viernes, 27 de julio de 2007

Leyes y Rebelión

El mayor peligro de los gobiernos no reside en sus actuaciones más espectaculares, las que suelen provocar más polémica, sino en su actividad legislativa de carácter más técnico, que pasa desapercibida para la mayoría de profanos en la ciencia jurídica, y que sordamente va preparando las condiciones sobre las que puede sustentarse un poder ilimitado.

La ley orgánica de reforma del Tribunal Constitucional, recientemente aprobada, es un buen ejemplo de ello. Donde la constitución dice que el presidente de dicho tribunal debe ser elegido por un periodo de tres años, y que una tercera parte de sus miembros será nombrada por el Senado, la nueva ley establece la prórroga de la presidencia y desposee al Senado de su libertad de elección, al imponerle la selección previa de las asambleas autonómicas.

Esta reforma no puede hacerse legalmente sin antes reformar la constitución, razón por la cual ha sido recurrida por el Partido Popular. El problema es que su inconstitucionalidad deberá ser juzgada por el mismo tribunal al que afecta, y deberá serlo antes de que sus efectos se hayan producido.

¿Cuál es el móvil tras este retorcimiento del derecho? No es nada difícil de adivinar. La presidencia actual del TC, favorable al gobierno, puede ser decisiva a la hora de juzgar otro recurso de inconstitucionalidad, el del Estatuto de Cataluña, otro ejemplo -pero colosal- de violación de la constitución, que pone en riesgo la propia unidad de la nación. Por eso interesa prorrogar su mandato, y de paso adaptar el TC al nuevo régimen resultante de la alianza fatal entre socialistas y nacionalistas, las dos ideologías más destructivas del siglo XX.

Lo peor de todo, la cuestión de fondo, es la falta de respecto a las formas. Si los españoles decidiesen libremente en un referéndum, dentro del proceso constitucional establecido de reforma, la transformación del actual sistema político en un Estado confederal, o lo que sea, podríamos compartir o no la voluntad de la mayoría, pero deberíamos acatarla, al ser conforme a las leyes. Pero alterar la legislación por procedimientos que sólo aparentemente adoptan las formas legales (aprobación en las Cortes, publicación en el boletín oficial, etc), pero que en realidad las violentan y transgreden, es un acto de despotismo, es el despotismo.

Herbert Spencer, en su genial The Man versus The State, señalaba el peligro que tienen los precedentes. We have already done this; why should we not do that? Ya hemos hecho esto, ¿por qué no esto otro? Retorcer el derecho, aparte de un mal en sí mismo, es siempre un precedente que nos acerca un poco más a la dominación arbitraria de unos hombres por otros, en lugar de al ideal grecorromano del imperio de las leyes, que se encuentra en la base de la civilización occidental.

Las leyes no pasan a ser conforme a derecho porque un tribunal así lo ratifique. Esta concepción positivista nos llevaría automáticamente a justificar cualquier régimen dictatorial, nos privaría por completo de la capacidad de distinguir entre una sociedad libre y otra de súbditos. Debemos por tanto oponernos al minado de la Constitución que está llevando a cabo este gobierno, incluso aunque al final, con sus maniobras estilo Hugo Chávez, consiga el respaldo de un Tribunal Constitucional en cuya independencia nadie cree ya a estas alturas. Lo ilegal no deja de serlo porque unos magistrados ideologizados o presionados otorguen su aprobación. La oposición debe dejar de decir que acatará lo que digan los jueces, en cualquier caso. Debe utilizar, sin duda, los recursos que ofrece el Estado de Derecho para oponerse a su perversión, pero cuando esta ya se encuentra en una fase avanzada, debe ponerse al frente de una revuelta civil, de carácter pacífico, para restablecer el derecho y echar del poder al gobierno que pretende situarse por encima de la Ley.

Naturalmente, esto no es nada fácil en una sociedad donde ser de derechas es un insulto. Mientras la izquierda se crea investida de una legitimidad de la que carecería su adversaria, y los medios de comunicación acepten mayoritariamente esta premisa, no hay nada que hacer. Los gobiernos seudoprogresistas irán ampliando la potencia ya de por sí formidable de la máquina estatal, mientras que los de derechas, en los breves interludios que consigan desplazar a sus contrincantes de los despachos oficiales, difícilmente estarán interesados en revertir este proceso, autolimitando su disfrute momentáneo de un poder que tanto les cuesta alcanzar.

La única esperanza se halla en la sociedad civil. Ella es la que debe tomar la iniciativa de oponerse a la creciente intromisión del gobierno en nuestras vidas. No se trata de una utopía, sino de algo que ha ocurrido en Estados Unidos en las últimas décadas, donde el dinamismo de su sociedad (la América profunda, que dicen los detractores de la consigna siempre a punto) ha obligado a los políticos de los dos grandes partidos a moderar notablemente las medidas estatalistas que las elites seudoprogresistas de los años sesenta pretendieron implantar. No es una casualidad que Internet sea una invención americana. Sólo a unos chiflados cow-boys individualistas se les podía ocurrir, primero, que algo como el ordenador personal podría ser una herramienta popular, y segundo que la people podría estar interesada en transmitir información en red (no sólo recibirla jerárquicamente como en la televisión). Tampoco es casualidad que la blogosfera se esté convirtiendo en el reencuentro consigo misma de una tendencia liberal-conservadora desacomplejada, en una verdadera democracia de la información, en la que los buscadores como Google están rompiendo las barreras entre los llamados intelectuales y el resto de los ciudadanos. La lucha por la libertad no ha hecho más que empezar... una vez más.