domingo, 30 de septiembre de 2007

Usos de la foto de Carod


Prosiguen en Cataluña las quemas de fotos del rey cabeza abajo. No soy monárquico. Es más, estoy dispuesto a discutir si debería ser delito quemar una fotografía del Jefe del Estado o la bandera nacional. Este debate, en relación al menos a la bandera, ha tenido lugar en Estados Unidos y personalmente me decanto hacia los partidarios de que actos de este tipo no sean considerados delictivos. Pero si algo tengo claro es que mientras tenga vigencia, la ley debe aplicarse. La tolerancia hacia los delitos menores favorece un clima propicio a otros más graves. Se empieza incumpliendo el artículo 4.2 de la Constitución, acerca de la presencia de la bandera de España en edificios públicos autonómicos, se continúa quemando al rey en efigie y se acaba convocando un referéndum de independencia.

Por cierto, el momento elegido por el lehendakari no es casual. Ibarretxe ayuda a Zapatero a ganar las elecciones dándole la ocasión para mostrarse como defensor intachable de la unidad de España y tratando así de evitar que la llegada de Rajoy a La Moncloa pueda poner fin a la bacanal nacionalista. Lo que ya no sé es si sus cálculos incluyen también echar una mano a Puigcercós, poniendo en evidencia a un Carod-Rovira que hace unos días convocaba su referéndum para... 2014.

En efecto, todas estas algaradas incendiarias de los niñatos de Esquerra, al final sólo sirven para que los nacionalistas vascos, una vez más, tomen la delantera. "Los malvados nunca encuentran descanso", decía Stevenson. Es justo lo que podríamos decir de los radicales. El que entra en ese juego luego no puede quejarse si es deplazado por otro más audaz todavía -o con menos escrúpulos. Le ha ocurrido a Convergència i Unió con ERC, y al PNV le puede acabar ocurriendo con ETA.

Por supuesto, este proceso se reproduce dentro de los mismos partidos. Detengámonos en el caso del vicepresidente de la Generalitat, Honorable Sr. Josep-Lluís Carod-Rovira. Ha jugado a ser radical hasta un grado que si este país se respetara a sí mismo, estaría en la cárcel. Siendo presidente en funciones del gobierno autonómico, le faltó tiempo para reunirse con los terroristas etarras en Perpiñán. Poco después, la organización criminal declaraba una tregua circunscrita sólo a Cataluña. ¿Les había repetido a los representantes de ETA lo mismo que les dijo en 1991, tras el atentado contra la casa-cuartel de Vic, que "cuando queráis atentar contra España, os situéis previamente en el mapa"?

El artículo del diario Avui (31-05-91) en el que consta esa frase para la posteridad es, además de un ejemplo impagable de la degeneración moral consustancial a todo fanatismo, un verdadero retrato del personaje. Nos dice que condena toda violencia, "especialmente" la de los Estados: Equidistancia exquisita entre los asesinos y quienes los combaten. Eso sí, también condena la violencia ejercida por los "oprimidos", identificando a los criminales con su causa. Por si hubiera alguna duda, en un párrafo anterior se solidariza con el nacionalismo más delirante: "Sufrimos -dice- con el pueblo vasco el drama de un pueblo condenado al aniquilamiento de su condición nacional... el sombrío horizonte de una lengua minorizada, de una cultura asfixiada, de una nación troceada... la angustia de medio millar de presos." En suma, tras reñir a ETA por su "torpeza" al interferir con "la victoria progresiva que vamos obteniendo en las conciencias de los ciudadanos" (notable confesión de la mentalidad totalitaria, cuyo verdadero objetivo es dominar las mentes, no meramente los cuerpos), el insulto más hiriente que encuentra contra los criminales es llamarles españoles ("fanfarronería típicamente española", "la dialéctica... tan española, de los puños y las pistolas"). Cuesta imaginar que pueda haber alguien más enfermo de odio hacia España. Y sin embargo, ni siquiera eso le garantiza poder mantener su liderazgo dentro del partido.

Tras el fracaso de la revolución de octubre de 1934, los nacionalistas catalanes y vascos trataron de exculparse diciendo que habían sido "desbordados" por los radicales. Josep Pla, con su habitual lucidez, les recriminó su imperdonable frivolidad. Vale la pena citar sus palabras:

"Si us dediqueu a la política demagògica, ¿qui podrà evitar que un demagog més audaç us segui l'herba sota els peus i us desbanqui? En Companys ha estat desbordat per en Dencàs. I en Dencàs, per qui ha estat desbordat? Per en Badia? I en Badia, per qui haurà estat debordat? És la cadena dels desbordaments. És la cadena que ha estat estudiada gairebé científicament a propòsit de la Revolució Francesa: Necker desbordat per Sieyès; Sieyès desbordat per Mirabeau; Mirabau desbordat per Brissot i els girondins; Brissot desbordat per Danton; Danton desbordat per Robespierre i Marat; Robespierre desbordat per Babeuf i els comunitzants... "

Seguro que ya hay quien espera fríamente su momento, jugando a los dardos con una foto de Carod por diana. Y se me ocurren otros usos de su foto. Fuentes de inspiración no faltan.

ACTUALIZACIÓN 3-10-07: Dos miembros del partido de Carod han reconocido ante el juez que enviaron al líder político Albert Rivera una fotografía suya con una bala en la frente.

sábado, 29 de septiembre de 2007

Sobre lo divino y lo humano (y III)

Al final del post del 26 de setiembre escribí:

El segundo problema es el teleológico, o finalista. Spinoza lo planteó así: “Dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto.” Ahora bien, señala el filósofo, “si Dios actúa con vistas a un fin, es que... apetece algo de lo que carece”, lo cual se contradice con su infinita perfección.

Spinoza era judío, por lo que forzosamente había de tener muy presente al Jehová del Antiguo Testamento. Un Dios celoso, con raptos de cólera, que exigía adoración y sacrificios rituales y que, en definitiva, nos resulta más cercano a los dioses de las mitologías paganas que al de los Evangelios.

No resulta verosímil, en efecto, que un ser omnipotente esté interesado por que se le rinda culto. Pero, descartadas las explicaciones aparentemente primitivas, no parece fácil responder a la pregunta de por qué Dios habría creado el universo. Según la Iglesia Católica la creación es un acto de pura bondad. Ahora bien, cabe hacer a esta respuesta esencialmente la misma objeción que a la anterior: ¿No caemos en el antropomorfismo cuando atribuimos a la divinidad sentimientos tan humanos como el deseo de ser amado o la bondad?

David Hume, a quien antes citábamos en apoyo del escepticismo sobre la ciencia, también fue un escéptico respecto de la religión. El filósofo escocés advirtió que el obrar de acuerdo a un fin -la inteligencia- es una característica animal (no sólo humana, pero para el caso es lo mismo) que al postular la existencia de Dios elevamos a fundamento último de lo existente:

¿Por qué –se preguntaba- seleccionamos un principio tan insignificante, tan débil y tan limitado como la razón y la capacidad de planificar que encontramos en los animales que habitan este planeta? ¿Qué particular privilegio puede tener esta pequeña agitación del cerebro que llamamos pensamiento, para que hagamos de ella el módulo del universo entero?(Diálogos sobre la religión natural, Alianza Ed.)

Cierto que la Biblia parece adelantarse a esta argumentación, al afirmar que es el hombre el que ha sido creado a imagen y semejanza de su Creador... La psicología evolucionista puede explicar las emociones humanas como el resultado de un proceso causal, carente por completo de finalidad, pero ¿no podría haber detrás de ello, pese a todo, un Plan infinitamente sabio que contara de antemano con ese resultado? El problema es que características humanas como son la inteligencia o el sentimiento de bondad parecen perder todo sentido más allá de las concretas circunstancias en las que han surgido. ¿Estamos diciendo realmente algo cuando hablamos de una Inteligencia Infinita? ¿No es por definición la inteligencia la capacidad de los organismos desarrollados para obtener determinados fines? ¿Qué sentido tiene aplicársela a un Ser incondicionado, no limitado por ninguna circunstancia?

La respuesta a estas preguntas estriba acaso, una vez más, en adquirir clara conciencia de nuestra ignorancia. Porque efectivamente, parece que no podemos entender el concepto de Dios, pero ¿entendemos algo en absoluto? ¿Sabemos lo que es la materia, a pesar de los aceleradores de partículas cada vez más grandes que construimos? Bertrand Russell, nada sospechoso de defender posturas irracionalistas, concluye su obra El conocimiento humano (Planeta-Agostini) con estas melancólicas palabras:

"En verdad, los errores que hemos creído encontrar en el empirismo han sido descubiertos por la estricta adhesión a una doctrina que ha inspirado la filosofía empirista: Todo conocimiento humano es incierto, inexacto y parcial. No hemos hallado ninguna limitación a esta doctrina."

