nacionales". Cuando alguien considera que su cultura se encuentra amenazada, podemos tener la seguridad de que va a ir contra otro, o querrá restringir nuestra libertad de algún modo para proteger ese bien por él tan preciado. Muchos nacionalistas puntualizan que no se trata de defender ninguna entelequia colectiva, sino los derechos de personas de carne y hueso a -por ejemplo- expresarse en su lengua. Pero es que resulta que cuando ese derecho ya se ha conseguido, en el contexto de una sociedad liberal y democrática, nunca es suficiente. Hay que garantizarle además a ese nacionalista que su lengua no va a extinguirse en los próximos cien años (!). Y para ello, naturalmente, todo atropello a los que prefieren usar otra lengua estará justificado. De nuevo, el progreso (siempre inacabado) de los derechos espurios actúa como pretexto para avasallar los verdaderos derechos, aquellos que no progresan, que ningún Estado nos concede graciosamente, sino que sencillamente se hacen respetar o no.