sábado, 22 de noviembre de 2008

Hidalgos de hoy

El pasado jueves un centenar de "estudiantes" lanzaron pintura contra una oficina del Banco Santander del campus de la Universidad Rovira i Virgili en Tarragona. El motivo de este acto de vandalismo era protestar contra la privatización de la Universidad que según algunas organizaciones estudiantiles promueve el Plan de Bolonia. Concretamente, a uno de los cabecillas le escuché en la radio decir que estaba en contra de que la enseñanza se convierta en "una mercancía dentro del sistema capitalista".

Es cosa sabida que la izquierda utiliza las palabras "privatizar" y "mercancía" como espantajos que la eximen de mayor argumentación. Basta un análisis elemental para poner al descubierto la incuria intelectual de tal procedimiento.

Una mercancía es un bien o servicio susceptible de ser intercambiado por otros bienes o servicios. En las sociedades civilizadas el número de mercancías es tan elevado que para facilitar los intercambios se utiliza un instrumento llamado dinero, pero en esencia, todos obtenemos las mercancías que necesitamos o deseamos (alimento, vestido, vivienda, etc) a cambio de las mercancías que producimos, seamos mecánicos, constructores o camareros. O profesores. La enseñanza, por supuesto, es un servicio, una mercancía como otra cualquiera. No existe ningún motivo racional por el cual deba sacralizarse, como si ningún producto fuera digno de ser intercambiado con ella.

La característica fundamental del acto de compraventa es que es libre. Somos libres de comprar y vender lo que queramos, elegimos lo que compramos o vendemos. Por tanto, decir de una actividad que no puede convertirse en mercancía significa que su práctica no debe ser libre. La enseñanza, según defiende la izquierda, debe ser un servicio público, es decir, un monopolio del Estado. Los estudiantes no deben poder elegir entre centros académicos que compitan entre sí en calidad, sino que debe haber una única oferta educativa. En consecuencia, ser profesor equivale a un estatus privilegiado y endogámico, en el que los criterios de admisión y promoción son los que se marcan los docentes a sí mismos, no los resultados objetivos.

Se dice que la enseñanza privada no sería accesible a todo el mundo, pero se olvida que para remediar este inconveniente hace tiempo que se inventó el sistema de becas, y que en Estados Unidos, el país del capitalismo salvaje y bla bla bla, el porcentaje de hijos de trabajadores no cualificados que cursan estudios superiores es superior al de Alemania o Francia.

¿Y los estudiantes? Contagiados de la escasa motivación de sus profesores para esforzarse y superarse, es lógico que muchos también quieran gozar de un estatus de privilegio y que cuando oigan (o imaginen oír) la palabra privatización se pongan en guardia. La sola idea de que se instaurara en la Universidad un ambiente de esfuerzo y autosuperación les angustia. ¡Menuda pesadilla, tener que trabajar! Pero por supuesto, hay que evitar reconocer con franqueza la verdadera naturaleza de su aversión. Del mismo modo que en épocas pretéritas la nobleza holgazana se prohibía a sí misma el sórdido trabajo manual, nuestros privilegiados de hoy, sean profesores o estudiantes, se indignan si alguien insinúa introducir groseros criterios de eficacia económica en su nobilísima actividad.

Quizás por eso un profesor que tuve decía que las únicas instituciones medievales que persisten hoy en día son los toros... y la Universidad.