Sobre bases tan poco sólidas parece cuando menos aventurado querer desterrar por completo la dimensión trascendente del hombre. En todo caso, no se ve qué podemos ganar con ello, como no sea poner en entredicho la dignidad humana, en la confianza de que podremos fundarla sobre bases supuestamente racionales.

Sobre lo divino y lo humano (II)

El problema del mal se ha planteado en todas las épocas. Lucrecio, hace dos mil años, ya cuestionaba la Providencia poniendo, entre otros ejemplos, el del rayo que abate al inocente y deja ileso a su lado al criminal. Pero en general, tanto el hombre antiguo como el medieval, reaccionaban ante la desgracia con un sentimiento de resignación, de acatamiento de los inescrutables designios del Señor, como solía decirse. Hoy esta actitud suele considerarse servil, no se quiere comprender. Voltaire, con su “denuncia” del terremoto de Lisboa, perece que inauguró la nueva sensibilidad. Recientemente, un senador norteamericano ha pretendido llevar formalmente a juicio a Dios... Una parte de la humanidad moderna no tolera el dolor, y se niega a sí misma el consuelo de la religión. Todo lo contrario, se llega a acusar a Dios, prefiriendo añadir al dolor un sentimiento de ira tan desmedida como inútil. En la novela de Ramón J. Sender, Imán (1930), el padre del protagonista, un humilde campesino “cumplidor con la Iglesia” ve morir a su hijita enferma, tras haber perdido a su mujer, y al intentar consolarle el cura diciéndole que “Dios nos prueba la virtud de mil maneras”, el personaje reacciona desgarradoramente: “¿Dios? ¿Pero esto lo hace Dios? ¡Dónde está, señor cura, dónde está Dios, que le voy a morder los sesos!” Literariamente estimable, la novela de Sender no deja de ser, con todo, ideológicamente tramposa, con sus concesiones al tremendismo casi propagandístico, y episodios como este donde los personajes pierden la fe a consecuencia de vivencias dramáticas. Generalmente las personas religiosas han encontrado en sus creencias una tabla de salvación a la que aferrarse en los momentos más duros de la vida. La reacción descrita en la novela es más propia de una persona carente previamente de fe y puesta a la defensiva frente al capellán. Hoy en día, en lugar del clérigo, nuestro personaje habría sido asistido por un psicólogo, y posiblemente sedado. No niego que la mitigación del sufrimiento sea un progreso admirable de la civilización, pero cabe preguntarse si nuestro pánico frente al dolor no nos hace en el fondo más vulnerables y no conlleva una infantilización del ser humano.

Creo ver una conexión entre la postura irreligiosa, que ve como un absurdo inadmisible la existencia del mal en el mundo, y la moderna idolatría del Estado, significativamente no exenta, tampoco, de un espíritu exigente y reivindicativo. Hay un momento en la historia en que el campesino deja de rogar a Dios por las cosechas, y empieza “a pensar que si la agricultura no se perfecciona la culpa es principalmente del gobierno” (Tocqueville), algo que hubiera parecido absurdo en otros tiempos. Ante todo tipo de accidente o desastre natural se exigen responsabilidades al Estado en una actitud que, si bien parece diametralmente opuesta a la pretérita resignación frente a las adversidades, nos conduce de forma gradual pero inexorable a una sociedad menos libre, porque los gobernantes y los burócratas no pueden encontrar mejor pretexto para ampliar su tutela sobre la sociedad. Se da por sentado que la administración está ya no legitimada, sino incluso obligada a inmiscuirse en todos los aspectos de la vida, en suplantación de la antigua divinidad omnisciente, con tal de garantizarnos la felicidad.

Todos los seres vivos huyen del dolor, y persiguen el placer. Pero por ello mismo, si elimináramos el primero en todas sus formas, correríamos el riesgo de destruir también toda motivación. Decía Herbert Spencer, en El hombre contra el Estado, que las palabras bíblicas “comerás el pan con el sudor de tu frente” equivalían a la ley natural de la lucha por la vida, lo que hoy llamaríamos competitividad, esa palabra tan denostada ya desde la escuela. Pero no hay duda de que prometer un mismo nivel de bienestar para todo el mundo, independientemente de sus méritos, sería algo terriblemente dañino para la vida, nos conduciría a una sociedad apática y decadente, donde el esfuerzo no se vería más recompensado que la indolencia. Y por añadidura, no nos haría más felices. Una excesiva protección contra los avatares de la existencia nos debilitaría, reduciendo nuestra capacidad de sufrimiento. A medida que mitigamos el dolor también es menor el que podemos soportar. El mal se convierte entonces en un absurdo, en un sinsentido refractario a toda concepción trascendente.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Sobre lo divino y lo humano (I)

Desde la Antigüedad, la teoría de que el universo es eterno, carente de principio ni de final, se consideraba como una formulación encubierta del ateísmo, pues eliminaba aparentemente el concepto de Creación. A principios del siglo XX esta teoría, si bien no fue totalmente refutada, sufrió un grave quebranto. Las observaciones astronómicas, por un lado, confirmaron el hecho de la expansión del universo, es decir, que en contra de la aparente inmutabilidad del firmamento, el universo es inestable. Por otro lado, la teoría de la relatividad general de Einstein, implicaba que en el universo debía haber en efecto, tal y como indicaban las observaciones de Hubble, alguna clase de principio que contrarrestara la fuerza gravitacional. De ahí surgió la teoría del Big Bang, o Gran Explosión, que se supone se encuentra en el origen del universo. No es de extrañar que la Iglesia viera con buenos ojos esta concepción, que parecía desterrar definitivamente la idea de un universo eterno, en el que no había lugar para un Creador.

En realidad, la teoría del Big Bang no es incompatible con algún tipo de concepción cíclica, lo que permitiría sostener la eternidad del cosmos. Pero es que ésta a su vez no es lógicamente incompatible con la idea de un Dios cuyo acto creador se hallase fuera del tiempo, como pensaba San Agustín. La lección que podemos sacar de estas especulaciones es que siempre se precipitará quien quiera extrapolar los resultados de la ciencia más allá de su ámbito, sea para defender o para refutar la existencia de un ser trascendente.

Algunos filósofos aficionados a la ciencia, así como algunos científicos aficionados a la filosofía, defienden que de la teoría de la evolución de las especies se deduce la inexistencia de Dios. Involuntariamente, el movimiento creacionista les da la razón cuando pretende sustituir el darwinismo por una supuesta teoría científica basada en el Génesis. En ciencia no existen teorías definitivas, pero de momento no hay en el horizonte nada que pueda hacer mínimamente sombra a la monumental aportación de evidencias empíricas publicadas por Darwin, así como a los progresos posteriores de disciplinas tan distintas como la geología, la paleontología o la biología molecular, que estaban en mantillas o no existían en tiempos del gran naturalista inglés. Pero una vez descartada la creación separada de las especies, de ello no se deduce, ni remotamente, la imposibilidad de un acto creador único del universo. La idea de que la ciencia ha ido acorralando progresivamente los ámbitos en los que podía defenderse la intervención divina, no se corresponde exactamente con la realidad. Lo que se han desmontado son los argumentos falaces que pretendían demostrar la hipótesis deísta basándose en los limitados o erróneos conocimientos de cada momento. Pero esto vale para los que proceden igual con la tesis opuesta.

A medida que nuestros conocimientos en cosmología y en física cuántica avanzan, somos conscientes de que el universo es mucho más extraño que todo lo que podíamos imaginar. En tiempos en que el sistema de Newton parecía justificar una confianza ilimitada en la capacidad de la razón, el filósofo David Hume ya advirtió sobre la endeble naturaleza del conocimiento humano, y lo cierto es que dos siglos y medio después, los impresionantes descubrimientos científicos que se han sucedido nos invitan más a la perplejidad que al ingenuo racionalismo del siglo XVIII.

Dejando de lado el cientifismo vulgar, debe admitirse que el concepto de Dios plantea problemas filosóficos insoslayables. El primero es el problema del mal. Este tiene dos procedencias, la natural y la humana. El dolor producido por el hombre puede explicarse como una consecuencia inevitable de la libertad humana. Ser libre implica poder hacer el mal y poder equivocarse. En cambio, el sufrimiento originado por las enfermedades, las catástrofes naturales, etc, tiene más difícil explicación. Si Dios es omnipotente, se indignó Voltaire, ¿por qué permitió el terremoto de Lisboa, en el que murió una tercera parte de sus habitantes, el día de Todos los Santos de 1755? El segundo problema es el teleológico, o finalista. Spinoza lo planteó así: “Dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto.” Ahora bien, señala el filósofo, “si Dios actúa con vistas a un fin, es que... apetece algo de lo que carece”, lo cual se contradice con su infinita perfección.

