domingo, 2 de septiembre de 2007

Liberales y conservadores (y III)


2. Condenados a entenderse

Hay un sentido trivial en el que todo liberal es un conservador y es que si como consecuencia de las teorías liberales se está a favor del sistema capitalista, es lógico que defendamos su permanencia, es decir, que seamos conservadores, y desconfiemos de la intromisión estatal. Pero cuando hablamos de conservadurismo generalmente estamos pensando en un conjunto de principios positivos, y no meramente en el deseo de mantener un orden existente, sea cual sea. Estos principios podrían resumirse, en Occidente, con la expresión moralidad cristiana, que incluiría la defensa de la familia tradicional, la responsabilidad individual y la autodisciplina, la creencia en la dignidad de la persona, etc. Difícilmente podremos hablar en nuestro contexto cultural de conservadurismo, en un sentido no meramente abstracto, sin tener en cuenta el cristianismo.

El liberalismo, por mucho que podamos remontarnos a sus precedentes medievales y antiguos, es ciertamente hijo de la Ilustración, “ese enorme proyecto... de sustituir la religión por la filosofía y la ciencia” (Sebreli). Pero en los ideales ilustrados de igualdad de todo el género humano late el mensaje universalista cristiano. Y en documentos fundacionales como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, de incuestionable espíritu ilustrado, se menciona al Creador como la fuente de los derechos inalienables del hombre. No se trata de retórica. Si los derechos a la vida, la libertad, etc, son de origen divino, se sitúan más allá de cualquier tipo de limitación que ningún poder terrenal quiera imponerles basándose en concepciones relativistas, utilitaristas o del tipo que sean.

El pensador liberal más importante del siglo XX, Friedrich A. Hayek, escribió un ensayo titulado Why I Am Not a Conservative (Por qué no soy conservador), incluido como post-scriptum en su clásico The Constitution of Liberty (trad. cast. Los fundamentos de la libertad en Unión Editorial). En realidad, todo lo que podamos decir ahora en torno a esta cuestión, ya se encuentra en este ensayo, y más desarrollado aún en la magna obra citada. Incluso podemos ver aquí un anticipo del rombo de Boaz: El pensador austríaco proponía un triángulo en cuyos vértices situaba el liberalismo, el socialismo y el conservadurismo, contraponiéndolo a la errónea concepción que situaba al primero en el centro de una línea cuyos extremos serían los otros dos. Pese a su título, este escrito no supone un rechazo del pensamiento conservador, sino una matizada reflexión acerca de lo que une y separa a liberales y conservadores. Hayek se confiesa más cercano a los conservadores que a los socialistas, pero recela de los primeros por haber asimilado históricamente casi todas las propuestas socialistas. Coincide con los conservadores en su escepticismo hacia las posibilidades de la razón humana, defendiendo el concepto de un cierto orden espontáneo que nos es legado por la tradición, y que sería arrogante locura ignorar drásticamente, queriendo partir de cero, como se hizo en la revolución francesa, y durante el siglo pasado en Rusia y China, con resultados desastrosos. En cambio se aparta de los conservadores cuando pretenden oponer al conocimiento científico cualquier especie de sabiduría superior, con lo que no consiguen más que desacreditar aquellos valores que la ciencia supuestamente pondría en cuestión. Distingue, en suma, entre liberalismo y conservadurismo, pero admitiendo ya desde el principio del ensayo que están condenados a entenderse:

“Cuando, en épocas como la nuestra, -afirma- la mayoría de quienes se consideran progresistas no hacen más que abogar por continuas menguas de la libertad individual... los defensores de la libertad no tienen prácticamente más alternativa, en el terreno político, que apoyar a los llamados partidos conservadores.”

Pero la relación entre ambas ideologías va más allá de una alianza táctica. Me extendería demasiado si pretendiera resumir con precisión el pensamiento de Hayek al respecto. Bastará con decir, por ahora, que la libertad necesita de la tradición, porque de lo contrario nos conduce a la disolución de los lazos sociales, dejando que el vacío consiguiente sea ocupado por las burocracias estatales. Dice Hayek:

"El beneficioso funcionamiento de la sociedad libre descansa, sobre todo, en la existencia de instituciones que han crecido libremente. Es probable que nunca haya habido ningún intento de hacer funcionar una sociedad libre con éxito sin una genuina reverencia por las instituciones que se desarrollan, por las costumbres y los hábitos y por todas esas seguridades de la libertad que surgen de la regulación de antiguos preceptos y costumbres. Aunque parezca paradójico, es probable que una próspera sociedad libre sea en gran medida una sociedad de ligaduras tradicionales... La libertad no ha funcionado nunca sin la existencia de hondas creencias morales, y la coacción sólo puede reducirse a un mínimo cuando se espera que los individuos, en general, se ajusten voluntariamente a ciertos principios."

