martes, 17 de junio de 2008

No pasa nada (por ahora)

He leído la sentencia que condena a Jiménez Losantos por un delito de injurias y, sinceramente, no creo que la libertad de expresión esté en peligro. Puede que sea un ingenuo o que mi ignorancia del derecho me lleve a ser excesivamente optimista, pero, hablando en serio: ¿De verdad podemos creer que un texto jurídico tan chapucero e incompetente no será tumbado por cualquier instancia superior con cara y ojos a la que se recurra?

Ignoro si es costumbre de las transcripciones judiciales de discursos orales optar por la grosera fonetización de nombres propios extranjeros, como por ejemplo "Juliani", repetido sistemáticamente en la sentencia para referirse al alcalde neoyorquino Giuliani, entre otras igualmente ridículas, y si es normal la carencia de puntuación casi total en dichas transcripciones.
No me entretendré en comentar aspectos formales, a fin de no desviarme de lo importante, que es el argumento esencial de esta sentencia. Traducido al lenguaje corriente, aquel en el que Giuliani se escribe Giuliani, podría formularse así:

Federico Jiménez Losantos no puede ampararse en la libertad de expresión porque no se puede probar que el alcalde Gallardón dijera lo que algunos afirman que dijo, es falso que literalmente dijera cosas como "quiero tapar el 11-M" y no es cierto que todo el mundo interpretara de la misma manera sus palabras.

Es decir, la jueza nos está diciendo, primero, y en contradicción con los mismos fundamentos de derecho que la propia sentencia cita poco antes, y que definen la veracidad en términos de los cánones comúnmente admitidos de profesionalidad, que sólo es información veraz aquella que se puede probar. Nótese la enormidad de semejante afirmación. Prácticamente se carga toda posibilidad de opinión libre. Podemos comprobar que está lloviendo porque nos mojamos, pero ¿cómo demostrar enunciados complejos del tipo de "Gallardón traiciona los principios del PP"?

En segundo lugar, aunque en el fondo deriva de lo anterior, la sentencia increíblemente prohíbe toda interpretación. Puesto que el alcalde madrileño en ningún momento dijo literalmente que él no quería investigar el 11-M, no se puede afirmar legalmente (!) que ese fuera el sentido de sus palabras.

En tercer lugar, de manera increíblemente burda, la sentencia presenta triunfalmente como una falsedad más, imputable al querellado, la tesis de que todos los medios habrían interpretado del mismo modo las palabras de Gallardón. Y si fuera cierto que Federico hubiera incurrido en esa exageración ¿de verdad eso es materia de interés penal? Y sobre todo, ¿demuestra algo en absoluto, salvo que cada cual es libre de interpretar las palabras de un alcalde o las del rey como le venga en gana? Pues parece que según la ilustrísima magistrada, no es así.

Que los epítetos dedicados a Gallardón sean más o menos hirientes, es cuestión en la que, por sí sola, no se podía fundar una sentencia condenatoria. Insultar es llamar a alguien hijo de puta o cabrón, y todo lo que no sean expresiones de este jaez no pueden ser consideradas insultos, salvo que se quiera hacer imposible la crítica a los políticos. Por eso la magistrada ha optado por una estrategia argumentativa tan desesperada como era la de entrar en la veracidad de las afirmaciones de Federico, lo que nos conduce a algo tan absurdo y quimérico como querer fijar la interpretación que era lícito dar a las palabras pronunciadas por Gallardón en un acto del diario ABC.

Así que tranquilos. La libertad de expresión sigue indemne, por el momento. Con sentencias así, da gusto recurrir.