Las soluciones, en mi siguiente post. No os lo perdáis.

lunes, 24 de septiembre de 2007

Usurpadores del progreso

Aunque no comparto sus tesis, tiendo a simpatizar con aquellos pensadores que despotrican del progreso. Ellos van de frente, no engañan a nadie, no buscan prosélitos. Mi preferido es Cioran, porque es de los pocos que ningún movimiento político puede ya no utilizar, ni siquiera tergiversar. Su nihilismo es tan rotundo y su prosa tan alejada de jergas seudofilosóficas a la moda, que no hay lugar a interpretaciones, sería imposible buscar en su obra un párrafo que pueda servir para justificar ni remotamente el poder del más insignificante funcionario.

"Que la Historia -dice- no tenga ningún sentido, es algo que debería alegrarnos. ¿Nos atormentaríamos acaso por una solución feliz del porvenir, por una fiesta final en la que nuestros sudores y desastres corriesen con todos los gastos? ¿A favor de idotas futuros, exultando sobre nuestras penas y bailoteando sobre nuestras cenizas? La visión de un desenlace paradisíaco supera, por su absurdo, las peores divagaciones de la esperanza."

El fragmento pertenece a Breviario de podredumbre, traducido por Fernando Savater (ed. Taurus). En efecto, el donostiarra fue el gran introductor de Cioran en España, en los años setenta, cuando jugaba a ser el enfant terrible de la filosofía española, cosa nada difícil en medio de aquel panorama desolador dominado por el marxismo decimonónico y poca cosa más. Desde luego, sus habilidades epatantes han perdido mucho, ahora se conforma con decir que España se la sopla. Sic transit... Pero no nos apartemos del tema. Cioran, con insobornable lucidez, comprendió que vivir, actuar, progresar, son la misma cosa. Coherentemente, se proclamó contra toda acción, contra la mera existencia. Sus libros se han entendido incluso como una apología del suicidio, por más que nunca lo pusiera en práctica (murió a los 84 años) y que según contaba él mismo, disuadiera a más de uno de hacerlo. Quizá la verdadera clave de su obra estriba en el sentido del humor que la recorre. Al contrario de lo que podría parecer, su lectura no es deprimente porque en el fondo nos invita a no tomar nada en serio, empezando por él mismo.

Hay otra clase de enemigos del progreso. Son aquellos pensadores a los que les gusta llamarse a sí mismos progresistas. Su lectura sí es deprimente. Es siempre en el fondo la misma historia lacrimógena de supuestas victimas de la pérfida "lógica del mercado", es decir, la reducción de todos los problemas de la existencia "a un sórdido conflicto económico" (Borges). Precisamente, si algo contribuye a desenmascarar a estos falsos amigos del progreso, es que cuando sus argumentos tradicionales de corte marxista empiezan a sonar demasiado monótonos, no dudan en acudir a filósofos irracionalistas como Nietzsche, que por supuesto abominaba de los que él llamaba con desdén "mejoradores de la humanidad". Diríase que prefirieran renegar de la noción de progreso, antes que reconocer que su particular vía hacia él hace aguas por todas partes. Es entonces cuando las concepciones relativistas y multiculturalistas, cuya genealogía romántica y reaccionaria expone con claridad Juan José Sebreli en un reciente libro, El olvido de la razón, empiezan a colonizar el territorio de la izquierda. Y nuestros supuestos defensores del laicismo y el universalismo empiezan a mirar para otro lado ante el avance del islamismo, y a salir por las peteneras del "respeto a la diferencia" y demás repertorio habitual de sandeces.

Podría pensarse que a fin de cuentas no sería tan malo que la izquierda dejara por fin en paz el concepto de progreso, que así podría ser restaurado, aligerado de las rémoras adheridas en los últimos dos siglos. Pero no nos hagamos ilusiones, los seudoprogresistas se caracterizan precisamente por eso, porque no van de frente, siguen reivindicándose como los únicos herederos de la Ilustración, al tiempo que dilapidan su legado a pasos agigantados.

domingo, 23 de septiembre de 2007

¿Un Zapatero local?

El nuevo alcalde socialista de Tarragona, Josep Fèlix Ballesteros, entrevistado en el último boletín municipal, asegura haber conseguido cumplir el propósito de que "no faríem revenja històrica". Uno se pregunta qué motivos de revancha cabría abrigar contra los anteriores consistorios del convergente Nadal, como para poder presentar como un gesto de nobleza renunciar a ella. ¿Debe entenderse que el mero hecho de haber estado unos cuantos años los socialistas en la oposición ya constituye una especie de agravio histórico?

Eso sí, tras manifestar esos buenos (?) deseos, acto seguido no hace otra cosa que entrar en comparaciones (supuestamente basadas en comentarios populares) con el gobierno local anterior, y afirma gratuitamente que las demandas sin respuesta de la gente eran una de "las lacras del pasado". El caso es que apenas ocupado el cargo, exigió la dimisión de los líderes de la oposición (!), responsabilizándolos de un plan urbanístico cuyos aspectos impopulares no tiene la valentía de asumir o suprimir. ¡Menos mal que está libre de ánimos revanchistas!

Ballesteros asegura haber recibido "cartas de gente" agradeciéndole que la Part Baixa de la ciudad esté ahora más limpia. La semana pasada estuvimos mi mujer y yo con nuestros hijos en el parque de la Plaça dels Carros, y doy fe de que sigue siendo uno de los parques infantiles más sucios de la ciudad. Qué fácil es aducir el testimonio del autor del Lazarillo de Tormes...

sábado, 22 de septiembre de 2007

El poder no me va a cambiar


Mucha gente tiene una particular concepción del sentido del humor. Les hace gracia que se metan con otros, o con las creencias, las ideologías o los símbolos de los otros, pero cuando las bromas se dirigen hacia ellos mismos, la tolerancia que tanto les gusta exigir a los demás no les dura ni un minuto. Recuerdo el caso de un anuncio televisivo de una cadena de bocadillos que con el eslogan "quédate con lo mejor del campo", en alusión a las materias primas utilizadas en sus productos, ironizaba acerca de las incomodidades de la vida rural. Una asociación de agricultores puso el grito en el cielo, obligando a recortar el anuncio... Es difícil imaginar algún chiste que no pueda entenderse como una ofensa hacia algún grupo o individuo lo bastante susceptibles. ¿De qué deberíamos reírnos si no, de los fenómenos atmosféricos?

Lo que está claro es que Zapatero, por mucho que sonría, considera que su imagen es algo más serio que la de Jesucristo o el Papa, a juzgar por las diferentes reacciones a los agravios contra estas, y al inocente chiste contra (?) la suya. "El poder no me va a cambiar", dijo tras ser elegido presidente. Puede que, en efecto, ya fuera antes igual de embustero, sectario y solemne que ahora, pero resulta revelador que empezara su mandato hablando impúdicamente del poder. Lo que nos obsesiona siempre pugna por expresarse.

viernes, 21 de septiembre de 2007

El discreto encanto de los intelectuales


Los medios de comunicación suelen englobar dentro de la categoría de intelectuales a un heterogéneo grupo de profesionales: profesores, periodistas, escritores, artistas. ¿Qué tienen en común todos ellos? Estamos tentados de contestar, exagerando un poco la nota, que todos ellos suelen ser de izquierdas. La explicación preferida por los propios intelectuales sería que ello es el resultado de su espíritu por naturaleza crítico, que les lleva a cuestionarse lo establecido. Sin embargo, a esta visión autocomplaciente cabe hacer dos objeciones.

En primer lugar, que un historiador o un periodista deberían ser personas de espíritu crítico parece esperable –aunque luego también lo pondré en duda- pero menos obvio es el caso de un poeta, un novelista o un actor. La imagen del artista “comprometido” no es más, en mi opinión, que una consecuencia de esa aspiración histórica de los gremios artísticos de ser considerados como trabajadores del intelecto, con su mismo estatus social, lo que les lleva a mimetizar las actitudes y el comportamiento del mandarinato.

En segundo lugar, incluso entre los intelectuales stricto sensu, parece discutible que su filiación ideológica sea resultado de esa supuesta visión crítica, cuando precisamente es típico del discurso izquierdista el apoyo, o cuando menos la comprensión, hacia los regímenes más despóticos con tal de que sean socialistas o antioccidentales. Cuestionarse lo establecido es algo que suena muy romántico, pero lo que habría que preguntarse es qué entendemos por lo establecido, qué debe ser transformado y en qué sentido. Eso es lo que podríamos llamar con propiedad espíritu crítico, y no el comulgar con ruedas de molino al que se prestan frívolamente algunos premios Nobel.