Y al mismo tiempo, la tradición necesita de la libertad, pues sólo poniendo vallas al paternalismo del Estado “el individuo se hace más responsable, más ahorrador, más innovador e incluso más sinceramente religioso como lo es en Estados Unidos”, nos dice atinadamente Pedro Schwartz en su prólogo al libro de David Boaz que hemos comentado.

Algunos sociólogos han llamado la atención sobre el supuesto hecho de que el capitalismo, que se basa en la innovación constante, por su propia naturaleza tendería a corroer el orden social. Es una crítica propia de determinados conservadores, pero a la que también se apunta con oportunismo la izquierda, la del “desenfreno hedonista” que socava las raíces de las culturas tradicionales, etc. Francis Fukuyama, autor controvertido que no encaja en la ideología liberal-conservadora, famoso por su temerario anuncio del "fin de la historia", en un libro escrito unos años más tarde, titulado La Gran Ruptura (Ediciones B), ha especulado sobre el modo como las sociedades tienden espontáneamente, según él, a reconstruir el orden perdido, y concluye -es a lo que voy- que la religiosidad es un componente esencial de ese orden, hasta el punto de que puede llegar a ser reivindicada por los propios no creyentes. La reconstrucción de la comunidad (entendida como aquellos lazos asociativos e instituciones morales cuya ausencia viene a ser suplida indefectiblemente por el Estado, con la merma de la libertad individual consiguiente) “no surgirá como consecuencia de las creencias rígidas, sino que la gente creerá porque desea una comunidad.”

“Dicho de otro modo –prosigue el autor- la gente regresará a la tradición religiosa no porque acepte la verdad de la revelación, sino porque la ausencia de comunidad y la fugacidad de los lazos sociales del mundo secular hacen que esté sedienta de ritual y tradición cultural.”

Y con esta franqueza no exenta de crudeza, algo más adelante añade:

“En este sentido, no se tomará la religión en serio por sí misma. La religión se convierte en una fuente de ritual en una sociedad que se ha quedado sin ceremonias... Es algo que la gente escéptica, racional y moderna puede tomar en serio, lo mismo que celebra su independencia nacional con el traje tradicional o lee los clásicos de su propia tradición cultural... No nos hemos vuelto tan modernos y secularizados para que podamos vivir sin religión, si bien tampoco estamos tan faltos de recursos morales innatos como para esperar que venga un mesías a salvarnos. Y la naturaleza, que intentamos alejar con una horca, siempre regresa.”

Se pueden compartir o no las consideraciones de Fukuyama, pero de lo que no cabe duda es de que nos hacen reflexionar sobre lo alegremente que ciertos políticos e intelectuales defienden posiciones llamadas laicistas, o se atreven a reformar instituciones milenarias como el matrimonio, y se permiten además calificar como oscurantistas y retrógrados a quienes discrepamos de ellos. Por desgracia, no se trata de una moda pasajera, sino que es uno de los factores que distinguen la historia Europea de la de los Estados Unidos, marcada la primera por una revolución francesa antirreligiosa, y los segundos por una revolución que supo luchar con la opresión sin romper con la tradición. Como dice Hayek:

"El verdadero liberalismo no tiene pleito con la religión, siendo muy de lamentar la postura furibundamente antirreligiosa adoptada en la Europa decimonónica por quienes se denominaban liberales."


Decimonónica: Justo. ¿Quiénes son los verdaderos retrógrados?

Resumiendo lo que he intentado mostrar en estas entradas bajo el título de Liberales y conservadores, no se trata de que los liberales menos consecuentes sean los que todavía no han abandonado los últimos restos de conservadurismo. Esto es un grave error, que compromete las posibilidades futuras de los defensores de la libertad. La verdad es que el liberalismo y el conservadurismo se necesitan mutuamente para convertirse en una construcción teórica lo suficientemente potente contra ese paradigma seudoprogresista que confunde la razón con la retórica racionalista, y que ha sido el causante de toda clase de estragos. Frente a ello debe oponerse la verdadera racionalidad, que se basa en la experiencia, y en el reconocimiento de los propios límites, para intentar gradualmente introducir mejoras realmente alcanzables, procurando al menos no estropear ese delicado organismo que es la sociedad humana.