sábado, 29 de septiembre de 2007

Sobre lo divino y lo humano (II)

El problema del mal se ha planteado en todas las épocas. Lucrecio, hace dos mil años, ya cuestionaba la Providencia poniendo, entre otros ejemplos, el del rayo que abate al inocente y deja ileso a su lado al criminal. Pero en general, tanto el hombre antiguo como el medieval, reaccionaban ante la desgracia con un sentimiento de resignación, de acatamiento de los inescrutables designios del Señor, como solía decirse. Hoy esta actitud suele considerarse servil, no se quiere comprender. Voltaire, con su “denuncia” del terremoto de Lisboa, perece que inauguró la nueva sensibilidad. Recientemente, un senador norteamericano ha pretendido llevar formalmente a juicio a Dios... Una parte de la humanidad moderna no tolera el dolor, y se niega a sí misma el consuelo de la religión. Todo lo contrario, se llega a acusar a Dios, prefiriendo añadir al dolor un sentimiento de ira tan desmedida como inútil. En la novela de Ramón J. Sender, Imán (1930), el padre del protagonista, un humilde campesino “cumplidor con la Iglesia” ve morir a su hijita enferma, tras haber perdido a su mujer, y al intentar consolarle el cura diciéndole que “Dios nos prueba la virtud de mil maneras”, el personaje reacciona desgarradoramente: “¿Dios? ¿Pero esto lo hace Dios? ¡Dónde está, señor cura, dónde está Dios, que le voy a morder los sesos!” Literariamente estimable, la novela de Sender no deja de ser, con todo, ideológicamente tramposa, con sus concesiones al tremendismo casi propagandístico, y episodios como este donde los personajes pierden la fe a consecuencia de vivencias dramáticas. Generalmente las personas religiosas han encontrado en sus creencias una tabla de salvación a la que aferrarse en los momentos más duros de la vida. La reacción descrita en la novela es más propia de una persona carente previamente de fe y puesta a la defensiva frente al capellán. Hoy en día, en lugar del clérigo, nuestro personaje habría sido asistido por un psicólogo, y posiblemente sedado. No niego que la mitigación del sufrimiento sea un progreso admirable de la civilización, pero cabe preguntarse si nuestro pánico frente al dolor no nos hace en el fondo más vulnerables y no conlleva una infantilización del ser humano.

Creo ver una conexión entre la postura irreligiosa, que ve como un absurdo inadmisible la existencia del mal en el mundo, y la moderna idolatría del Estado, significativamente no exenta, tampoco, de un espíritu exigente y reivindicativo. Hay un momento en la historia en que el campesino deja de rogar a Dios por las cosechas, y empieza “a pensar que si la agricultura no se perfecciona la culpa es principalmente del gobierno” (Tocqueville), algo que hubiera parecido absurdo en otros tiempos. Ante todo tipo de accidente o desastre natural se exigen responsabilidades al Estado en una actitud que, si bien parece diametralmente opuesta a la pretérita resignación frente a las adversidades, nos conduce de forma gradual pero inexorable a una sociedad menos libre, porque los gobernantes y los burócratas no pueden encontrar mejor pretexto para ampliar su tutela sobre la sociedad. Se da por sentado que la administración está ya no legitimada, sino incluso obligada a inmiscuirse en todos los aspectos de la vida, en suplantación de la antigua divinidad omnisciente, con tal de garantizarnos la felicidad.

Todos los seres vivos huyen del dolor, y persiguen el placer. Pero por ello mismo, si elimináramos el primero en todas sus formas, correríamos el riesgo de destruir también toda motivación. Decía Herbert Spencer, en El hombre contra el Estado, que las palabras bíblicas “comerás el pan con el sudor de tu frente” equivalían a la ley natural de la lucha por la vida, lo que hoy llamaríamos competitividad, esa palabra tan denostada ya desde la escuela. Pero no hay duda de que prometer un mismo nivel de bienestar para todo el mundo, independientemente de sus méritos, sería algo terriblemente dañino para la vida, nos conduciría a una sociedad apática y decadente, donde el esfuerzo no se vería más recompensado que la indolencia. Y por añadidura, no nos haría más felices. Una excesiva protección contra los avatares de la existencia nos debilitaría, reduciendo nuestra capacidad de sufrimiento. A medida que mitigamos el dolor también es menor el que podemos soportar. El mal se convierte entonces en un absurdo, en un sinsentido refractario a toda concepción trascendente.