En mi opinión una gran parte de los intelectuales tienden fatalmente al complejo de superioridad frente al resto de los mortales, lo que les lleva a despreciar el capitalismo, basado en última instancia en la pasión del vulgo por el bienestar material, y encarnado muchas veces en emprendedores de una inteligencia práctica tan notable como poco asistida por conocimientos teóricos o cultura literaria. Les parece que dejar que la gente persiga sus propios fines individuales, con las menores trabas posibles, conduce a la mediocridad y nos aleja de la sociedad ideal que ellos conciben regida por –a qué no lo adivinan- intelectuales.

Sé que esta explicación será tachada de populista, reaccionaria y antiintelectual. Pero populista es quien quiere hacer creer al pueblo que sólo él puede conducirlo hacia el bienestar. Reaccionario es quien trata de explotar los más ancestrales instintos gregarios (también conocidos como socialismo o nacionalismo) para ahogar las libertades individuales. Y antiintelectual es aquel que subordina la verdad a las necesidades del poder, como Lenin cuando defendía la mentira como arma revolucionaria.

Afortunadamente no todos los intelectuales son iguales. Algunos se han desembarazado de las veleidades antiliberales, y tratan de mantener su reputación progresista con vagas alusiones al “laicismo”, preocupados –supongo- porque la gente pasa demasiadas horas en la iglesia, en lugar de disfrutar de la vida en las terrazas de los bares. Otros incluso han dado un paso más, y ya no les importa su reputación, hasta el extremo de mostrar su predilección por el cristianismo frente al islamismo, o defender la idea de España. Pero sospecho que esto ya es demasiado para Savater.

lunes, 17 de septiembre de 2007

Son los precedentes, estúpido

La televisión autonómica catalana, a través del canal 33, emitió el pasado 14 de abril un documental sobre Terra Lliure favorable a esta organización terrorista. El CAC (Consell de l’Audiovisual de Catalunya), según su nota de prensa publicada hoy en su web, ha enviado un informe al director de la Corporació Catalana de Ràdio i Televisió, Joan Majó, advirtiéndole de “algunos problemas de encaje respecto de las misiones de servicio público que tiene encomendadas TVC”. En este informe critican que a los atentados se les denomine “acciones armadas” y a los terroristas “activistas” (¿de qué me suena esto?) así como que los testimonios favorables a la organización terrorista sean muy superiores en número a los críticos o simplemente neutrales, es decir, lamentan “la falta de pluralidad de visiones y opiniones”. Curiosamente, en esta misma nota de prensa se refieren a Terra Lliure como a la “organización armada”. Parece que el CAC es el primero en incurrir en lo que denuncia.

En mi opinión no debería existir el CAC. Si en cualquier medio de comunicación se traspasan los límites de la libertad de expresión, es decir, se cometen delitos o faltas tipificados como puedan ser injurias y calumnias o apología del terrorismo, simplemente se denuncia, y los jueces deciden si efectivamente se han producido esas infracciones de la ley. No me sirve el argumento de que los medios de comunicación públicos están investidos de una especial responsabilidad, por lo cual sería lícito un mayor marcaje sobre ellos. En primer lugar, las competencias del CAC abarcan también a las televisiones y radios privadas, y no lo olvidemos, tiene potestad sancionadora, por lo cual su mera existencia es una amenaza contra la libertad de expresión. Hoy han advertido a un medio público, mañana actuarán contra un medio privado, y a los que protesten se les recordará su apoyo a procederes como el actual. Si queremos ser coherentes en nuestra postura contraria al CAC, debemos serlo siempre, incluso cuando su intervención parezca más razonable. Parafraseando la conocida frase de la política americana, podríamos decir: “Son los precedentes, estúpido”. En segundo lugar, con el debate acerca de la deontología de los medios públicos, lo que se está esquivando es el debate mucho más profundo e importante acerca de si deben existir siquiera tales medios. Mi posición desde luego es totalmente negativa. ¿Qué necesidades sociales satisfacen las costosísimas televisiones públicas que el mercado no podría cubrir? Pero esto sería tema para otra entrada.

Dicho lo anterior, muchos estarán tentados de razonar más o menos como sigue: Sí, estamos contra el Consejo Audiovisual, pero al menos, en este caso concreto, su actuación ha sido correcta, y no debemos desaprovechar la oportunidad de utilizarla como demostración del sectarismo nacionalista de TV3. Pues bien, yo creo que su actuación no ha sido correcta en absoluto. En mi opinión, el documental emitido por la televisión catalana es una intolerable apología del terrorismo y sus autores deberían responder ante los tribunales. Pero el informe del CAC no incide tanto en esto (ya hemos visto que incluso la nota de prensa utiliza un lenguaje parecido al que supuestamente crítica), como en la falta de pluralidad. Es decir, que si se hubiera emitido un documental totalmente contrario a la banda criminal, hubiera podido ser acusado exactamente de lo mismo, por no presentar testimonios de terroristas o de sus ideólogos, por no “equilibrar” el punto de vista de las víctimas con el de sus verdugos.

La pluralidad es fruto de la libertad. Pero la creatividad de los gobernantes para restringir las libertades aparentando hacer todo lo contrario, no tiene límites. No debería sorprendernos que utilicen el concepto de pluralidad para cercenar libertades. Ya lo vienen haciendo con total descaro con los de igualdad o democracia (incluso, en el colmo del virtuosismo, con la propia palabra libertad) desde hace mucho tiempo. A principios de año, la Comisión Europea mostró su preocupación por la falta de pluralidad en los medios de comunicación. Algunos advirtieron rápidamente el afán regulatorio que se escondía apenas tras tan paternales desvelos por la información que reciben los ciudadanos. ¿Quieren libertad? Pues no intervengan. Unas buenas leyes antimonopolio bastarán para prevenir la excesiva concentración de medios. El ejemplo lo tienen en Internet, donde no existe una posición dominante en el flujo de la información, a pesar de (¿?) que los políticos todavía no han podido hincarle el diente. Aunque ganas no les faltan. Imagino el día en que alguna autoridad tan benévola como opresiva venga y me diga que mi blog no es nada plural. Que debo publicar un 50 % de entradas argumentando en contra del ideario que hasta ahora vengo defendiendo. Y que en mi blogroll faltan enlaces a El País, la Cadena Ser o Red Progresista. Porque espero que no llegue ese día, me opongo a esos hipócritas defensores de la pluralidad. No caigamos en la trampa de aplaudirles cuando creemos que nos benefician. No tardarán en pasarnos la factura.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Lecciones de ética

Rosa Regàs ha impartido la lección inaugural del curso académico 2007-2008 en Tarragona, al lado de un tal Montilla. Desconozco quién es el responsable de su elección para este acto, pero por supuesto, para nada debemos ver en ella el más mínimo sesgo ideológico. Cierto que la escritora catalana dijo que se alegraba más de la derrota del Partido Popular que de la muerte de Franco, y que recientemente publicó un breve artículo (que podemos leer gracias al link de Martha Colmenares) en defensa de Hugo Chávez, pero precisamente eso nos demuestra su coherencia intelectual. Se alegra de que en España haya habido un cambio violento de gobierno, y defiende a un golpista el cual además, siempre que tiene ocasión, dice pestes de Aznar. Todo encaja.

Por cierto, sus “argumentos” en pro del déspota venezolano son antológicos. Citando fuentes tan exquisitamente neutrales como el gurú antiglobalización Ignacio Ramonet, o un think-tank progre como el Center for Economic and Policy Research (eso sí, no hay nada que excite más a los antiamericanos europeos que sentirse avalados por los antiamericanos americanos), la señora Regàs pretende convertir la catástrofe económica a la que está conduciendo el dictador populista a su país, en todo lo contrario, manipulando unos pocos indicadores socioeconómicos que o bien son engañosos, o bien no significan nada. Venezuela puede crecer un 12 %, pero de qué sirve eso si la inflación es del 17 %. Angola, perteneciente a la OPEP al igual que el país caribeño, tenía un crecimiento en 2005 del 15,7 %. Otros países africanos productores de petróleo, como Argelia o Nigeria, ostentan cifras superiores a las de Europa. ¿Qué significa eso por sí solo? Pues nada. Aunque lo peor no es lo que dice Regàs, sino lo que omite. Las violaciones de los derechos humanos, los asesinatos perpetrados por los matones chavistas, los cierres de medios de comunicación, los presos políticos, el rearme militar y el apoyo a guerrillas extranjeras, todo eso lo ignora olímpicamente, al tiempo que nos da una sobrecogedora lección de ética denunciando la hipocresía europea consistente en criticar lo que sus constituciones suelen admitir, la reelección indefinida de los presidentes de gobierno. Naturalmente, si George Bush planteara una reforma constitucional para presentarse a una tercera reelección, eso le parecería a nuestra novelista algo perfectamente digno del mayor respeto.

La lección inaugural impartida en Tarragona se titulaba (en catalán, excuso decirlo) “La cultura como transmisión de conocimientos”. No he tenido el placer (es un decir) de escucharla, pero a juzgar por el resumen del diario digital de la URV, su tesis es que la cultura, el conocimiento, nos hace más libres y nos permite cambiar la sociedad. Pues si el conocimiento es como el que demuestra ella de la economía venezolana, y los cambios a los que aspira son del tipo de los que promueve ese histrión megalómano por el que no oculta su admiración, pobre cultura. Y pobres nosotros, que tenemos que soportar que panfletistas ignorantes como esta señora usurpen el título de intelectuales.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Libertad para qué

El breve documento por el cual las trece colonias originarias de los Estados Unidos proclaman su independencia en 1776 contiene más sabiduría política que muchos pesados volúmenes de grandes pensadores, escritos antes y después. Por esta razón me gusta tenerlo siempre presente encabezando la columna derecha de este blog. Su pasaje más memorable posiblemente sea aquel en el que enuncia, sin pretensión de exhaustividad, derechos inalienables del hombre como son el derecho a la vida, la libertad y la “búsqueda de la felicidad” (pursuit of happiness). Este último giro resulta especialmente ilustrativo de la lucidez de hombres como Thomas Jefferson o Benjamin Franklin. No hablaron del derecho a la felicidad, sino a su búsqueda. Nótese la diferencia crucial. La búsqueda de la felicidad es obviamente algo que compete a cada cual, y nos parecería impertinente que alguien se arrogara la facultad de realizarla por nosotros. Recientemente el ex presidente Aznar llamó la atención sobre el paternalismo implícito en el eslogan de la DGT, “no podemos conducir por ti”, dando lugar a las burlas farisaicas de quienes fingieron ver en sus palabras una apología de conductas incívicas. Ayer mismo, por poner otro ejemplo, escuché en una emisora una cuña de una campaña del gobierno autonómico catalán recomendando a los padres precaución para evitar accidentes domésticos ¡de sus propios hijos! Que un gobierno pretenda extender el ámbito de sus preocupaciones incluso sobre los vínculos más estrechos entre los individuos, como si estos fueran incapaces de valerse por sí solos, nos da una idea de lo lejos que hemos llegado en nuestras cesiones al papel del Estado todoprotector. El mero hecho de que parezca normal e incluso digno de elogio este tipo de mensajes es algo que debería hacernos reflexionar.

La búsqueda de la felicidad es una tarea individual, sencillamente porque no está claro que todo el mundo deba tener el mismo concepto de felicidad. Sólo si asumimos el riesgo personal e intransferible de equivocarnos, de no ser felices, seremos libres para escoger el tipo de vida que queremos, para bien o para mal. En cierto modo, la pursuit of happiness no es más que un desarrollo de la idea de libertad, ya viene contenida en ella. Pero es interesante su formulación, porque nos recuerda que la libertad no garantiza la felicidad. Dicho con rotundidad, si postulamos el derecho a la libertad, entonces NO EXISTE EL DERECHO A LA FELICIDAD.

Demostrémoslo ahora por reducción al absurdo. Imaginemos que sí existe un derecho a la felicidad. Es lo que está implícito en propuestas como la del gobierno andaluz, prometiendo vivienda para todos. Es obvio que garantizar la felicidad universal requiere el desvío de recursos siempre crecientes a manos de los burócratas encargados de esa misión. Ese desvío de recursos es por definición coactivo, pues se basará en la presión fiscal o en imposiciones sobre la actividad económica, frenando el crecimiento y en definitiva, sustrayendo el dinero que los ciudadanos administran por sí mismos para entregárselo a funcionarios que decidirán por ellos cómo emplearlo. La cuestión no es que esta propuesta sea demagogia electoralista y que no se vaya a cumplir, sino: ¿Es deseable que se cumpla -que la vivienda nos la proporcione el Estado? ¿Queremos ser “felices” a cualquier precio, incluida nuestra libertad? Si esto es lo que queremos, no hay más que hablar. Sigamos ahondando en el crecimiento del llamado Estado del Bienestar. La libertad, mantenida sobre el papel, será “redefinida” a conveniencia de las benevolentes autoridades, que por supuesto también acabarán definiendo lo que debemos entender por felicidad. Parafraseando a Churchill, por la felicidad renunciaréis a la libertad, y al final no tendréis ni libertad ni felicidad.

martes, 11 de septiembre de 2007

In Memoriam. God Bless the USA


Hoy hace seis años. Ese día no debía ir a trabajar, porque el 11 de setiembre es fiesta local donde yo vivo. Después de comer, me disponía a dejarme vencer por el sueño en el sofá, para lo cual tengo una receta casi infalible, que es poner la televisión. Pero ese día, claro, no me dormí. Primero fue la imagen de una de las torres del World Trade Center ardiendo. Parecía un accidente. La transmisión era en directo, pero algunas imágenes iban llegando desordenadas, con un desfase de algunos minutos. Cuando vi la imagen de la segunda torre ardiendo pensé que el choque del avión había sido tan brutal que había afectado de alguna manera a los dos edificios. Pero pocos instantes después, llegó a las televisiones de todo el mundo el video del segundo avión, describiendo una curva en el aire para estrellarse contra la Torre Sur. Ya no había duda de lo que significaba aquello. Permanecí ante la pantalla varias horas, era imposible hacer otra cosa ante unos acontecimientos que superaban lo imaginable. Mi hijo, que entonces todavía no había cumplido dos años (aún no había nacido su hermano) y que como todos los niños tiene un sexto sentido para captar el estado de ánimo de sus padres, quedó tan impactado que durante varios días, al vernos simplemente leyendo los periódicos exclamaba “buuum", manifestándonos a su manera que recordaba lo sucedido.

Desde luego, no hacía falta ser ningún experto en geopolítica para saber que algún grupo árabe estaba detrás del mayor atentado terrorista de la historia. Sin embargo, el corresponsal de El País en Washington, Enric González, al día siguiente se refirió en su crónica al “presunto ataque terrorista”. Puesto que no habló del presunto presidente de los Estados Unidos, ni de la presunta ciudad de Nueva York, debemos deducir que con ese adjetivo sugería no descartar por completo la posibilidad de que, a fin de cuentas, fuera todo un montaje sionista-imperialista. No se me ocurre otra explicación. ¿Te atribuyo injustamente un excesivo antiamericanismo, Enric? Dicen que tus libros dedicados a Nueva York y a Londres son dignos de elogio, al igual que tus crónicas deportivas sobre el Calcio. Pero el título que diste (al menos lo firmabas tú) a tu artículo de aquel triste 12 de setiembre, elevado a gran y único titular de la primera página, quedará para siempre como ejemplo del sectarismo más despreciable y necio que pueda concebirse:

El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush

Confieso que cuando empecé a pensar en un título para este blog, barajé la posibilidad de emplear esta frase, quintaesencia de la clase de discurso que más detesto. Lo excluí por temor a que algún bruto, o algún lector apresurado, no captara la ironía, y porque era demasiado larga: Es que encima, es un mal titular.

Pero para ser justos hay que decir que la peor ponzoña vertida por El País del 12 de setiembre de 2001 la contenían sus páginas de opinión. El editorial, titulado con engañosa sensatez “Golpe a nuestra civilización”, y tras unas razonables palabras acerca de la “agresión integral... contra la democracia y la libertad de mercado”, pasaba sin ambages a la insidiosa tarea de justificar lo injustificable, aludiendo al conflicto árabe-israelí con palabras favorables a Arafat y críticas con Sharon (“debe sacar lecciones de lo ocurrido”) y juzgando comprensivamente las manifestaciones de alegría en las calles palestinas por la muerte de miles de personas en Estados Unidos, como un “desquite por los sufrimientos que ellos han padecido tantas veces entre el silencio occidental”. Proseguía el pérfido editorialista, como no podía ser menos, precaviéndonos contra la demonización del islamismo, y de paso aprovechaba para ridiculizar el apoyo de Bush al escudo antimisiles, como si por haber sufrido un ataque terrorista hubiera que descuidar la defensa contra otro tipo de agresiones. Resumiendo, que por mucho atentado islamista que haya, no debemos perder de vista lo esencial, que los malos, además de tontos, son los yanquis y los judíos.

La verdadera cima de la ruindad, sin embargo, sólo podía alcanzarla el artículo firmado, cómo no, por el ex alto cargo franquista y Kulturkommissar máximo de la progresía Juan Luis Cebrián, “La política del odio”, un ejemplo difícilmente superable de los topicazos más rancios de la bazofia discursiva seudoprogresista. Refiriéndose a los Estados Unidos como el “imperio”, equipara la humillación (¿detecto cierta delectación en la palabra?) y el dolor causado por los terroristas a las perniciosas consecuencias en las relaciones internacionales que según él tendrá la respuesta de la república norteamericana. Y entonces nos desvela la causa de estos males, que no es otra que el “caldo de cultivo” del odio, constituido por “los desheredados de la tierra, los que no tienen nada que perder” (textual, no es parodia), los oprimidos por un “nuevo orden mundial que amenaza con consolidar el lenguaje de la violencia como el único posible en las relaciones entre los hombres"(!) La culpa hay que verla en “la falta de un diálogo racional entre los líderes de los países desarrollados, y el egoísmo ciego de muchos de ellos”, en la globalización (¡no podía faltar!) que divide a todos los habitantes del planeta en “víctimas” y “verdugos”(!!)... En suma, que todo el problema se origina en la negativa de Occidente a reconocer “las enormes distancias en el desarrollo de los pueblos”.

Decía Jean-François Revel que la mentira es la mayor fuerza que mueve el mundo. Y cabe preguntarse si hay mayor mentira, y más dañina, que ésta, que la violencia nace de la pobreza y la injusticia, y que Occidente, con los Estados Unidos a la cabeza, es el principal culpable de ambas. ¿Por qué este interés perverso en “comprender” a los enemigos de nuestra civilización, en poner en su boca supuestos argumentos contra nosotros mismos -que por cierto no vacilarán en apropiarse, aunque no crean lo más mínimo en ellos? Quizá sea la manera como algunos pretenden situarse en una cobarde neutralidad que confunden con la objetividad y la ecuanimidad. Pero sobre todo no debemos olvidar sus réditos políticos. En España hemos experimentado, por desgracia, en carne propia, las iniquidades derivadas de esa “política del odio” que en realidad no es otra que la practicada por personajes como Cebrián, el odio contra aquellos que salvaron a Europa de los totalitarismos nazi y comunista, contra esos Estados Unidos que han hecho infinitamente más por la libertad y la democracia en Europa, que lo que ni en sueños, y suponiendo que lo pretendiera, logrará jamás cierta clase de intelectuales enfermos, que pontifican sobre las “causas”, y acaso una parte de las causas son en buena medida ellos.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Liberales y conservadores (y III)


2. Condenados a entenderse

Hay un sentido trivial en el que todo liberal es un conservador y es que si como consecuencia de las teorías liberales se está a favor del sistema capitalista, es lógico que defendamos su permanencia, es decir, que seamos conservadores, y desconfiemos de la intromisión estatal. Pero cuando hablamos de conservadurismo generalmente estamos pensando en un conjunto de principios positivos, y no meramente en el deseo de mantener un orden existente, sea cual sea. Estos principios podrían resumirse, en Occidente, con la expresión moralidad cristiana, que incluiría la defensa de la familia tradicional, la responsabilidad individual y la autodisciplina, la creencia en la dignidad de la persona, etc. Difícilmente podremos hablar en nuestro contexto cultural de conservadurismo, en un sentido no meramente abstracto, sin tener en cuenta el cristianismo.

El liberalismo, por mucho que podamos remontarnos a sus precedentes medievales y antiguos, es ciertamente hijo de la Ilustración, “ese enorme proyecto... de sustituir la religión por la filosofía y la ciencia” (Sebreli). Pero en los ideales ilustrados de igualdad de todo el género humano late el mensaje universalista cristiano. Y en documentos fundacionales como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, de incuestionable espíritu ilustrado, se menciona al Creador como la fuente de los derechos inalienables del hombre. No se trata de retórica. Si los derechos a la vida, la libertad, etc, son de origen divino, se sitúan más allá de cualquier tipo de limitación que ningún poder terrenal quiera imponerles basándose en concepciones relativistas, utilitaristas o del tipo que sean.

El pensador liberal más importante del siglo XX, Friedrich A. Hayek, escribió un ensayo titulado Why I Am Not a Conservative (Por qué no soy conservador), incluido como post-scriptum en su clásico The Constitution of Liberty (trad. cast. Los fundamentos de la libertad en Unión Editorial). En realidad, todo lo que podamos decir ahora en torno a esta cuestión, ya se encuentra en este ensayo, y más desarrollado aún en la magna obra citada. Incluso podemos ver aquí un anticipo del rombo de Boaz: El pensador austríaco proponía un triángulo en cuyos vértices situaba el liberalismo, el socialismo y el conservadurismo, contraponiéndolo a la errónea concepción que situaba al primero en el centro de una línea cuyos extremos serían los otros dos. Pese a su título, este escrito no supone un rechazo del pensamiento conservador, sino una matizada reflexión acerca de lo que une y separa a liberales y conservadores. Hayek se confiesa más cercano a los conservadores que a los socialistas, pero recela de los primeros por haber asimilado históricamente casi todas las propuestas socialistas. Coincide con los conservadores en su escepticismo hacia las posibilidades de la razón humana, defendiendo el concepto de un cierto orden espontáneo que nos es legado por la tradición, y que sería arrogante locura ignorar drásticamente, queriendo partir de cero, como se hizo en la revolución francesa, y durante el siglo pasado en Rusia y China, con resultados desastrosos. En cambio se aparta de los conservadores cuando pretenden oponer al conocimiento científico cualquier especie de sabiduría superior, con lo que no consiguen más que desacreditar aquellos valores que la ciencia supuestamente pondría en cuestión. Distingue, en suma, entre liberalismo y conservadurismo, pero admitiendo ya desde el principio del ensayo que están condenados a entenderse:

“Cuando, en épocas como la nuestra, -afirma- la mayoría de quienes se consideran progresistas no hacen más que abogar por continuas menguas de la libertad individual... los defensores de la libertad no tienen prácticamente más alternativa, en el terreno político, que apoyar a los llamados partidos conservadores.”

Pero la relación entre ambas ideologías va más allá de una alianza táctica. Me extendería demasiado si pretendiera resumir con precisión el pensamiento de Hayek al respecto. Bastará con decir, por ahora, que la libertad necesita de la tradición, porque de lo contrario nos conduce a la disolución de los lazos sociales, dejando que el vacío consiguiente sea ocupado por las burocracias estatales. Dice Hayek:

"El beneficioso funcionamiento de la sociedad libre descansa, sobre todo, en la existencia de instituciones que han crecido libremente. Es probable que nunca haya habido ningún intento de hacer funcionar una sociedad libre con éxito sin una genuina reverencia por las instituciones que se desarrollan, por las costumbres y los hábitos y por todas esas seguridades de la libertad que surgen de la regulación de antiguos preceptos y costumbres. Aunque parezca paradójico, es probable que una próspera sociedad libre sea en gran medida una sociedad de ligaduras tradicionales... La libertad no ha funcionado nunca sin la existencia de hondas creencias morales, y la coacción sólo puede reducirse a un mínimo cuando se espera que los individuos, en general, se ajusten voluntariamente a ciertos principios."

Y al mismo tiempo, la tradición necesita de la libertad, pues sólo poniendo vallas al paternalismo del Estado “el individuo se hace más responsable, más ahorrador, más innovador e incluso más sinceramente religioso como lo es en Estados Unidos”, nos dice atinadamente Pedro Schwartz en su prólogo al libro de David Boaz que hemos comentado.

Algunos sociólogos han llamado la atención sobre el supuesto hecho de que el capitalismo, que se basa en la innovación constante, por su propia naturaleza tendería a corroer el orden social. Es una crítica propia de determinados conservadores, pero a la que también se apunta con oportunismo la izquierda, la del “desenfreno hedonista” que socava las raíces de las culturas tradicionales, etc. Francis Fukuyama, autor controvertido que no encaja en la ideología liberal-conservadora, famoso por su temerario anuncio del "fin de la historia", en un libro escrito unos años más tarde, titulado La Gran Ruptura (Ediciones B), ha especulado sobre el modo como las sociedades tienden espontáneamente, según él, a reconstruir el orden perdido, y concluye -es a lo que voy- que la religiosidad es un componente esencial de ese orden, hasta el punto de que puede llegar a ser reivindicada por los propios no creyentes. La reconstrucción de la comunidad (entendida como aquellos lazos asociativos e instituciones morales cuya ausencia viene a ser suplida indefectiblemente por el Estado, con la merma de la libertad individual consiguiente) “no surgirá como consecuencia de las creencias rígidas, sino que la gente creerá porque desea una comunidad.”

“Dicho de otro modo –prosigue el autor- la gente regresará a la tradición religiosa no porque acepte la verdad de la revelación, sino porque la ausencia de comunidad y la fugacidad de los lazos sociales del mundo secular hacen que esté sedienta de ritual y tradición cultural.”

Y con esta franqueza no exenta de crudeza, algo más adelante añade:

“En este sentido, no se tomará la religión en serio por sí misma. La religión se convierte en una fuente de ritual en una sociedad que se ha quedado sin ceremonias... Es algo que la gente escéptica, racional y moderna puede tomar en serio, lo mismo que celebra su independencia nacional con el traje tradicional o lee los clásicos de su propia tradición cultural... No nos hemos vuelto tan modernos y secularizados para que podamos vivir sin religión, si bien tampoco estamos tan faltos de recursos morales innatos como para esperar que venga un mesías a salvarnos. Y la naturaleza, que intentamos alejar con una horca, siempre regresa.”

Se pueden compartir o no las consideraciones de Fukuyama, pero de lo que no cabe duda es de que nos hacen reflexionar sobre lo alegremente que ciertos políticos e intelectuales defienden posiciones llamadas laicistas, o se atreven a reformar instituciones milenarias como el matrimonio, y se permiten además calificar como oscurantistas y retrógrados a quienes discrepamos de ellos. Por desgracia, no se trata de una moda pasajera, sino que es uno de los factores que distinguen la historia Europea de la de los Estados Unidos, marcada la primera por una revolución francesa antirreligiosa, y los segundos por una revolución que supo luchar con la opresión sin romper con la tradición. Como dice Hayek:

"El verdadero liberalismo no tiene pleito con la religión, siendo muy de lamentar la postura furibundamente antirreligiosa adoptada en la Europa decimonónica por quienes se denominaban liberales."


Decimonónica: Justo. ¿Quiénes son los verdaderos retrógrados?

Resumiendo lo que he intentado mostrar en estas entradas bajo el título de Liberales y conservadores, no se trata de que los liberales menos consecuentes sean los que todavía no han abandonado los últimos restos de conservadurismo. Esto es un grave error, que compromete las posibilidades futuras de los defensores de la libertad. La verdad es que el liberalismo y el conservadurismo se necesitan mutuamente para convertirse en una construcción teórica lo suficientemente potente contra ese paradigma seudoprogresista que confunde la razón con la retórica racionalista, y que ha sido el causante de toda clase de estragos. Frente a ello debe oponerse la verdadera racionalidad, que se basa en la experiencia, y en el reconocimiento de los propios límites, para intentar gradualmente introducir mejoras realmente alcanzables, procurando al menos no estropear ese delicado organismo que es la sociedad humana.

Liberales y conservadores (II)


1.2. Libertad económica y libertad de la otra

Al pensar en la libertad solemos limitarnos a las libertades de pensamiento, de prensa, de opinión religiosa... Esto es un completo error... La expresión literaria de libertad entraña adornos inútiles... De hecho, la libertad de acción es la libertad primaria.

A. N. Whitehead


He argumentado, en mi post anterior, en contra de la falacia de que el liberalismo beneficia a los ricos, y que por ello sería la ideología de los más pudientes. Sólo desde las más grosera de las demagogias puede reducirse el liberalismo a una retórica al servicio de determinada plutocracia, ignorando tanto discurso anticapitalista financiado por poderosos grupos económicos a través de los medios de comunicación de su propiedad, como a tantos anti-sistema montados en los coches oficiales del sistema.

Sentado esto, se comprende que la distinción entre libertades económicas y de otro tipo sirve básicamente a los que quieren restringir las primeras, con el pretexto de que sólo interesarían a los empresarios, que por lo visto no harían buen uso de ellas. ¿Podemos realmente distinguir entre libertades de un tipo u otro? ¿Cuál es el criterio por el que la libertad de expresión no debería ser limitada, y en cambio la de empresa sí? ¿La propiedad privada es un derecho menos fundamental que otros? Si para cambiar de residencia se nos impusieran las mismas regulaciones que para fundar una empresa, ¿no nos parecería opresivo, más propio de regímenes como el soviético? Parece, sin embargo, que por mucho que nos esforcemos, la distinción va a ser difícil de remover cuando la han aceptado, sin dejar de admitir su imprecisión, autores liberales como David Boaz. Este, en su excelente libro Liberalismo. Una aproximación (ed. Gota a Gota) propone un esquema rómbico (clicar imagen para agrandar) de las relaciones entre las diferentes ideologías, en cuyos vértices inferior y superior sitúa al liberal y al autoritario, y en los izquierdo y derecho al socialdemócrata y al conservador, pudiendo cada cual situarse en algún punto dentro del rombo, en función de su mayor o menor proximidad a una de las cuatro tendencias. En sentido vertical se expresa el grado de creencia (medido en una escala de 0 a 100) en la libertad del individuo, mientras que en sentido horizontal se representa si se es más favorable a la limitación de las libertades económicas (socialdemócrata) o a la restricción de la libertad en las costumbres (conservador). El esquema de Boaz me parece útil desde el momento que sustituye la antítesis entre liberal y conservador por la mucho más acertada entre liberal y autoritario. Son dos cosas distintas. Los señores feudales que se oponían a la centralización de las monarquías medievales, sin duda actuaban movidos por el instinto conservador de sus privilegios, pero está claro que con ello, al mismo tiempo, estaban poniendo trabas a la autoridad de los reyes. A lo largo de la historia ha existido una lucha constante entre el poder y el conservadurismo de una parte de la sociedad, en la medida en que éste antepone determinadas tradiciones de origen religioso, familiar, o jurídico, a la arbitrariedad de los gobernantes. Bertrand de Jouvenel ha llegado a afirmar por ello que el Estado es por esencia revolucionario, por su tendencia natural a destruir todo el entramado social y espiritual que impide la atomización del tejido social, y hace a los individuos menos dependientes de un poder burocrático, centralizado y “racional”.

Con todo, el rombo de Boaz sigue pareciéndome insatisfactorio, desde el momento que nos presenta cómo el liberalismo, en la medida en que se acerca al conservadurismo, lo hace también al autoritarismo, es decir, sería menos coherente, que es precisamente lo que estoy tratando de refutar. Así, por ejemplo, este autor se manifiesta favorable al matrimonio homosexual con argumentos desde luego más sólidos que los esgrimidos por la izquierda en general, pero que aún así no son compartidos por todos los liberales, ni mucho menos, y no creo que ello se explique sencillamente porque sean menos liberales, o más incoherentes, o al menos no en todos los casos. Otra objeción que puede hacérsele al rombo ideológico es que no está claro dónde se ubicarían en él determinadas ideologías. El anarquismo colectivista, que está contra la propiedad privada y contra el Estado, ¿dónde lo situamos? Más sencillo parece el caso del anarco-capitalismo, que propugna igualmente la abolición del Estado pero desde el libre mercado, y que indudablemente ocuparía el vértice liberal. Pero ¿significa esto que los liberales clásicos, que creen en un Estado mínimo, se sitúan algo más abajo de ese vértice, es decir, que no son tan consecuentes como los anarco-capitalistas? Esta explicación satisfará a los segundos, pero no a los primeros. ¿Quiere esto decir que el rombo toma partido por una determinada ideología, y por tanto no es un método neutral de clasificación? Por último, en la base del esquema se halla la suposición, siquiera formal, de que sería posible una sociedad con un mínimo de libertad económica y un máximo de libertad personal, y viceversa. Sin duda, el esquema de Boaz se refiere sólo a tendencias ideológicas, no a sus ensayos prácticos, pero tal vez eso sea precisamente el problema, que deja a cada ideología decidir desde sus propios planteamientos su ubicación respecto a las otras, los que nos llevaría a contradicciones que en el mundo real no se darían, porque sencillamente determinados planteamientos serían irrealizables.

En mi siguiente post daré algunas pistas acerca de los argumentos que justifican el hecho de que liberalismo y conservadurismo están más íntimamente interconectados de lo que esquematizaciones como la de Boaz (por más que suponga una gran mejora respecto a la imagen lineal de izquierda-derecha) nos dan a entender.

Liberales y conservadores (I)


1. Cuestionando prejuicios

La relación entre liberales y conservadores no es una cuestión simple, no está clara para todo el mundo, incluidos muchos liberales. De hecho, algunos opinan que no hay nada más opuesto a un liberal que un conservador, mientras que otros no vacilamos en utilizar indistintamente los términos liberal y liberal-conservador –incluso a veces, aunque con ciertas cautelas, sencillamente conservador- para referirnos a nuestras propias posiciones.

En primer lugar, habría que desmontar la burda explicación con la que los seudoprogresistas se complacen en despachar el asunto. Según ellos, la derecha cuando habla de liberalismo sólo se refiere al económico, es decir, a la defensa del sistema capitalista, que sólo interesaría a los ricos. Si escarbamos un poco -nos dicen, a modo de demostración- observaremos que el liberalismo de la derecha se diluye ante decisiones personales que no son de tipo económico, y se convierte en partidario de restricciones a la libertad individual basadas en la moral tradicional.

Una primera objeción superficial es que la derecha realmente existente no es tan carca como nos la quieren presentar, y que manifiesta mucha más tolerancia y pluralidad en todo tipo de temas relacionados con la conducta sexual, las creencias religiosas, etc, de lo que se quiere reconocer. Aunque como descripción esto es válido, como argumento es de una ingenuidad pavorosa. Si la derecha debe defenderse de los ataques pidiendo perdón y negando que sea tan derechista como dicen, quiere decir que no cree en sus propias ideas sino que ha interiorizado el esquema izquierda buena, derecha mala, que por supuesto defiende la primera. De ahí toda esa retórica del centro, que no es más que la renuncia a los principios con el fin de alcanzar el poder. El problema es que, al final, lo que suele ocurrir es que se pierden los principios, y se pierde el poder.

Pretendo destruir la caricatura de izquierdas de las relaciones liberalismo-derecha atacándola desde dos frentes. Primero, tenemos la gran mentira de que el capitalismo interesa más a los ricos que a los pobres, y que explicaría por qué la derecha recibe más votos en Pedralbes o el barrio de Salamanca que en las barriadas de trabajadores (como en la que vive quien esto escribe, por ejemplo). Y segundo, tenemos la distinción entre decisiones del individuo de tipo económico y de tipo personal, o lo que algunos han definido, descendiendo un escalón más en la tosquedad conceptual, como libertades de cintura para arriba y de cintura para abajo.


1.1. Los pobres tienen que ser de izquierdas

Ante todo notemos que incluso si se demostrara que el sentido del voto está íntimamente relacionado con la renta (lo cual es muy discutible), ello no demostraría nada. Si la gente votara en función de sus intereses objetivos, la distribución del voto por distritos o por rentas sería todavía mucho más drástica, aunque quizá no en el sentido que se suele creer (que las clases bajas votarían izquierda y las medias y altas derecha). El caso es que la gente vota según sus intereses subjetivos, es decir, según lo que cree que le conviene, o lo que se supone que debe pensar que le conviene, y esto significa que existen diferentes motivos para votar a las mismas siglas. No son los mismos los del empresario que piensa que la derecha será más favorable a las reducciones de impuestos, que los de la señora del abrigo de visón que asocia vagamente al Partido Popular con una cierta idea de orden clasista. Pero atendámonos a los hechos. ¿Quién dice que los empresarios sólo piensan en reducciones de impuestos? ¿No han reclamado también, tradicionalmente, medidas proteccionistas –es decir, de reducción de la competencia, lo que es contrario al capitalismo- a las que se prestan alegremente todos los partidos cuando llegan al poder, pero que casan más con el intervencionismo de la izquierda? Y por otra parte ¿responden actualmente las elites al estereotipo del abrigo de visón, o más bien debemos pensar en toda una clase de profesionales liberales, empresarios y funcionarios que no ven ninguna contradicción en expresar opiniones “avanzadas” (léase de izquierdas), votando en consecuencia a partidos socialistas, mientras inscriben a sus hijos en colegios privados y se construyen preciosas viviendas unifamiliares con piscina?

El capitalismo o sistema de libre mercado parte de la base de que como menos se interfiera en la libre competencia, ya sea con medidas fiscales o regulaciones, la productividad total de la sociedad (la riqueza) tenderá a una situación óptima, en el sentido de que se producirá la mayor cantidad de mercancías y servicios para los que existe demanda y –esto se incluye en lo anterior, pero no está de más resaltarlo- se utilizará al máximo la fuerza laboral, reduciéndose el desempleo al mínimo posible. Como las necesidades humanas no son constantes, sino siempre susceptibles de aumentar, esta situación óptima equivale a un crecimiento sostenido de la riqueza, que se traduce en un aumento de la oferta de trabajo, esto es, de los salarios, y por tanto en un aumento general del nivel de vida de la mayor parte de la población, aunque no de la igualdad. Es decir, siguen existiendo ricos y pobres, pero los pobres tienden a serlo menos en términos absolutos. Es por ello que los pobres de los países ricos viven mejor que algunos ricos de países pobres (y sobre todo que los ricos de épocas pasadas), e incluso se ha observado que el nivel de vida de los pobres de Estados Unidos (definidos así en relación a la riqueza media de ese país) tiene poco que envidiar al de las clases medias de algunos países europeos, donde el mercado libre (el “capitalismo salvaje”, si lo preferís) sufre más restricciones. Resumiendo, el capitalismo implica un aumento absoluto del nivel de vida de la mayoría de la población, aunque ello no es incompatible con un aumento de las desigualdades relativas. De estas últimas procede en gran parte el descontento que nutre a las ideologías anticapitalistas, las cuales no se basan en consideraciones racionales, sino emotivas (la envidia a los que tienen más, la búsqueda de seguridades ilusorias, el miedo a asumir responsabilidades, la impaciencia por tener ya lo que generalmente se consigue tras años de trabajar duramente, la sincera pero irreflexiva indignación ante la miseria, etc).

La cuestión es: Definido de esta forma el sistema capitalista, ¿conviene más a los ricos o a los pobres? ¿Están los primeros más interesados que los segundos en el aumento de su nivel de vida? ¿Quién está objetivamente más interesado en un aumento general del bienestar, el que tiene prácticamente todas sus necesidades y no pocos caprichos cubiertos, o el que todavía espera poder realizar muchos sueños materiales? Adam Smith, el padre del liberalismo económico, apuntó que en una situación de competitividad sin trabas, los beneficios empresariales serían lógicamente menores. Sólo el pionero que consigue abrir un nuevo mercado o descubrir una nueva necesidad, puede durante un tiempo verse compensado por unos beneficios extraordinarios, merced a su posición de casi monopolio, pero en la medida que vayan surgiendo imitadores, sus ganancias volverán de nuevo a la normalidad del mercado desarrollado, deberá esforzarse en mejorar sus precios o su calidad, e incluso los salarios que paga, si no quiere que consumidores y trabajadores opten por la competencia. No está claro en absoluto que el capitalismo sea lo mejor para los ricos, y de hecho es evidente que los mejores negocios se hacen a la sombra del poder político, como ilustra a la perfección la llamada “cultura del pelotazo” que caracterizó los años de gobierno del socialista Felipe González.

Pero sobre todo, lo que no les interesa a los pobres, objetivamente (otra cosa son sus percepciones), son las medidas de redistribución de la riqueza aplicadas por los gobiernos con la aparente finalidad de favorecerlos a ellos, a costa de los más pudientes. Porque con ello lo único que se consigue es alterar el mecanismo natural del mercado, disminuyendo la creación de riqueza, que es como hemos visto la fuente de todo aumento del bienestar material, y sustituyendo el ascenso social de la gente modesta y las clases medias por la dependencia de los subsidios y prestaciones públicos, es decir, la eternización de cada cual en su nivel de vida presente, reduciendo las posibilidades de mejora. Lo cual a su vez permite mantener a la izquierda bolsas de voto constituidas por todos aquellos que han perdido la esperanza de prosperar en el “capitalismo” (o sea, en el capitalismo adulterado por ese mismo Estado para así poder ofrecerles la salvación). O dicho de otro modo, el Estado Providencia ofrece cambiar el progreso material de la mayor parte de la población por una ilusoria sensación de seguridad, siempre amenazada por la ineficacia insostenible del sector público.

Nota: De ahí la alianza de la izquierda con el discurso ecologista, que pretende ayudar a reconciliarnos con el recorte del crecimiento provocado por el intervencionismo estatal, persuadiéndonos de que, de todos modos, no sería sostenible. Pero la especie humana lleva miles de años explotando unos recursos limitados, gracias al aumento exponencial de la productividad generado por el progreso tecnológico, y es harto dudoso tanto que la finitud de determinadas materias primas (básicamente minerales de la corteza terrestre) no pueda ser superada técnicamente, como que aunque pudiera llegar a plantearse ese problema, estemos cerca de ello.

Continuará...